Un perro aún más grande, de pelo largo y oscuro y un tamaño impresionante que no podía ser otra cosa que un perro de Terranova.
Cuando Danielle se detuvo a verlos, el Terranova se puso en alerta y se colocó delante de Sadie.
No hacía falta ser muy listo para ver que era un macho y que acaba de reclamar a Sadie como propiedad privada.
En más de un modo.
Nick llegó a su lado y se detuvo también al ver a Sadie con su enamorado; los dos mostraban una expresión somnolienta, feliz y sedada.
– Vaya -Nick miró a Danielle-. No sabía que los perros pudieran parecer tan… relajados.
– ¡Oh, no! -gimió ella-. Esto no puede ser cierto.
– Adivino que ella no está… operada.
– Pensaba cruzarla antes o después, pero con uno de su raza.
El novio de Sadie seguía sentado con aire satisfecho y la lengua colgando.
Nick se frotó la barbilla; tenía aspecto de estar reprimiendo la risa.
– Parece un perro bastante decente -comentó.
El animal levantó una pata con elegancia y empezó a lamerse.
Nick soltó una carcajada.
Danielle gimió, negándose a reconocer que la risa de Nick poseía un poder de contagio tal que daban ganas de unirse a él.
– Tú tienes la culpa.
– ¿Yo? -Nick parpadeó; hizo una mueca cómica de sorpresa-. ¿Y por qué?
– Me has distraído con ese beso; de no ser así, no me habría olvidado de Sadie ni un segundo -tiró de la correa de la perra. Y tuvo la mala suerte de que justo en ese momento empezaran a funcionar los aspersores.
– No digas ni una palabra -advirtió a Nick; salió de la tierra sin dignidad y empapada-. Ni una sola palabra.
Sadie, que estaba llena también de agua y barro, se sacudió con fuerza sobre Danielle y lanzó un aullido, volviendo la cabeza para lanzar una última mirada a su amante con ojos brillantes.
El amante devolvió el aullido y soltó un ladrido agudo.
Nick, apartado de la tierra y el agua, se mantenía seco y… sospechosamente divertido.
Danielle no sabía si quería golpearlo o levantar el cuello hacia él y aullar también.
– ¿Tú no te lo preguntas? -inquirió Nick cuando volvieron a pararse delante de sus habitaciones.
Danielle se preguntaba si alguna vez el sonido de su voz dejaría de provocarle escalofríos en la espina dorsal.
– ¿Qué me pregunto?
Nick le habló al oído.
– Si ella ha disfrutado tanto como disfrutaste tú conmigo.
– Apártate -dijo ella, que seguía goteando. Abrió la puerta-. O vas a terminar tan mojado y caliente como yo.
El pecho de él rozó su espalda y su mandíbula subió por el pelo de ella. Una simple caricia, pero… bueno, no tan simple, ya que las rodillas de ella chocaron entre sí.
– Lo digo en serio -le advirtió ella.
– ¿De verdad estás caliente y mojada? -preguntó él con voz suave-. ¿Y qué más? ¿Estás también cremosa?
Como sus palabras hicieron que se le acelerara el pulso, lo ignoró y metió a Sadie en el cuarto de baño, cerrando luego la puerta.
Se miró en el espejo la piel brillante, los ojos, que estaban más vivos de lo que los había visto nunca, y respiró hondo.
– Es una vergüenza que él me vuelva tan loca -se dijo.
Porque podía encariñarse mucho, mucho con él.
Nick no había huido de un reto en su vida, y la puerta cerrada del baño era un reto sin precedentes.
Teniendo en cuenta eso, que Danielle acababa de abrir los grifos de la ducha, y que a él no le gustaba perderse ninguna diversión, tendió la mano hacia el picaporte.
No había cerrado con pestillo… buena señal. Se asomó por la puerta y vio a Danielle, todavía completamente vestida, que intentaba convencer a una Sadie somnolienta de que entrara en la ducha.
– Vamos -resoplaba empujando a la perra desde atrás-. Estás muy sucia. Tienes que… ¡Agh!
Dio la vuelta y probó a tirar del animal; al retroceder entró de pleno bajo el chorro y cerró los ojos cuando el agua la golpeó de pleno.
Sadie se limitó a gruñir y empujar en sentido contrario, hasta que las manos de Danielle resbalaron y ella cayó contra la pared de la ducha.
Sadie salió huyendo.
Danielle, todavía debajo del chorro, cerró los ojos y movió la cabeza.
Nick, sonriente, entró de puntillas y se metió en la ducha con ella completamente vestido.
– Eh, puedes lavarme a mí si quieres. De la cabeza a los pies.
La abrazó y la apretó con fuerza, dando gracias en su interior porque el agua que le caía en la cara fuera caliente.
– Estás loco -gruñó ella, pero le echó los brazos al cuello-. Completamente loco.
– Sí -bajó la cabeza y le mordisqueó el cuello-. Sabes muy bien.
Empezó a quitarle la ropa mojada, impaciente por tocar la piel caliente y húmeda.
– Nick -soltó un gemido cuando él le agarró las nalgas, acercándola al bulto inconfundible de sus pantalones. Un sonido que sugería que ya se sentía menos gruñona-. No podemos.
Nick bajó la boca por su cuello y su hombro desnudo, que mordió con gentileza, haciendo que se aferrara a él. Le gustaba cómo lo abrazaba, como si no quisiera soltarlo nunca.
– No podemos hacer esto delante de Sadie.
– ¿Te refieres a la perra que hacía lo mismo hace un rato? -señaló el suelo, donde roncaba Sadie con los ojos cerrados y la boca abierta-. No creo que le importe mucho en este momento. Está agotada -bajó las manos por el cuerpo de ella y le tomó los pechos, pasando los pulgares por sus pezones-. Vamos a cansarnos nosotros también.
Los ojos grises de ella se llenaron de deseo, y se apoyó en él, provocando que a Nick le diera un vuelco el corazón. Quería que en el rostro de ella se quedara permanentemente esa expresión… la que indicaba que él era el centro de su universo. Para lograrlo, se apoyó en el deseo que lo inundaba, dejándose llevar por la pasión, el anhelo, el deseo desesperado, hasta que ambos estuvieron jadeantes. Solo cuando ella había perdido ya el control una vez, la penetró llevándola consigo al paraíso.
Mucho rato después, Nick llamó al servicio de habitaciones. Mientras esperaban, Danielle abrió su ordenador portátil.
Nick no se había molestado en vestirse y, mientras ella esperaba conectar con internet, se maravilló de lo desinhibido y cómodo consigo mismo que parecía, estudiando la carta del servicio de habitaciones, apartando con aire ausente una bolsa de galletas para perro que había en la mesa.
La bolsa crujió y Sadie, que dormía en el suelo, se despertó en el acto.
Nick miró a la perra. Esta lo miró a él… las dos criaturas de la vida de Danielle que todavía no se habían hecho amigos.
Nick movió la bolsa.
Sadie se puso en pie. Inclinó la cabeza. Miró la bolsa.
Nick sacó una galleta y la miró con atención.
Sadie gimió y se acercó más.
– Bueno -Nick enarcó una ceja-. ¿Ahora te gusto más?
Sadie se lamió el hocico, con los ojos clavados en la galleta.
Nick levantó los ojos al techo y se la lanzó.
– Eres una perra muy fácil.
El animal se tragó la galleta, se lamió el hocico y volvió a gemir.
Y Nick metió la mano en la bolsa y le lanzó otra.
Danielle sintió que se derretía por dentro. Ted solía mostrarse encantador con todos los perros. Con la gente también. Pero ella acabó por darse cuenta de que era una simpatía falsa, de la que no llegaba hasta los ojos. Además de eso, estaba el hecho desconcertante de lo mucho que le importaba lo que pensaban los demás, sobre todo de él.
En Nick no había nada de falso. Era seguro de sí, atractivo, y posiblemente el hombre más relajado que había conocido en su vida. No le importaba lo que pensaban los demás, ni de sí mismo ni de ningún otro.
¿Y por qué le gustaba tanto aquello?
Estaba tan atareada pensando en eso, pensando y mirando el cuerpo magnífico de Nick, que casi se le pasó por alto.
Su página web tenía instalado un tablón de anuncios para poder organizar citas de trabajo en la red. También respondía a preguntas y ofrecía consejos, y anunciaba las exhibiciones caninas a las que acudiría.
Entre sus mensajes había uno anónimo que la dejó sin aliento.
Puedes huir pero no puedes esconderte.
Capítulo Once
Nick satisfecho y relajado tras el sexo, contemplaba la carta del servicio de habitaciones y pensaba en la buena vida que tenía en ese momento.
– Podría comerme todo lo que hay aquí.
Al ver que Danielle no respondía, miró por encima del hombro.
Estaba pálida como un fantasma y miraba fijamente la pantalla del ordenador.
– ¿Danielle?-se acercó a ella-. ¿Qué sucede?
Al ver que ella solo movía la cabeza, se sentó a su lado y giró el ordenador hacia sí. Lo que leyó le enfrió las entrañas.
– ¿Ted?
– Cree que estoy huyendo -cerró los ojos-. Y es cierto, maldita sea -se cubrió el rostro con las manos-. Odio esto. Odio huir, tener miedo. Tengo que darle la vuelta a esto, Nick. No sé cómo, pero lo haré.
– Lo harás. Lo haremos juntos. Es demasiado para hacerlo sola.
– Quizá pueda pagarle lo que él crea que vale la perra.
Nick sabía ya lo suficiente sobre Ted para estar seguro de que el problema no se resolvería tan fácilmente.
– No creo que sea dinero lo que quiere.
– Lo dices porque sabes que no tengo -la joven hizo una mueca. Le tocó el brazo-. Te pagaré por todo lo que has hecho, Nick.
– Ahora vas a conseguir que me enfade -dijo él-. Mira, esperemos a ver qué dice Donald. Si todo sale como tú esperas…
– Saldrá.
– Si sale bien -repitió él-, ya veremos qué viene después.
– Ya estás hablando en plural otra vez -comentó ella, con un recelo del que él empezaba a cansarse.
Deseaba contestarle que sería mejor que se acostumbrara, pero como tampoco entendía muy bien su uso del plural, optó por guardar silencio.
Fueron con el coche hasta la oficina nueva de Donald y se quedaron sentados en el coche, mirándola.
– Bien -dijo Danielle con falsa alegría. Buscó la manija de la puerta, porque no quería que Nick viera lo nerviosa que estaba, aunque resultaba evidente en su cara-. Vamos allá.
Nick le puso una mano en el brazo.
– ¿Cómo conociste a Donald?
– Ah… -cansada de haber cometido un error tras otro, vacilaba en decírselo-. A través de Emma. Me lo presentó en una competición. Pero no creo que ella…
– ¿No lo crees?
– No -dijo Danielle con firmeza. Lo miró a los ojos-. Ella pensaba que estaba haciendo lo correcto. Lo creía de verdad. No volverá a entrometerse.
¿O quizá sí?
Lo cierto era que aquel era un mundillo pequeño, incestuoso casi, donde todos se conocían. El tema podía salir en una conversación cualquiera.
– Ten cuidado -dijo él con voz sombría.
Entraron juntos en el edificio. Danielle miró al hombre alto, callado, casi insoportablemente sexy que tenía al lado y se maravilló de que estuviera con ella.
– ¿En qué estás pensando? -preguntó él. Le puso una mano en la parte baja de la espalda, como si tocarla fuera lo más natural del mundo.
¿En qué estaba pensando? En que le gustaría que la tocara así siempre.
– En nada.
– Ajá.
Danielle levantó la vista, y la sonrisa de él la hizo tambalearse.
Nick la sujetó con fuerza hasta que recuperó el equilibrio.
– Gracias -susurró ella, apretándole la mano-. Pero algún día quiero ser yo la que esté a tu lado cuando me necesites.
Nick la miró sorprendido, como si nadie le hubiera ofrecido eso nunca.
– Puede que te tome la palabra -musitó.
Donald estaba de pie en el mostrador de recepción cuando entraron. El director artístico miró a Sadie, sin mostrar ninguna sorpresa al verla, y levantó la vista hasta Danielle.
Era un hombre pequeño, fuerte y bronceado, con una expresión no demasiado feliz.
– Danielle… ¡qué sorpresa!
La joven le estrechó la mano y pensó que no parecía nada sorprendido.
– Tengo una cita.
– Sí, justamente estaba mirando mi agenda -miró a la recepcionista-. Al ver a Sadie, he sabido que eras tú.
No se alegraba de verla. Danielle, incómoda ya, miró a Nick, que observaba atentamente a Donald. A pesar de ser una mujer que se enorgullecía de su recién adquirida independencia, no pudo reprimir un gesto de alivio por tenerlo a su lado.
– La última vez que te vi, me dijiste que podías conseguirle anuncios a Sadie.
– Sí, es cierto -el hombre acarició la cabeza de la perra, que lo miró fijamente-. Pero eso fue antes.
– ¿Antes?
Donald miró a Nick y luego a Danielle.
– ¿Dónde está Ted?
– No sé -repuso amablemente la joven. Señaló al hombre que la acompañaba-. Este es Nick Cooper -observó cómo se estrechaban la mano, midiéndose mutuamente-. ¿Qué querías decir con eso de antes?
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