– Ya lo sé. A veces, a mí también me ocurre.
Contemplaron el cielo, que iba tornándose azul y, en un momento dado, Charles preguntó:
– ¿Qué es lo que más añoras?
– Oh… -Eran tantas cosas que, en ese momento, no pudo elegir una.
– Ir a patinar y las visitas el día de Año Nuevo, y las excursiones en verano. Todo lo que solíamos hacer con los amigos. Aquí, lo único que hacemos es trabajar, dormir, trabajar de nuevo y dormir de nuevo. No hay… no hay alegría, no hay vida social.
Charles guardó silencio. Por fin, dijo:
– Yo también lo echo mucho de menos.
– ¿Qué es lo que más echas de menos?
– A mi familia.
– Oh, Charles… -Se sintió torpe por preguntarlo, pues sabía cuan solitaria se sentiría ella si, de pronto, estuviese a unos tres mil doscientos kilómetros de papá y mamá, y de Frankie-. Pero nosotros estamos aquí, siempre que nos necesites -agregó, porque era cierto.
No podía imaginar la casa sin Charles casi todos los domingos por la noche. Advirtió demasiado tarde el ruego en sus ojos y supo que le tomaría la mano. Cuando lo hacía, no sentía más excitación que cuando tenía seis años, él nueve y la escoltaba por una calle de Philadelphia, con las madres de ambos detrás, empujando cochecitos de niño.
– Tengo una idea -dijo Charles de pronto, iluminándose-. Si echas de menos las excursiones de Philadelphia, ¿por qué no hacemos una?
– ¿Nosotros dos solos?
– ¿Por qué no?
– Oh, Charles… -Retiró la mano y apoyó de nuevo la cabeza en la pared-. Casi no me alcanza el tiempo para lavar, planchar, preparar la cena y atender a mamá cuando es mi turno.
– Existen los domingos.
– No porque sea domingo dejamos de cenar.
– Sin duda, podrás disponer de un par de horas. ¿Qué te parece este domingo? Yo llevaré la comida. Y tomaremos el calesín negro de tu padre, ese que es para dos, iremos por las colinas, beberemos zarzaparrilla y nos tenderemos al sol como un par de lagartos perezosos. -Llevado por el entusiasmo, la tomó de las manos-. ¿Qué dices, Emily?
Salir, aunque fuera sólo una tarde, parecía tan maravilloso que no fue capaz de resistir.
– Oh, está bien. Pero no podré salir hasta haber dado de comer a los demás.
Extasiado, Charles le besó las manos con delicadeza, sólo para conservar el ánimo alegre. Pero cuando alzó la cabeza, le apretó los dedos con más fuerza y la expresión de sus ojos se intensificó.
"Oh, no lo estropees, Charles", pensó.
– Emily -rogó en voz queda, llevándose una de las manos a los labios.
El cielo adquirió un tono azul oscuro y no había nadie cerca que pudiera presenciar lo que sucedía en la sombra de la honda galería cuando la tomó en sus brazos, la acercó y posó su boca sobre la de ella. Emily cedió, pero el contacto de los labios tibios y el bigote cosquilleante la hizo pensar: "¿Por qué tengo que conocerte de toda la vida? ¿Por qué no serás un misterioso extraño que entró galopando al pueblo y me echó una segunda mirada que me hizo tambalear sobre los pies? ¿Por qué el aroma de virutas de madera de tu piel y del tónico del cabello son demasiado familiares para resultar excitantes? ¿Por qué te quiero del mismo modo que a Frankie?"
Cuando el beso terminó, el corazón de Emily percutía con el mismo ritmo tranquilo que si acabara de despertarse, desperezándose tras una larga siesta.
– Charles, ahora tengo que entrar.
– No, todavía no -murmuró, sujetándola de los brazos.
Emily bajó la barbilla, para que no la besara otra vez.
– Sí, Charles… por favor.
– ¿Por qué siempre te apartas?
– Porque no es correcto.
El joven soltó un suspiro trémulo y la soltó.
– Está bien… pero haré los preparativos para el domingo.
La acompañó hasta la puerta y Emily sintió la renuencia de Charles a marcharse, a regresar a su propia casa vacía. Experimentó un desagradable sentimiento de culpabilidad por no poder expresar los sentimientos que él esperaba de ella, por no poder llenar el vacío dejado por la familia, por el hecho de que no le gustaran el bigote y la barba, cuando estaba segura de que a otras mujeres les resultarían atractivos.
Cuando se interrumpió y se volvió hacia ella, supo que él quería besarla otra vez, pero se escabulló dentro antes de que pudiese hacerlo.
– Buenas noches, Charles -dijo, a través de la puerta de alambre.
– Buenas noches, Emily. -Se quedó mirándola, almacenando su decepción-. Terminaré por conquistarte, ¿sabes?
Mientras lo veía cruzar el porche, tuvo la desoladora sensación de que tenía razón.
Arriba, Edwin estaba leyéndole a Josephine Cuarenta mentirosos y otras mentiras, de Edgar Wilson Nye, aunque sabía que la mente de su esposa estaba muy lejos de la humorística descripción del Oeste que hacía Nye.
– "… dejando una hilera de ponies manchados a lo largo del arroyo, donde…
– Edwin -lo interrumpió, mirando al techo.
El hombre bajó el libro y la miró con ansiedad.
– ¿Qué, querida?
– ¿Qué vamos a hacer? -murmuró.
– ¿Cómo?
Dejó el libro, se levantó del catre y fue a sentarse en el borde de la enorme cama.
– Sí. ¿Qué vamos a hacer desde ahora hasta que me muera?
– Oh, Josie, no…
Hizo un gesto para acallarlo.
– Ambos lo sabemos, Edwin, y tenemos que hacer planes.
– No lo sabemos. -Sostuvo los dedos blancos, frágiles, y los apretó-. Mira lo que le pasó a Stetson.
– Ya hace más de un año que estoy aquí y sé que no seré tan afortunada como Stet… -Un espasmo de tos la dobló y la hizo estremecerse como una caña que se sumerge. Su marido la palmeó en la espalda y se inclinó más cerca.
– No hables más, Josie. Ahorra el aliento… por favor.
La tos arrasadora siguió durante dos minutos completos hasta que cayó de espaldas, exhausta. Edwin le apartó el cabello de la frente sudorosa y contempló el rostro lívido, mientras su propio semblante manifestaba la desesperación por su impotencia en ayudarla de algún modo.
– Descansa, Josie.
– No -logró decir, aferrándole la mano para que no se alejara-. Escúchame, Edwin. -Se esforzó por controlar la respiración, inhalando grandes bocanadas de aire, como reserva para decir lo que tendría que decir-. Ya no volveré a bajar y los dos lo sabemos. Apenas tengo fuerzas para comer sola… ¿cómo podría ocuparme de las tareas de la casa otra vez? -Otro acceso de tos la interrumpió, hasta que reanudó la lucha, recuperando las fuerzas para continuar-: No es justo esperar que los niños hagan mi parte y también me cuiden a mí.
– No les molesta hacerlo y a mí tampoco. Estamos arreglándonos b…
La esposa le apretó la mano, sin fuerzas, y posó en él sus ojos hundidos, como suplicándole indulgencia.
– Emily tiene dieciocho años. Hemos depositado una carga muy pesada sobre sus hombros. Preferiría que… -Se interrumpió otra vez para respirar-. Preferiría trabajar en el establo contigo y además necesita tiempo para estudiar, para completar el curso del doctor Barnum. ¿Es justo, acaso, esperar que sea ama de casa y enfermera, además?
No tuvo respuesta. Edwin se quedó acariciándole la mano blanca de venas azules, contemplándola, con la desdicha apretándole la garganta.
Josephine prosiguió:
– Creo que Charles la pidió en matrimonio y lo rechazó por mi causa.
No podía negarlo, sabía que lo que su esposa decía era cierto, aunque Emily jamás lo admitiría ante ninguno de los dos.
– Es una buena chica, Edwin, una hija cariñosa. Te ayudará a ti en el establo y a mí en la casa, hasta que Charles se canse de esperar y se lo pida a otra.
– Eso nunca pasará.
– Quizá no. Pero imagina que Emily quisiera darle el sí de inmediato. ¿No comprendes que tendría que estar cuidando su propia casa, a sus propios hijos, en lugar de cuidarnos a Frankie, a ti y a mí?
Edwin no tuvo respuesta.
– Mírame.
Lo hizo, con el semblante alargado por la pena.
– Me moriré, Edwin -murmuró-, pero tal vez transcurra… algo de tiempo todavía. Y no será fácil… para ninguno de vosotros y menos aún para Emily. Debería tener… derecho a aceptar a Charles, ¿no te das cuenta? Y Frankie todavía necesita la mano fuerte de una mujer, hace falta cuidar la casa… preparar comida bien hecha, y tú… no tendrías que ocuparte, por turno, de lavar la ropa y freír pescado… de modo que le escribí a Fannie y le pedí que viniese.
A Edwin le pareció que un rayo de fuego le estallaba en las entrañas.
– ¿Fannie? -Parpadeó, y enderezó la espalda-. ¿Te refieres a tu prima, Fannie?
– ¿Conocemos a alguna otra?
Saltó de la cama, de cara a la puerta del balcón, para ocultar el rostro encendido.
– Pero ella tiene su propia vida.
– No tiene ninguna vida; sin duda, se puede leer entre líneas en las cartas.
– Al contrario, a Fannie le interesan tantas cosas, y… tiene amigos, caramba, ella…
Edwin tartamudeó y se calló, sintiendo que la sangre se le aceleraba en las venas ante la sola mención de ese nombre.
Tras él, Josephine dijo en voz suave:
– La necesito, Edwin. Esta familia la necesita.
El hombre giró y le replicó:
– ¡No, no aceptaré a Fannie!
Por un momento, Josephine lo miró fijamente y Edwin se sintió alternativamente tonto y transparente. Todos esos años le había ocultado la verdad y no se arriesgaría a que lo descubriese ahora, cuando estaba expuesta a tanto sufrimiento. Hizo un esfuerzo para calmarse y serenó el tono:
– No quiero obligar a Fannie a decir que sí sólo porque tú eres pariente. Y sabes que eso es lo que haría, sin vacilar.
– Me temo que es demasiado tarde, Edwin… Ya ha aceptado.
El susto lo hizo palidecer. Sintió los dedos ateridos y el pecho contraído.
– Hoy ha llegado la carta.
Josephine le entregó el sobre y Edwin lo miró como si estuviese vivo. Tras un largo silencio se acercó, remiso.
Josephine vio que recuperaba el color a medida que leía la respuesta de Fannie. Vio cómo intentaba disimular sus sentimientos, pero las orejas y las mejillas adquirían un brillante color rojo y la nuez de Adán se movía. Viéndolo, lamentó los años de matrimonio con un hombre que jamás había amado. Edwin, mi galante y noble esposo, nunca sabrás cuánto me esforcé por hacerte feliz. Quizá, por fin haya encontrado la manera de hacerlo.
Cuando terminó de leer, plegó la carta y se la devolvió, incapaz de disimular el reproche en la expresión y el tono.
– Tendrías que haberme consultado antes, Josephine.
Sólo la llamaba Josephine cuando estaba demasiado molesto. De lo contrario, le decía Josie.
– Sí, ya lo sé.
– ¿Por qué no lo hiciste?
– Por el mismo motivo que tú estás expresando.
Edwin metió las manos en los bolsillos traseros, temeroso de que ella notara cómo temblaban.
– Es una mujer de ciudad. No es justo pedirle que venga aquí, a este pueblo perdido. Los chicos y yo podemos ocuparnos. O, tal vez, pueda contratar a alguien.
– ¿A quién?
Los dos sabían que ahí, en ese pueblo de vaqueros, las mujeres escaseaban. Las que tenían la edad apropiada pasaban muy poco tiempo solteras, hasta que tenían su propio marido y su propia casa. No encontraría en Sheridan ninguna dispuesta a trabajar como enfermera y ama de casa.
– Ven, Edwin… siéntate a mi lado.
La complació a desgana, con la vista fija en el suelo. Josie le tocó la rodilla, en uno de los raros gestos de intimidad, y le tomó la mano.
– Prométeme esto, por favor… Libera a los chicos de la carga que yo les he acarreado… y también a ti. Cuando llegue Fannie, dale la bienvenida. Creo que ella nos necesita tanto a nosotros como nosotros a ella.
– Fannie nunca necesitó a nadie.
– ¿No?
Edwin se sintió confundido por las emociones: el temor más grande jamás experimentado, y en la misma medida, una euforia sin límites ante la perspectiva de ver otra vez a Fannie; rencor con Josie por ponerlo en posición tan desairada; alivio de que, al fin, ella hubiese hallado una solución para la situación doméstica; una sensación de ambigüedad encubierta que, sin duda, pondría en práctica desde el mismo instante en que Fannie Cooper pisara la casa; la decisión de que, pasara lo que pasase, jamás traicionaría sus votos matrimoniales.
– ¿Dónde piensas instalarla?
– Con Emily.
Edwin permaneció en silencio largo rato, absorbiendo el choque, tratando de imaginarse acostado en ese cuarto, en el catre, todas las noches, sabiendo que Fannie estaba al otro lado del pasillo. No podía hacer nada, ella ya estaba en camino en ese mismo momento, mientras él sentía un nudo en el estómago y los músculos de las piernas tensos. Llegaría en diligencia dentro de esa semana y él la recogería en el hotel, y fingiría que no había conservado el recuerdo resplandeciendo en su corazón durante veintidós años.
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