– No quiero meterme en medio.

– ¿En medio?

– Entre Ted y tú.

– No hay medio -dijo Danielle con cautela-. Ahora se trata de Sadie. Y de mí.

– ¿Estás segura?

– Donald, dímelo sin tapujos. Sí o no. ¿Te interesa trabajar con Sadie?

– Hablemos aquí -los precedió a un despacho amplio, donde había aún muchas cajas de mudanza, y sostuvo la puerta para que pasaran. Pero cuando Sadie se acercó al umbral, la detuvo-. Solo personas -sonrió a Danielle y le tomó la correa-. Estará perfectamente ahí fuera, con la recepcionista.

Antes de que la joven o Nick tuvieran tiempo de responder, cerró la puerta, dejándolos en el despacho. Solos.

Danielle se mordió el labio inferior y miró la puerta.

– No, esto no va bien. Aquí pasa algo.

– Y que lo digas -Nick se acercó a la puerta-. No perderemos a Sadie de vista.

Pero la perra no estaba en el mostrador de recepción, y Donald tampoco.

Los dos corrían por un pasillo y el hombre iba marcando un número en su teléfono móvil.

Nick lanzó un silbido y sucedió algo increíble. Sadie se detuvo de golpe y giró el cuello para mirarlo.

Su movimiento tensó la correa, y Donald se detuvo. El teléfono móvil cayó de sus dedos y rebotó en el suelo de baldosas.

Mostró una sonrisa forzada, pero antes de que pudiera decir nada, Nick se hizo con el móvil. Se volvió a Danielle con expresión de disgusto.

– Adivina.

– ¿El mismo número al que llamaba Emma?

– ¡Bingo! -Nick tomó la correa de Sadie y se la pasó a la joven-. Aquí tienes el premio. Un perro para toda la vida. O hasta que te mate a ti, lo que suceda primero.


Sonó el teléfono y Ted contestó en el acto, seguro de que se trataba de la llamada que le devolvería a Danielle.

– Yo no quería meterme en esto -le llegó la voz de Donald-. ¿Cómo demonios he terminado aquí, Ted?

– Por dinero. Te hizo cambiar de idea muy deprisa. ¿Qué sucede?

– Ella va con un tal Nick Cooper. Sé que querías saberlo, pero me siento raro diciéndotelo. Como si estuviera espiando a Danielle.

– Sí, sí.

– Llevan la perra con ellos -prosiguió el otro de mala gana-. Mira, Ted, yo…

– Gracias -repuso este con cortesía. Colgó el teléfono, cegado por la furia.

Lo había abandonado, lo había dejado de verdad.

Pero no importaba. Sabía adonde iría ella ahora. A buscar papeles que solo el criador de Sadie podía darle. Los papeles que podían limpiar su nombre.

La rabia seguía atormentándolo. Si hubiera vuelto con él, no necesitaría limpiar nada. Estaba harto de perder cosas. Su casa. Su dinero.

El respeto.

Y esa idea le hizo lanzar el teléfono al otro lado del cuarto.


Danielle y Nick volvieron al hotel en medio de un silencio sombrío. Él apretaba el volante con fuerza, con expresión amenazadora.

La joven pensó que seguramente se sentiría atrapado con ella.

¿Qué iba a hacer? Solo entendía de perros, y aunque era magnífica en su trabajo, eso no importaba. Aunque pudiera aclarar el tema del robo, el daño ya estaba hecho. Nadie en su sano juicio la contrataría ahora.

Y no entendía cómo había podido meter en aquel lío al hombre más increíble, más guapo y más sexy del mundo. Se había metido en su vida y permitido que la ayudara, que la protegiera. Que cuidara de ella.

¡Vaya con su autosuficiencia!

Eso tenía que cambiar.

– Voy a entregarme -dijo con suavidad cuando él aparcó en el hotel y apagó el motor.

– Por encima de mi cadáver -repuso él, con tal gentileza y amabilidad que ella tardó en darse cuenta.

– Es mi decisión, Nick. Esto no puede continuar.

El hombre sacó las llaves y se volvió hacia ella con aire protector.

– Tienes razón -dijo-. No puede continuar. ¿Tienes algún plan?

– Todavía no -confesó ella, odiando el hecho de no tenerlo-. Pero puedo…

– Podemos. Sea lo que sea, habla en plural.

A Danielle le dio un vuelco el corazón. No estaba preparada para aceptar aquel plural, pero tenerlo a su lado la hacía sentirse segura y protegida. Dos cosas que faltaban bastante en su vida.

– Tú tienes tu vida. No puedes seguir haciendo esto eternamente.

– Nadie puede seguir haciendo esto eternamente.

– Nick…

– No pienso irme, Danielle. No hasta que estés bien. No me lo pidas.

– Tengo que hacerlo.

Los ojos de él se oscurecieron.

– ¿Es eso lo que quieres?

– Estoy segura de que los dos lo queremos.

– No hables por mí -repuso él con cierto mal genio-. Te lo pregunto a ti. ¿Es eso lo que de verdad quieres?

– Sí -susurró ella; se cubrió los ojos-. ¡Dios mío, sí! -volvió a mirarlo. Él se había apresurado de tal modo a ocultar su sorpresa y dolor que no estaba segura de haberlos visto-. Es lo mejor, Nick, para que tú vuelvas a tu vida.

– Nunca me ha gustado lo que era lo mejor para mí -repuso él. Y algo se calentó en el interior de ella-. Supongo que te das cuenta de que Ted sabe que estás en esta zona.

– Sí -se esforzaba por no ceder al pánico, no mirar por encima del hombro cada vez que oía un ruido.

– Nos iremos del hotel y buscaremos otro sitio al que ir mientras pensamos lo que podemos hacer.

– Eso son muchos plurales.

– Sí -la retó con la mirada a decir algo más, y ella de pronto ya no quiso hacerlo.

Y eso, el no querer, la sorprendió.

– La verdad es que esos plurales no están tan mal -comentó.

Nick enarcó las cejas y le dedicó una de aquellas sonrisas lentas y sensuales que siempre la afectaban al tiempo que la abrazaba.

– ¿Dónde no están tan mal? -susurró.

Le mordisqueó la oreja y ella echó la cabeza a un lado para darle más espacio.

– Ahora por ejemplo -ronroneó-. Este es un buen plural.

– Mmmm -subió sus dedos por las costillas de ella-. ¿Ahora te empiezan a gustar?

– Por el momento… Pero solo porque me gusta cómo besas -le advirtió sin aliento.

El hombre sonrió.

– Puedo vivir con eso.

– Y para que lo sepas… -se interrumpió con un gemido porque la mano de él tocó un punto de su cuello que la hizo encogerse-, cuando dejes de besarme, terminaré con lo de los plurales.

El hombre soltó una carcajada y la atrajo hacia sí.

– Procuraré recordarlo, tesoro. Procuraré recordarlo.


– ¿Cuál es el plan? ¿Conducir hasta donde se acabe la gasolina?

Nick sonrió.

– Eres una planificadora excelente. Desconocía esa cualidad tuya.

– Hay muchas cosas que no sabes de mí -Danielle le devolvió la sonrisa desde el asiento del acompañante, pero él la conocía ya lo bastante bien como para ver que estaba nerviosa.

¿Qué había en ella que lo impulsaba a tranquilizarla y protegerla? Le puso una mano en la rodilla, necesitaba su contacto de un modo que ya no le sorprendía.

– Lo que me recuerda que me gustaría saber más cosas de ti -comentó.

– ¿Aparte de que sea una mujer perseguida por la ley?

Su risita no lo engañó. Estaba asustada y nerviosa y a él lo irritaba pensar que hubiera llegado a ese punto en su vida.

– ¿Qué has hecho desde el instituto? -preguntó con idea de distraerla. Y si de paso se abría a él, mucho mejor-. Aparte de entrenar perros, claro. ¿Universidad? ¿Viajar? ¿Qué?

– No fui a la universidad -miró por la ventanilla-. No tenía dinero para eso y mis notas no eran excepcionales. Como tenía que trabajar por la noche, me costaba trabajo sacar los cursos.

Nick sabía que sufría dificultades económicas en aquella época, y se odió por hacerla recordar aquello.

– Me sorprende que te quedaras aquí.

La mujer se encogió de hombros.

– He viajado. Como entrenadora de perros de personas ricas y aburridas, he llevado a animales a competiciones de todo el país, y ha sido divertido.

– ¿Ha sido?

La mujer le dedicó una sonrisa triste que fue como una puñalada en su corazón.

– No creo que nadie vuelva a contratarme después de esto.

– ¿Hay alguna otra cosa que también te guste hacer?

La joven observó el campo que pasaba a su lado.

– En este momento seguramente aceptaré cualquier empleo, pero porque tengo que comer.

A Nick se le encogió el estómago. Él no era rico, pero nunca había tenido que preocuparse de cosas como un techo o comida. Había crecido con pocas preocupaciones y unos padres que lo apoyaban y se habían encargado de darle educación y seguridad en sí mismo para afrontar la vida.

Danielle tenía también un medio de vida, se había defendido sola desde mucho antes que él. ¿Pero cuántas personas habían creído en ella y la habían alentado?

– Cuando encuentre un lugar donde instalarme de modo permanente, me gustaría ahorrar e ir a la universidad -dijo ella. Lo miró para ver su reacción. Casi como si esperara que la desanimara-. Quiero ser veterinaria.

Nick sonrió.

– Serás una veterinaria estupenda.

– ¿Si?

– Oh, sí. Tienes lo que hace falta -amplió la sonrisa-. Y sabes tratar a los pacientes.

La mujer le devolvió la sonrisa, menos nerviosa que antes.

– Yo también creo que sería buena. Puedes buscarte un perro y venir a verme de vez en cuando para las revisiones.

Aquel comentario sirvió para recordarle a Nick que antes o después tendrían que separarse.

Él volvería al trabajo que ya no estaba seguro de querer, y ella empezaría una vida nueva.

Una vida nueva bastante lejos. Tal vez sus caminos no volvieran a cruzarse en otros quince años.

No le gustaba el modo en que aquel pensamiento hacía que se le encogiera el estómago.

– No me gustan mucho los perros -miró a Sadie por el espejo retrovisor y, curiosamente, sintió una punzada ante la idea de no volver a verla.

No había duda. Se estaba reblandeciendo.

– Cuando trabajo, estoy siempre de viaje. No podría mantener un animal -notó que ella lo observaba con atención y se preguntó qué veía cuando lo miraba así. Volvió la cabeza hacia ella-. ¿Qué?

– ¿Echas de menos tu trabajo?

– Por supuesto -repuso él automáticamente, pero aunque las palabras salieron de sus labios, no las creyó del todo-. No estoy seguro -confesó-. Llevo tanto tiempo soltando adrenalina, que he olvidado lo que es pararse un poco a oler las rosas.

– No te has parado desde que entré por tu puerta.

– Cierto -soltó una carcajada-. Pero este ritmo es casi un descanso comparado con lo que ocurre cuando trabajo. Y si he de ser sincero, esto de relajarse es… agradable.

– ¿Qué harías si no te dedicaras a viajar por el mundo en busca del siguiente artículo?

– No lo sé.

– ¿Crees que estás en una crisis de madurez, Nick?

– Muérdete la lengua. No estoy preparado para la edad madura. Además, todavía me quedan dos semanas de vacaciones para pensarlo.

– Yo no pienso usar tus dos semanas… tal vez el resto del día.

– Cooper's Corner -dijo él de pronto-. Quiero llevarte allí.

– ¿Adónde?

– Está un par de horas al norte de aquí. No muy lejos. Tengo un par de primos allí. Van a abrir una posada.

La mujer frunció el ceño.

– Yo estaba pensando en alejarme bastante más.

Sí, Nick ya lo sabía, pero no le gustaba la idea de que se fuera lejos, posiblemente a otro estado, completamente sola y sin nadie a quien acudir.

Danielle se mordió el labio inferior pensativa.

– Pero quiero ir a ver a la mujer a la que le compré a Sadie. Y también vive en el norte.

– De acuerdo, nos quedaremos en Cooper's Corner mientras lo haces.

– Y después me iré.

Y después se iría. ¿Pero cómo iba a poder él dejarla marchar?

– Danielle… -la miró un instante y volvió de nuevo la vista a la carretera-. Te presentaré a mi prima Maureen. Antes era policía.

Danielle se puso tensa.

– Nick…

– Es buena, Danielle.

– No. Nada de policías. Prométeme que no se lo dirás.

– Danielle…

– Promételo, Nick.

– Está bien. No se lo diré hasta que sea necesario.

– No será necesario.

El hombre sintió un tic muscular en la mandíbula. Nunca había tenido ese tipo de problemas de estrés.

Pronto volvería al trabajo. A viajar. A buscar noticias.

Y se acabarían los tics en la cara.

¿Por qué entonces no era feliz?

Capítulo Doce

Cooper's Corner estaba situado en el corazón de las colinas del norte de Berkshire. Tal y como Nick había prometido, era una aldea rural pintoresca, clásica de Nueva Inglaterra. Una calle principal con pequeñas tiendas y una heladería en una esquina.

– Típico USA -dijo Danielle con una sonrisa cuando cruzaron el pueblo.

– No dejes que los de aquí te oigan decir eso -el advirtió Nick; sonrió a su vez-. Se creen que son originales.

En el pueblo abundaban el encanto y la personalidad. En las calles viejas había grandes árboles que parecían llevar allí muchas generaciones. Las aceras tenían bultos debidos a las raíces de los árboles y las fachadas de las tiendas antiguas habían sido pintadas con colores en otro tiempo brillantes y apagados ya por el tiempo. El sol daba brillo a todo el conjunto y Danielle contuvo un momento el aliento y dejó que ese resplandor alcanzara las profundidades de su alma.