Truhan

A mis queridísimos hijos,

Beatie, Trevor, Todd, Nick, Sam,

Victoria, Vanessa, Maxx y Zara,

que aportan amor y risas a mi vida,

me hacen ser honesta, me dan esperanza y

me inspiran para dar lo mejor de mí.

¡Los nueve sois mis héroes!

¡Os quiero muchísimo!

MAMÁ/D. S.


Truhán: una persona picara,

un bribón,

un granuja,

una persona joven, traviesa y juguetona.


Webster's New Collegiate Dictionary

Capítulo 1

El pequeño monomotor Cessna Caravan se inclinaba y se balanceaba de forma alarmante sobre las marismas, al oeste de Miami. El avión estaba a suficiente altura para que el paisaje pareciera de postal, pero el viento que entraba por la puerta abierta distraía a la joven agarrada al cinturón de seguridad, de modo que solo podía ver una inmensa extensión de cielo debajo de ellos. El hombre sentado detrás de ella le estaba diciendo que saltara.

– ¿Y si el paracaídas no se abre? -preguntó la muchacha, mirándole por encima del hombro con expresión aterrorizada. Era una rubia alta y hermosa, con un cuerpo espectacular y un rostro precioso. En sus ojos podía leerse el miedo.

– Confía en mí, Belinda, se abrirá -prometió Blake Williams con absoluta seguridad. Hacía años que el paracaidismo era una de sus mayores pasiones. Y siempre suponía una alegría para él disfrutarlo en compañía de alguien.

Belinda había aceptado saltar con él hacía una semana, mientras tomaban unas copas en un club nocturno privado muy prestigioso de South Beach. Al día siguiente, Blake contrató ocho horas de instrucción y un salto de prueba con los instructores para ella. Belinda ya estaba a punto de caer en sus brazos. Era solo su tercera cita, pero Blake había logrado que el paracaidismo sonara tan tentador que, tras su segundo cóctel, Belinda había aceptado, entre risas, la invitación de saltar en paracaídas con él. No sabía en lo que se metía, y ahora estaba nerviosa y se preguntaba por qué se habría dejado convencer. La primera vez que saltó, con los dos instructores que había contratado Blake, se había muerto de miedo, pero también había sido emocionante. Y saltar con Blake sería la experiencia definitiva. Se moría de ganas. Era tan encantador, tan guapo, tan extravagante y tan divertido que, aunque apenas lo conociera, estaba dispuesta a seguirlo y a probarlo prácticamente todo con él, incluso a saltar de un aeroplano. Pero en el momento en que él le cogió la cara y la besó, se sintió aterrorizada otra vez. La emoción de estar junto a él se lo puso más fácil. Tal como le habían enseñado durante las lecciones, saltó del avión.

Blake la siguió unos segundos después. La muchacha cerró los ojos con fuerza y gritó mientras caía libremente durante un minuto; entonces abrió los ojos y vio que le indicaba por gestos que tirara del cordón de apertura del paracaídas. De repente estaban planeando en un lento descenso hacia el suelo y él le sonreía y levantaba los pulgares en señal de triunfo. Belinda no podía creer que lo hubiera hecho dos veces en una semana, pero él era así de carismàtico. Blake podía lograr que la gente hiciera cualquier cosa.

Belinda tenía veintidós años y trabajaba como supermodelo en París, Londres y Nueva York. Había conocido a Blake en Miami, en casa de unos conocidos. El acababa de llegar de su casa de Saint-Bart con su nuevo 737 para reunirse con un amigo, aunque para el salto había alquilado un avión más pequeño con piloto.

Blake Williams parecía experto en todo lo que hacía. Era esquiador de clase olímpica desde la universidad; había aprendido a pilotar su jet, con la supervisión de un copiloto, dado su tamaño y complejidad. Y hacía años que practicaba el paracaidismo. Tenía extraordinarios conocimientos de arte y poseía una de las colecciones más famosas de arte contemporáneo y precolombino del mundo. Entendía de vinos, de arquitectura, de navegación y de mujeres. Disfrutaba con las mejores cosas de la vida y le gustaba compartirlas con las mujeres con las que salía. Poseía un máster en administración de empresas por Harvard y una licenciatura por Princeton; tenía cuarenta y seis años, se había jubilado a los treinta y cinco y dedicaba toda su vida al exceso y al placer, y a compartir la diversión con los demás. Era exageradamente generoso, tal como los amigos de Belinda le habían explicado, y la clase de hombre con el que cualquier mujer querría estar: rico, inteligente, guapo y entregado a la diversión. Pero, a pesar del enorme éxito que obtuvo antes de jubilarse, no había en él un gramo de mezquindad. Era el partido del siglo, y aunque la mayoría de sus relaciones de los últimos cinco años hubieran sido breves y superficiales, nunca acabaron mal. Las mujeres seguían queriéndolo, incluso después de que sus fugaces aventuras terminaran. Mientras flotaban en el aire hacia una franja muy bien elegida de playa desierta, Belinda le miró con los ojos rebosantes de admiración. No podía creer que hubiera saltado de un avión con él, aunque sin duda había sido la cosa más emocionante que había hecho en su vida. No creía que volviera a repetirlo, pero cuando sus manos se unieron en el aire, rodeados de cielo azul, supo que recordaría a Blake y ese momento el resto de su vida.

– ¿Verdad que es divertido? -gritó él, y ella asintió.

Todavía estaba demasiado abrumada para hablar. El salto con Blake había sido mucho más emocionante que el de días atrás con los instructores. Apenas podía esperar para explicar a todos sus conocidos lo que había hecho y sobre todo con quién.

Blake Williams era todo lo que la gente decía que era. Tenía encanto suficiente para gobernar un país y el dinero para hacerlo. A pesar de su terror inicial, Belinda estaba sonriendo cuando sus pies tocaron el suelo unos minutos después y los dos instructores que estaban a la espera le desabrocharon el paracaídas, justo cuando Blake aterrizaba unos metros detrás de ella. En cuanto se libraron de los paracaídas, él la abrazó y la besó otra vez. Sus besos eran tan embriagadores como todo lo relacionado con él.

– ¡Has estado fantástica! -dijo él, levantándola del suelo, mientras ella sonreía y reía en sus brazos. Era el hombre más excitante que había conocido.

– ¡No, tú eres fantástico! Jamás habría pensado que haría una cosa así; ha sido lo más emocionante que he hecho en mi vida. -Solo hacía una semana que lo conocía.

Los amigos de Belinda ya le habían advertido que no se planteara mantener una relación seria con él. Blake Williams salía con mujeres bellísimas de todo el mundo. El compromiso no estaba hecho para él, aunque antes sí. Tenía tres hijos, una ex mujer a la que quería con locura, un avión, un barco y media docena de casas fabulosas. Solo pretendía pasarlo bien y, desde el divorcio, nada indicaba que deseara establecerse. Al menos en un futuro próximo, lo único que quería era jugar. Su éxito en el mundo de la alta tecnología puntocom era legendario, como el de las empresas en las que había invertido desde entonces. Blake Williams tenía todo lo que deseaba, todos sus sueños se habían hecho realidad. Mientras se dirigían hacia el jeep que los esperaba, alejándose de la playa en la que habían aterrizado, Blake rodeó a Belinda con un brazo, la atrajo hacia él y le dio un beso largo y arrebatador. Fue un día y un momento que Belinda supo que quedarían grabados para siempre. ¿Cuántas mujeres podían jactarse de haber saltado de un avión con Blake Williams? Posiblemente más de las que ella imaginaba, aunque no todas las mujeres con las que él salía fueran tan valientes como Belinda.


La lluvia azotaba las ventanas de la consulta de Maxine Williams en Nueva York, en la calle Setenta y nueve Este. En más de cincuenta años no se había registrado una cantidad de lluvia tan elevada en Nueva York en noviembre. Fuera hacía frío, viento y el ambiente era desapacible, pero no en la acogedora consulta donde Maxine pasaba de diez a doce horas al día. Las paredes estaban pintadas de un amarillo claro y mantecoso, y decoradas con pinturas abstractas en tonos pastel. La habitación era alegre y agradable; los sillones mullidos donde la doctora se sentaba a hablar con sus pacientes resultaban cómodos y acogedores, y estaban tapizados en un tono beis claro. La mesa, moderna, austera y funcional, estaba tan organizada que daba la sensación de poder utilizarse para una operación quirúrgica. En la consulta de Maxine todo era pulcro y meticuloso. Ella misma iba perfectamente arreglada y sin un cabello fuera de sitio. Maxine tenía todo su mundo bajo control. Felicia, su secretaria, era igual de eficiente y responsable; trabajaba para ella desde hacía nueve años. Maxine odiaba el caos, cualquier apariencia de desorden y el cambio. En ella y en su vida todo debía ser tranquilo, ordenado y fluido.

El diploma enmarcado en la pared decía que había asistido a la facultad de medicina de Harvard y se había graduado con honores. Era psiquiatra, una de las más reconocidas en traumas, tanto en niños como adolescentes; una de sus subespecialidades eran los adolescentes suicidas. Trabajaba con ellos y con sus familias, a menudo con resultados excelentes. Había escrito dos libros de divulgación sobre el efecto de los traumas en los niños pequeños y había recibido buenas críticas. La invitaban a menudo a otras ciudades y otros países para que asesorara a las víctimas de desastres naturales o tragedias provocadas por el hombre. Había formado parte del equipo asesor para los niños de Columbine después del tiroteo en la escuela; era autora de varios artículos sobre los efectos del 11-S y había asesorado a varias escuelas públicas de Nueva York. A los cuarenta y dos años, era toda una especialista en su campo y, como tal, era admirada y reconocida por sus colegas. Rechazaba más ofertas para dar conferencias de las que aceptaba. Entre sus pacientes, las colaboraciones con organismos locales, nacionales e internacionales, y su propia familia, sus días y su calendario estaban repletos.

Era siempre muy estricta cuando se trataba de pasar tiempo con sus hijos: Daphne, de trece años; Jack, de doce y Sam, que acababa de cumplir los seis. Como madre divorciada, se enfrentaba al mismo dilema que cualquier madre trabajadora: intentar compaginar sus responsabilidades familiares y su trabajo. No recibía prácticamente ninguna ayuda de su ex marido, que solía aparecer como un arco iris, apabullante y sin avisar, para desaparecer poco después. Todas las responsabilidades relacionadas con sus hijos recaían única y exclusivamente sobre ella.

Maxine miraba por la ventana pensando en ellos, mientras esperaba que llegara el siguiente paciente, cuando sonó el interfono de la mesa. Supuso que Felicia iba a anunciarle que su paciente, un chico de quince años, estaba a punto de entrar. En cambio, la secretaria dijo que su marido estaba al teléfono. Al oírlo, Maxine frunció el ceño.

– Mi ex marido -recordó. Hacía cinco años que Maxine y los niños estaban solos y, en su opinión, se las arreglaban muy bien.

– Perdona, siempre dice que es tu marido… olvido que… -Blake resultaba encantador y simpático, e incluso le preguntaba por sus novios y su perro. Era de esas personas que no podías evitar que te gustaran.

– No te preocupes, a él también se le olvida -comentó Maxine secamente y sonrió al descolgar el teléfono.

Se preguntó dónde estaría en ese momento. Con Blake nunca se sabía. Hacía cuatro meses que no veía a sus hijos. En julio se los había llevado a ver a unos amigos en Grecia, aunque prestaba su barco a Maxine y a los niños en verano. Los chicos querían a su padre, pero también sabían que solo podían contar con su madre, porque él iba y venía como el viento. Maxine era muy consciente de que parecían tener una capacidad ilimitada para perdonar las rarezas de su padre. Lo mismo que había hecho ella durante diez años. Pero finalmente su falta de moderación y responsabilidad habían pesado más que su encanto.

– Hola, Blake -dijo, y se relajó en la silla. La distancia y la actitud profesional habituales en ella siempre se desvanecían cuando hablaba con él. A pesar del divorcio, eran buenos amigos y seguían muy unidos-. ¿Dónde estás?

– En Washington. Acabo de llegar de Miami. He estado en Saint-Bart un par de semanas.

En la cabeza de Maxine se materializó al instante una visión de la casa que tenían. Hacía siete años que no la veía. Fue una de las muchas propiedades a las que renunció gustosamente con el divorcio.

– ¿Vas a venir a Nueva York a ver a los niños? -No le gustaba decirle que era lo que debería hacer. Él lo sabía tan bien como ella, pero siempre parecía tener otra cosa que hacer. Al menos casi siempre. Por mucho que quisiera a sus hijos, y siempre los había querido, recibían poca atención, y ellos también lo sabían. Aun así todos lo adoraban y, a su manera, Maxine también. No parecía haber nadie en el planeta que no quisiera a Blake, o al menos a quien no cayera bien. Blake no tenía enemigos, solo amigos.