– Si no te das prisa, seré menos maternal al gritarte.

– Está bien. Ya voy.

Acto seguido, con cuidado de que no las vieran, entraron en la cocina del Wild Cherries y se escabulleron por detrás de la barra. Ya en el cuarto de baño, Sam se acercó al lavabo y se miró al espejo. El reflejo no mentía; tenía el pelo enredado y no llevaba maquillaje.

– Empieza a arreglarte; estás hecha un asco -dijo su supuesta mejor amiga, señalando el agua fría que salía del grifo.

– De verdad que me debes una.

Sam maldijo, pero se sacudió la arena del cuerpo y metió la cabeza bajo el agua para quitarse la sal del pelo. Después pidió una toalla y empezó a secarse.

– Recuerda que no debes hablar con la prensa.

– Lo recuerdo -afirmó Sam, descolgando el vestido negro de fiesta que tenía en el ropero del baño-. Lo que no recuerdo es que me hayas dicho si es atractivo o no.

Lorissa la miró a los ojos a través del espejo mientras Sam se ponía el estrecho vestido sobre el biquini y se calzaba unas sandalias de tacón de las que sus compañeros de surf se habrían reído, sabiendo que, como mucho, tendría media hora de comodidad antes de que sus pies se convirtieran en un infierno de ampollas.

– No puedes ponerte el biquini debajo del vestido -dijo Lorissa.

– ¿Cuánto te apuestas a que sí?

– Se ven los tirantes.

– De acuerdo.

Sam levantó los brazos, se quitó la parte de arriba, aún húmeda, y la guardó en el bolso.

– Por si acaso -añadió.

– ¿Por si acabas nadando en el club de campo Palisades?

Cuando se había enterado del lugar al que iban, Sam lo había buscado en Internet y había visto que era el lugar más elegante de la ciudad. Imaginaba que debían de servir caviar y cócteles que ni siquiera sabría pronunciar. Se tocó el pelo mientras se echaba otro vistazo en el espejo. No estaba bien.

– Debería secármelo, ¿verdad?

– El secador se rompió hace seis meses, y no te compraste otro.

– No importa -afirmó Sam, haciéndose un moño y buscando algo con qué sujetárselo.

Lorissa puso los ojos en blanco y se quitó el broche que llevaba para ofrecérselo,

– Maquillaje -dijo.

Samantha sabía que no era una petición y levantó la cara para que su amiga pudiera ponerle colorete, rímel y brillo de labios.

– Quédate con el brillo y ponte un poco de vez en cuando. No te olvides, por favor. Ahora, sal y…

En aquel momento se oyó que llamaban a la puerta y una voz masculina preguntaba:

– ¿Hay alguien ahí?

Sam miró a Lorissa en el espejo y arqueó una ceja.

– Disculpa -insistió él, detrás de la puerta.

– Un encanto de tipo -murmuró Sam entre dientes.

– Estoy segura de que sólo…

Sonó otro golpe a la puerta.

– ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

– Tiene prisa -concluyó Lorissa, en voz baja.

– Más le vale ser atractivo -declaró Sam, antes de abrir la puerta.

Y de toparse cara a cara con el hombre con el que saldría aquella noche. O, mejor dicho, con el amplio pecho del hombre con el que saldría.

– Creo que ese aspecto lo tiene cubierto -le susurró Lorissa al oído.

Mientras levantaba la cabeza para mirarlo a la cara, Sam pensó que era una suerte que fuera bastante alta, porque él debía de medir casi dos metros.

– Bueno -dijo él, con evidente alivio mientras le recorría el cuerpo con la mirada-. Estás lista.

El hombre le tendió el brazo, pero ella no lo tomó.

– No salgo con desconocidos -declaró. Él pareció sorprendido, como si lo impresionara que no supiera quién era.

– Jack Knight.

Sam tenía que reconocer que no era un mal nombre. De hecho, le sonaba vagamente.

– Sam O’Ryan.

– Sí, lo sé. Encantado de conocerte.

Jack llevaba un esmoquin negro y, para alivio de Sam, no era feo ni gordo. En realidad, Lorissa lo había definido bien. Era atractivo. Era moreno y de ojos oscuros; tenía una boca grande y sensual que, aunque en aquel momento no sonreía, parecía tener posibilidades; y una mandíbula pronunciada, con la barba ligeramente crecida. Todo encima de un cuerpo largo, delgado y fuerte. Sam no podía negar que el conjunto resultaba muy agradable.

No era que se dejara llevar por las apariencias, pero de camino al baño había visto el Escalade negro aparcado en la puerta. No cabía duda de que era rico, y, como le había dicho a Lorissa, los ricos no solían dar mucho de sí, por lo que no tenía grandes esperanzas.

Sin embargo, se había comprometido a salir con él aquella noche. Miró de reojo a Lorissa por última vez, puso la mano en el brazo de Jack y dejó que la escoltara fuera del café.

– Tal vez deberíamos haber quedado en un lugar más seguro que éste -dijo Jack, mientras salían del local.

El aire exterior no estaba más fresco que el del cuarto de baño, pero Sam no dijo nada al respecto, porque la había descolocado con el comentario sobre la seguridad. Se volvió a mirar el cartel del Wild Cherries, que ella misma había pintado cinco años atrás, cuando le había comprado el local a Red.

– Es perfectamente seguro -contestó.

– Ahora, puede ser, pero no quiero dejarte en un cuchitril apartado de todo cuando esté oscuro. Fuera no hay luces.

– Mira -le advirtió ella-. Este cuchitril es mío, y resulta que le tengo mucho aprecio, tenga luces o no.

Como no abría de noche, Sam jamás había sentido la necesidad de poner iluminación exterior.

Él la miró mientras abría el seguro del coche con el mando a distancia, pero ella le esquivó la mirada hasta que abrió la puerta y se volvió, bloqueándole el paso con sus largos brazos y sus anchos hombros.

Sin amedrentarse, Sam levantó la cabeza y arqueó una ceja, hasta que se dio cuenta de que no estaba tratando de intimidarla. No con aquellos ojos llenos de arrepentimiento.

– No quería decir…

– Olvídalo.

Sam no estaba dispuesta a bajar la guardia sólo por una mirada tierna; y menos cuando, por lo que sabía, aquel hombre podía estar lleno de artimañas encantadoras.

– No, en serio -insistió él, mirándola a los ojos-. Es obvio que te he dado una pésima primera impresión.

Ella no pudo evitar sonreír.

– ¿Y eso te importa?

– En realidad, no había planeado que me importara. Pero…

– ¿Pero?

Él le examinó las facciones detenidamente.

– He descubierto que sí me importa -reconoció, con una sonrisa sincera que le hizo sentir cosquillas en el estómago-. Quiero disfrutar de esta velada contigo.

– ¿Por qué? ¿Por qué soy relativamente atractiva?

– Yo diría que eres muy atractiva. Pero no; no quiero disfrutar de esta velada sólo porque hayas resultado ser una grata sorpresa, sino porque podríamos pasarlo muy bien.

– ¿Estás seguro de que dos personas que no querían hacer esto podrían disfrutarlo?

Jack agrandó la sonrisa, y a Sam se le aceleró el corazón.

– Sí, algo así.

– Deja de hacer eso -dijo ella, señalándole la boca.

– Que deje de hacer, ¿qué?

– Sonreír.

– ¿Por qué? ¿Tengo algo en los dientes?

Él no sólo sabía que no tenía nada, sino que era absolutamente consciente de lo guapo que era.

– Voy a ser sincera contigo -anunció Sam.

– Adelante.

– Tengo una larga y horrible historia con las citas a ciegas, y pensaba incluirte en el apartado de las peores, pero no puedo hacerlo cuando sonríes.

La sonrisa de Jack se hizo aún mayor.

– ¿En serio? A mí me pasa lo mismo -afirmó-. Tengo una idea. ¿Por qué no empezamos de nuevo? -Extendió la mano-. Hola, me llamo Jack Knight.

– No me comprometo a empezar de nuevo. Aún podrías convertirte en una cita a ciegas desastrosa.

– Sí -dijo él, frotándose la barbilla-. Puede que tengas razón.

Ella entró en el Escalade.

– Suelo tenerla.

Jack soltó una carcajada que la hizo estremecer.

– Algo me dice que esto va a ser mucho más interesante de lo que había imaginado.

– ¿Eso es bueno o es malo?

Él rodeó el coche, se puso al volante y la miró mientras encendía el motor.

– Aún no lo tengo claro.

– En ese caso, también lo dejaremos en el aire.

Acto seguido, Sam se puso el cinturón de seguridad y se preparó para la noche que le esperaba, pero con una leve sonrisa de anticipación en la cara.

Capítulo 2

En otros tiempos, los periodistas lo llamaban «Jack el Escandaloso».

No había pedido semejante apodo; había sido juzgado y condenado por la prensa amarilla, sin derecho a defenderse.

Aquella noche se había puesto el esmoquin con un único objetivo: pasar la noche con la menor cantidad de complicaciones y tan deprisa como fuera posible. Sin escándalos. Sin sorpresas. Sin nada. Sólo llegar, donar más dinero a la fundación con la que su querida hermana ayudaba a los niños pobres y marcharse alegremente.

Tenía que ser fácil, sobre todo teniendo en cuenta que el año anterior se había convertido en el maestro de la velocidad y la sencillez, al menos en lo relativo a las apariciones públicas. El truco era estar visible, pero no accesible. Simpático y profesional, pero no particularmente amable. Aunque era una habilidad que había adquirido a base de esfuerzo, era una regla que imaginaba que, de una forma u otra, todos los famosos acababan por aprender.

Lo único que tenía que hacer era llegar al club de campo con una acompañante para que, por lo menos durante una noche, su hermana dejara de molestarlo. Tal vez hasta se produciría un milagro y la prensa dejaría de perseguirlo, aunque Jack tenía serias dudas al respecto.

Aunque nunca había estado fuera del candelero, había conseguido que se olvidaran de lo de «Jack el Escandaloso». Había llegado a pensar que, al haberse retirado de la vida pública, la gente habría dejado de interesarse por él, pero la semana anterior había ido a un partido de los Dodgers con unos amigos y al ir al baño, un periodista lo había cegado con el flash de la cámara justo cuando estaba orinando, y encima le había pedido que le firmara un autógrafo. Jack había mirado el bolígrafo que le ofrecía y había tenido ganas de preguntarle si quería que se lo firmara antes o después de que terminara.

Cinco días después, todos los periódicos sensacionalistas decían que se había convertido en grosero y que se negaba a firmar autógrafos.

Era el problema de ser una estrella del baloncesto conocida por sus impresionantes saltos y su puntería infalible. No tenía intimidad en ninguna parte. Había pasado un año desde que la lesión de la rodilla lo había dejado fuera de la NBA y había provocado la rescisión de su contrato con los San Diego Eals. Un año.

Al principio, los paparazzi lo habían estado hostigando sin dar importancia al hecho de que la decisión de retirarse prácticamente lo había destrozado.

Y seguían persiguiéndolo sin darle tregua. No sabía si era porque los Eals no habían ganado el campeonato sin él o porque lo habían descubierto entrenando a unos jóvenes y pensaban que podía volver a jugar en la liga.

Pero aquello era impensable. Tenía la rodilla destrozada. Dos operaciones la habían dejado utilizable, pero no apta para un jugador de la NBA. Y, a decir verdad, había tenido que soportar tanto de la prensa, del público y de los entrenadores que no echaba de menos jugar tanto como para preocuparse por ello.

La gala de beneficencia de aquella noche, planeada meticulosamente por su filantrópica hermana, iba a ser una pesadilla para él. Aun así, había accedido a ir porque, por necio que pareciera, su sola presencia garantizaba dinero para los chicos a los que Heather se esforzaba tanto en ayudar. Aquel año estaba recaudando fondos para un nuevo centro recreativo, y él quería hacer cuanto estuviera en su mano para que aquellos chicos, a los que había estado entrenando como voluntario de la fundación, tuvieran un lugar donde hacer deporte y actividades después del colegio.

Miró de reojo a su acompañante mientras conducía por el paseo marítimo. Si su presencia servía para que Heather consiguiera dinero, la de Sam serviría para que él se ganara la aprobación de su hermana. Heather no sospecharía de Samantha O’Ryan. Tenía los ojos verdes y brillantes, los labios brillantes y la larga cabellera rubia peinada con un simpático moño, del que se escapaban algunos mechones que Jack se moría por tocar. Tenía un aspecto sofisticado y elegante, y a la vez descuidado, como si quisiera que la gente supiera que podía perder aquella imagen en cualquier momento. Si se lo preguntaban, a Jack le parecía increíblemente sensual. Era delgada, y el vestido negro que llevaba le realzaba tan bien las curvas, que tal vez pudiera sacar más provecho a la noche. Sin duda, tenía que darle las gracias a Cole.

– Te agradezco que hagas esto -dijo.

Ella se encogió de hombros y se inclinó hacia la ventana. A Jack lo conmovió ver el placer que le causaba sentir el viento en la cara.