Lo hizo, a horcajadas de él, en un revuelo de faldas color melocotón, con los codos de ella sobre los hombros de él, y las yemas de los dedos en el pelo. Cuando terminó con los botones, Lorna se ocupó de su boca, de esa boca noruega plena, hermosa, suave que había besado sus labios, su pecho, su vientre en aquellos días de pasión secreta del verano y volvería a besarlos muchas veces en los aniversarios de los dos.

Los botones de la espalda estaban abiertos. Jens aparté la boca para decir:

– Las muñecas.

Qué tortura exquisita mirarse a los ojos, contener el fuego mientras Lorna, muy erecta, le presentaba una muñeca, luego la otra para que los dedos cuarteados la desabotonaran. Levantó los brazos y Jens le sacó el vestido pasando sobre los pechos y convirtiéndole la cabellera en una galaxia de estrellas.

– Tu suéter -susurró Lorna, cuando el vestido cayó.

Fue el turno de Jens de someterse a los deseos de su amante.

Cuando el suéter se unió al vestido, le desabotonó la enagua y la desnudé hasta la cintura, deslizó las manos bajo las axilas y la atrajo adelante para besarle los pechos suaves, en forma de pera, pechos florecidos que muchas veces le ofreció para besar. Los bañó con la lengua y los contuvo en las manos anchas y ásperas, mientras Lorna echaba la barbilla atrás, cerraba los ojos y comenzaba a mecer el cuerpo con el ritmo primitivo que se generaba entre los dos.

Dejó de besarla, sin soltarle los pechos.

– ¿Qué pasó con estos cuando se llevaron al niño? Siempre me lo pregunté.

Lorna alzó la cabeza y abrió los ojos:

– Me los vendaron y después de unos días dejaron de manar leche.

– Entonces, ¿quién amamantó a Danny?

– Mi madre llevó una nodriza.

Jens asimiló la respuesta en silencio, frotando los pezones con los pulgares, triste al recordar esa época atormentada.

– Debió dolerte.

– Ya no importa.

Como para borrarlo de su mente, Jens emitió un gemido gutural y le rodeé el torso en un abrazo de oso, hundiendo la cara en la piel desnuda de la mujer.

– Esta noche no pienses en eso -murmuró Lorna, rodeándole la cabeza con los brazos y pasando los dedos entre el pelo-. Esta noche no, Jens.

– Tienes razón. Esta noche no. Esta noche es sólo para nosotros. -Se echó atrás sujetándola con suavidad, masajeándole los laterales de los pechos con las palmas. – Sácate las enaguas antes de que se despierte nuestro hijo.

Lorna siguió sus órdenes; Jens se levantó, la dejó en el suelo y la ropa cayó como velas sueltas para quedar atrapada en la cadera. La bajó y cayó sobre los tobillos con un siseo.

– Estás más bella que nunca.

Había cambios: las caderas eran más anchas, el estómago más abultado, que no existía antes del nacimiento de Danny. La tocó ahí.

– No es justo. Yo también estoy ansiosa -susurré.

Sonriendo, Jens se quitó lo que le quedaba de ropa, y la hizo tenderse sobre ella aplastando el vestido, sus propios pantalones, la ropa interior, sin preocuparse por no tener un colchón de plumas. Tenerse uno al otro les bastaba.

Se tocaron, apretaron, acariciaron, murmuraron palabras amorosas, hicieron promesas más elocuentes y duraderas que cualquiera de las que hubieran podido formular en una ceremonia conyugal.

– Nunca más dejaré que te vayas.

– Nunca me iré.

– Y cuando nazca nuestro próximo hijo, estaré a tu lado.

– Y el próximo, y el próximo.

– Oh, Lorna Barnett, cuánto te amo.

– Jens Harken, mi querido, queridísimo. Yo también te amo. Te amaré hasta el día en que me muera, y hasta entonces viviré para demostrártelo.

Cuando penetró en ella, Jens tembló y cerró los ojos. Lorna hizo una inspiración temblorosa y exhaló, casi suspirando. Se sintieron exaltados cuando el hombre impuso un ritmo, sus rostros se iluminaron con sonrisas, sonrisas apacibles, entrelazaron los dedos y Jens apretó el dorso de las manos de ella contra el suelo.

– Supongamos que esta noche quedas embarazada. -Entonces, Danny tendrá un hermano.

– O una hermana.

– Eso también sería bueno.

– Especialmente, si se parece a ti.

– Jens… -Se le cerraban los párpados-. Oh, Jens…

Abrió los labios y el hombre supo que había terminado el tiempo de las palabras. Era el momento de compartir el éxtasis, de almacenarlo para épocas más arduas, cuando los niños enfermaran, o estuviesen enfadados, cuando tuvieran que trabajar muchas horas, o los seres queridos tuvieran problemas… habría épocas difíciles, lo sabían. Pero se aceptaban en la salud y en la enfermedad, en las épocas buenas y en las malas, hasta que la muerte los separase, sabiendo que el lazo de amor sería lo bastante fuerte para ayudarlos a pasar todo eso. Más allá de los tiempos difíciles, siempre aguardándolos, estaría esta maravillosa recompensa.

Jens se estremeció, gimió, lanzó exclamaciones entrecortadas y se derramó dentro de ella.

Lorna se arqueó, sollozó, gritó de plenitud, y él ahogó el sonido con la boca.

En el dulce reflujo del placer que siguió, cuando el hombre apoyó el peso sobre ella y sintió los brazos que lo rodeaban sin oprimirlo, imaginé la vida en común extendiéndose hacia el futuro de horas luminosas, ensombrecidas por esas ocasiones en que derramarían lágrimas. Aceptó ambas cosas, sabiendo que de eso se trataba el amor verdadero. Rodó de costado y la sujetó junto a él con el talón. Le quitó el pelo de la cara y le acarició la mejilla con amor.

– Nos irá bien -murmuró.

Lorna, con un brazo flexionado bajo la cabeza, sonrió:

– Sé que así será.

– Y nos esforzaremos con tu madre y tu padre.

– Pero si con ellos no resulta…

La calló posándole un dedo sobre los labios.

Resultará.

Le quitó el dedo.

– Pero en caso contrario, igual seremos felices.

– Te pedí que los desafiaras por mí, y lo hiciste, pero ya no estoy seguro de si hice bien en pedírtelo. Mis padres murieron. Los tuyos son los únicos que nos quedan: equivocados o no, son los únicos, y quiero que sepas que hoy o mañana, cuando hagamos nuestros votos, yo agregaré uno silencioso de hacer mi mejor esfuerzo para conquistarlos. No por mí, sino por ti… y por nuestros hijos.

– ¡Oh, Jens…! -Lo abrazó y lo atrajo hacia ella-. Eres un hombre tan bueno. ¿Cómo es posible que no lo vean?

Se mecieron juntos sobre la cama improvisada hasta que un sonido llegó desde más arriba: el primer sollozo asustado de un niño que se despierta solo, en un lugar desconocido.

– ¡Oh, oh! -murmuró Jens.

Pronto, el sollozo se convirtió en un llanto franco.

– ¡Eh, Danny, querido, mami está aquí! -Tras esto, sobrevino un forcejeo poco elegante de los amantes tratando de separarse con el mínimo de barullo y el máximo de prisa, antes de que el niño se cayera de la cama -¡Mira! -Lorna logró ponerse de rodillas y asomó la cabeza-. ¡Aquí está mami… y papi también!

Jens se asomó junto a ella, aún enredado en la ropa y forcejeando con cosas que hicieron reír a Lorna.

Danny dejó de llorar y los contempló, con los ojos todavía hinchados de sueño y una lágrima atrapada en las pestañas.

– Hola, mi pequeño querido. ¿Creíste que estabas solo? Oh, no, mami y papi nunca te dejarían solo.

Todavía de rodillas, se estiró sobre la cama para besarlo y consolarlo Danny trató de entender, y siguió mirándolos, primero a ella, luego al padre.

Jens se apoyó sobre los codos y besó a Danny en los pies, sobre tos calcetines.

– Hola, pequeño hombre -dijo-. Lo lamento, pero estaba atareado haciéndote un hermano.

Lorna le dio una palmada en el brazo:

– ¡Jens Harken!

El hombre levantó las cejas con fingida inocencia.

– Bueno, eso era lo que estaba haciendo, ¿no?

Lorna rió y le dijo a Danny:

– No tienes que prestar atención a todo lo que diga tu padre. Tiene una escandalosa veta que no es nada buena para tus tiernos oídos.

Jens pasó un brazo por la cintura desnuda de Lorna y deslizó el vientre por el borde del colchón hasta que las caderas de ambos chocaron.

– ¿Ah, sí? ¿Quién empezó esto, tú o yo? Tú eres la que fue a cortejarme. Tú fuiste la que no me dejó en paz. Tú apareciste hoy en la regata, trayendo a este chico y lo acostaste a dormir en la cama, donde era casi seguro que despertara y viese lo que estaba pasando en el suelo.

Lorna rió, complacida:

– Y estás muy contento de que lo haya hecho.

Jens le devolvió la risa:

– Ya lo creo.

Por un momento, se regodearon en la felicidad; después, cada uno pasó un brazo por el trasero húmedo de su hijo y lo atrajeron para abrazarlo.

LAVYRLE SPENCER

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