– Oh. -Se miró-. No es más que arena. Cuando se seque, la sacudiré. Entonces… -Se inclinó hacia el dibujo y lo recorrió con la yema del dedo-. Dígame, señor Harken, ¿cuánto costaría construirlo?

– Más de lo que tengo. Más de lo que podría conseguir del Club de Yates.

– ¿Cuánto?

– Unos setecientos dólares.

– Oh, sí, es mucho.

– Más aún porque suponen que se volcará y se hundirá.

– Debo confesarle que hay una parte que me resulta difícil de entender: lo relacionado con la superficie húmeda. Explíquemelo otra vez, para que yo pueda convencer a mi padre.

Jens compuso una expresión sorprendida.

– ¿En serio?

– Lo intentaré.

– ¿Le dirá que estuvo aquí, hablando conmigo?

– No. Le diré que estuve hablando con el señor Iversen y que él cree que resultará.

Los labios de Harken dibujaron una muda "O" que duró un momento, hasta que dijo:

– ¡Es usted una joven valiente!

Lorna se encogió de hombros.

– No creo. Dígame, señor Harken, ¿oyó hablar del novelista Charles Kingsley?

– No, me temo que no.

– Bueno, el señor Kingsley sostiene que las mujeres de hoy padecen multitud de problemas de salud, con tres posibles orígenes: silencio, inmovilidad y corsés. Yo prefiero rechazar las tres cosas y estar sana; eso es todo. A mi padre no le agrada, pero de vez en cuando se cansa de regañarme y yo me salgo con la mía. Quién sabe, quizás esta sea una de esas ocasiones. Y ahora, señor Harken, explíqueme su barco otra vez.

Tras unos minutos de explicación se oyó una explosión cercana. Los dos alzaron la vista, y ahí estaba Iversen, rodeado de una nube de humo, sacando la cabeza de la capucha negra de su cámara Kodak, apoyada en un trípode, sobre la arena.

– ¡Señor Iversen, qué está haciendo! -exclamó Lorna.

– Tengo la impresión de que esos dibujos en la arena algún día serán históricos. Lo que hice fue registrarlos para la posteridad.

Lorna se incorporó sobre las rodillas y alzó una mano, en gesto de alarma.

– ¡Oh, no debe hacerlo!

Iversen sonrió.

– No se preocupe. No se la mostraré a su padre. Al menos no hasta que el barco esté construido y Jens haya cruzado el lago con él sin que se hunda. Después, no prometo nada.

Lorna se aflojó y se sentó sobre los talones.

– Bueno, está bien. Pero tiene que prometerme que, por ahora, tendrá esa fotografía escondida. Ya sabe cómo es mi padre. Después de la otra noche, no está precisamente contento con el señor Harken, y si pensara por un minuto que estuve aquí conversando con él, le daría un ataque. Tengo que convencerlo de que usted respalda a Harken y de que cree que este nuevo barco funcionará. ¿De acuerdo?

– Estoy convencido de que el barco navegará.

Lorna pasó la mirada de Iversen a Harken y otra vez al primero.

– Bueno, y entonces, ¿por qué no lo dijo?

– Lo dije. No me escucharon. Ya sabe qué clase de marinero soy.

Tenía la reputación de perder cada carrera en la que intervenía y, en una ocasión, realmente fue nadando detrás de su barco, afirmando que podía hacerlo andar más rápido si lo empujaba que si lo conducía. Incluso, con buen humor, bautizó a su barco Quizás.

Lorna se levantó y se acercó a Iversen.

– Bueno, ¿lo intentará otra vez conmigo? ¿Y con Harken, si papá accede a hablar con él?

– Creo que sí lo haré.

– ¡Oh, gracias, señor Iversen, gracias! -En un impulso, le dio un abrazo, pero se dio cuenta y adoptó una actitud recatada-. Oh, lo siento. No le diga a mi madre que hice eso.

Iversen rió.

– Tampoco a tía Henrietta. -Cuando se apagó la risa de Iversen, se hizo silencio -¡Bien! -dijo, bajando los brazos y uniendo las manos sobre la falda-. Tengo un cesto con el almuerzo, y estoy hambrienta. Caballeros, ¿les gustaría compartir conmigo una comida ligera?

– ¿Preparada por la señora Schmitt? -repuso Iversen alzando las cejas-. No tiene que decirlo dos veces: recuerde que soy soltero.

Harken se había puesto de pie y estaba callado, junto a los dibujos. Lorna lo miró:

– ¿Señor Harken? -lo invitó, en voz más baja.

Lorna no tenía idea de lo encantadora que se veía, el sol cayendo sobre su barbilla en forma de corazón, y las cintas azules del sombrero detrás. Harken no necesitaba que nadie le dijera que no era en absoluto apropiado que hiciera picnic con ella. Pero Iversen estaba ahí con ellos, y sólo se trataba de una hora robada de la que su padre no tendría por qué enterarse… así lo esperaba Lorna. Además, después de ese día Jens Harken volvería a la cocina y Lorna Barnett a los juegos de croquet en el prado del Este, y ninguno de los dos se molestaría siquiera en recordar este encuentro imposible de una tarde calurosa de verano.

– Me parece bien -respondió Harken.

3

Iversen llevó una manta india que extendieron a la sombra de los sauces, cerca de la cabaña. Los tres se sentaron con las piernas cruzadas, y Lorna sacó del canasto jamón en tajadas, bollitos de manteca, huevos rellenos "al diablo", frutillas frescas, corteza de melón en conserva y pastel de grosellas. Acomodó la comida sobre el ruedo de la falda, que la rodeaba como una tienda de rayas azules y blancas.

– Ah, aquí se está mucho mejor, ¿no? -dijo.

Harken intentó admirar la comida en lugar de a Lorna, pero fue difícil. La muchacha alzó los brazos y se quitó una hebilla y luego el sombrero, arrojándolos sobre la hierba y la maleza, junto a la manta, e hizo rotar un poco el cuello gozando de la libertad.

– Ah, la sombra es maravillosa.

Otra vez, alzó los brazos para arreglarse el peinado. El gesto liberó los pechos y elevó las enormes mangas sobre las orejas. El camafeo que llevaba en el cuello desapareció bajo la barbilla y la blusa, metida en el cinturón, se estiró sobre las costillas.

Al dejar caer los brazos y alzar la vista, sorprendió la mirada de Harken que apartó los ojos de inmediato.

– ¡Bien! -dijo Lorna, frotándose las manos e inclinándose hacia adelante para ofrecer la comida-. Frutillas, jamón, huevos… Caballeros, ¿qué quieren primero?

Con un plato en la mano, miró a Iversen.

– Un poco de cada cosa.

Lorna llenó el plato y se lo dio, y, al inclinarse sobre su propia falda, la hizo crujir.

– ¿Y usted, señor Harken?

– Un poco de todo, excepto la corteza de melón.

– ¡Ah, pero si está exquisita…!

Mientras la muchacha servía huevos y frutillas, Jens observaba la mano pequeña, con el dedo alzado, que se movía sobre los coloridos alimentos.

– No pensaría lo mismo si hubiese ayudado a la señora Schmitt a envasarla. Deja un olor espantoso en la cocina.

Lorna se lamió el pulgar y el índice y se lo sacó lentamente de la boca cuando le entregó el plato:

– ¿Usted ayudó a envasar esto?

– Yo ayudo a envasar casi todas las conservas. Lavo la fruta y la verdura, y cargo las ollas. Son demasiado pesadas para las mujeres. Gracias, señorita.

Recibió el plato y empezó a comer mientras Lorna pensaba en las confituras de corteza de melón comprendiendo que no tenía idea del aspecto de una olla, de lo pesada que podía ser, ni de nada que tuviese relación con la preparación de una comida tan simple como esa.

– ¿Qué más hace?

Mirándola a los ojos, habló con sencillez:

– Soy ayudante de todo trabajo en la cocina. Hago lo que me piden.

– Sí, pero, ¿qué más?

– Bueno, esta mañana, como era el día libre del jardinero, a las chico y media recogí las frutillas, y después…

– ¡A las cinco y media…!

– La señora Schmitt asegura que son más dulces si se recogen antes de que el sol les seque el rocío. Después, una vez que lavé las frutillas, llené la leñera, preparé el fuego, y ayudé a limpiar la plata de la noche anterior porque Chester todavía no había vuelto, exprimí naranjas, llevé otro bloque de hielo de la nevera, piqué un poco para poner debajo de las frutillas y puse el resto en la nevera, vacié los recipientes que recogen el hielo derretido, fui a buscar el canasto a la despensa y lo limpié, barrí la cocina después del desayuno, lavé el porche trasero y regué el jardín de hierbas aromáticas. Ah, y ayudé a la señora Schmitt a preparar el cesto.

Lorna lo miró, estupefacta.

– ¿Hizo todo eso esta mañana? ¿En su día libre?

El carrillo de Harken estaba hinchado con un bocado de pan y jamón. Tragó y dijo:

– Mi día libre empieza cuando termina el trabajo del desayuno.

– Ah, entiendo. Pero hizo todo antes de que yo me levantara de la cama.

– Las primeras horas de la mañana son la mejor parte del día. No me molesta levantarme temprano.

Lorna reflexionó un instante, y preguntó:

– ¿Por qué el día libre del jardinero no empieza después del desayuno?

– Creo que tiene un arreglo especial con su madre, señorita.

– ¿Un arreglo especial? ¿Qué clase de arreglo especial?

Harken jugueteó con la comida en el plato pues no deseaba entrar e detalles acerca de lo que eran capaces de hacer las señoras en favor de ayudantes masculinos eficaces.

El que respondió fue Iversen:

– Lorna, sabes lo tremenda que es aquí la competencia entre las damas en lo relativo a los jardines.

– Sí, ¿y entonces?

– Y sabes que Smythe proviene de Inglaterra.

El padre fue jardinero de la misma reina Victoria. Recuerdo 1c que alardeó mi madre cuando lo contrató.

Harken explicó:

– Parte del arreglo cuando vino a trabajar para ella, fue que Smythe tendría todos los fines de semana libres desde las ocho en punto del sábado por la noche hasta el amanecer del lunes.

– Ah, ahora entiendo. Entonces, usted recoge la fruta y la verdura los domingos.

– Sí, señorita.

– Y mi madre se lleva el mérito por tener las mejores verduras y flores de White Bear Lake, aunque no haga nada del trabajo. Les confieso a ambos que siempre me pareció extremadamente tonto el modo en que las mujeres compiten por tener los jardines más espectaculares, si no hacen nada ellas mismas.

– Lo mismo sucede con los hombres y la navegación -dijo Harken-. Son dueños de los barcos, pero contratan a los timoneles.

– Pero sólo para las regatas importantes, como la de ayer -dijo Lorna.

– Y porque la Asociación de Navegación Island Lake lo permite -acotó Iversen.

– Pero, ¿no les parece que tendrían que desear pilotar ellos mismos? Si yo tuviese un barco, querría hacerlo afirmó Harken.

– Creo que tiene razón. No hay mucha diferencia entre el hecho de que mamá contrate a un jardinero y el dueño de un barco contrate a un piloto.

Iversen les dijo:

– Se comenta que la Asociación va a cambiar la regla, y exigirá que el dueño del barco lo pilotee.

Esto provocó una animada discusión sobre los pros y los contras de contratar timoneles, a la que siguió un repaso de la regata del día anterior.

Lorna se inclinó hacia adelante, eligió una frutilla y la mordió.

– Y usted. Tim -lo señaló con lo que quedaba de frutilla-, conquistó su propia reputación.

– ¿Se refiere al Quizás? Vamos, señorita Lorna, le agradecería que no arruine una tarde agradable recordándomelo.

Rieron, y Lorna dijo:

– Me refiero a la fotografía, no a la navegación. Dígame, ¿es cierto que Sears y Roebuck venderán las colecciones de fotografías en cajas?

– Así es.

– ¡Oh, Tim, debe estar tan orgulloso! ¡Pensar que deben ver su trabajo en todos los salones de Norteamérica! Cuéntenos algo sobre las fotos y los lugares donde las tomó.

El fotógrafo describió la Feria Mundial de Chicago, donde había tomado fotos dos años antes, y sitios espectaculares como el Gran Cañón, México y el Kiondike. Encendió la pipa y se acomodó contra un árbol, mientras Lorna mordisqueaba un trozo de pastel de grosellas y le preguntaba a dónde iría ese invierno, cuando cerrara la cabaña dando por terminada la temporada. Respondió que quizá fuese a Egipto, a fotografiar las pirámides.

Lorna se entusiasmó:

– ¡Las pirámides… ah…! -y partió otro pedazo de pastel y lo comió, sin advertir la imagen arrebatadora que mostraba, fascinada por los relatos de Tim, rodeada de las susurrantes faldas y mordisqueando el pastel cada vez que no estaba demasiado extasiada para olvidar que lo tenía en la mano.

Harken, sentado a la manera india, con los codos sobre las rodillas, mordisqueaba una brizna de hierba y admiraba el perfil, los modales, la risa pronta y la naturalidad de la muchacha. En un momento dado, Lorna le dijo a Iversen:

– Tal vez vaya usted a New Jersey. Allá vive un hermano del señor Harken.

Se volvió hacia Harken y le sonrió, sorprendiéndolo desprevenido. Se olvidó de apartar la vista, y Lorna también optó por no hacerlo. Con la uña del pulgar, Jens casi corta la hierba, atrapado en un estado de conciencia que parecía canturrear en las cabezas de ambos como el canto de las chicharras de alrededor. La sombra.moteada, la lasitud de después de comer, la conversación agradable, todo se combinaba para arrebatarles la conciencia e impulsarlos a permitirse un intercambio de curiosidad silenciosa que sobrepasaba cualquier distinción de clases. Se contemplaban a gusto, admirando lo que veían, registraban los detalles para llevárselos y explorarlos más tarde, cuando estuviesen acostados, cada uno en distinto piso de la casa: el color de los ojos, la curva del cabello, el contorno de las bocas, las narices, los mentones. Iversen, recostado contra el tronco del árbol, soplando la fragante pipa de brezo, los observaba. Ni la presencia de este impidió la locura de los dos, hasta que, por fin, se acabó la carga de la pipa 'y golpeó el hornillo contra una raíz del árbol.