La peluquera y la maquilladora llegaron puntualmente a las diez y media. Zelda les abrió la puerta, se dio cuenta de la hora que era y fue a despertar a Maxine. Se sorprendió al ver a Blake durmiendo a su lado, pero se imaginó lo que había pasado. Los dos estaban vestidos; habrían bebido demasiado la noche anterior. Sacudió a Max suavemente y, doce intentos después, por fin esta se movió. Miró a Zelda y gimió. Cerró los ojos al instante y se cogió la cabeza con ambas manos. Blake seguía durmiendo profundamente a su lado, y roncaba como un bulldog.

– Madre mía -dijo Maxine, con los ojos cerrados con fuerza para protegerse de la luz-. ¡Madre mía! No sé si tengo un tumor cerebral o me estoy muriendo.

– Creo que ha sido el champán -dijo Zelda con suavidad, intentando no reírse.

– ¡No grites! -exclamó Maxine, con los ojos aún cerrados.

– Tiene muy mal aspecto -opinó Zelda-. Han llegado la peluquera y la maquilladora. ¿Qué quiere que les diga?

– No necesito una peluquera -dijo Maxine, intentando incorporarse-. Necesito un cirujano del cerebro… por Dios. ¿Qué hace este aquí? -exclamó al ver a Blake.

Entonces se acordó. Miró a Zelda estupefacta.

– Creo que no ha pasado nada. Ambos están vestidos.

Maxine dio un empujón a Blake y lo despertó. El se movió y gimió, lo mismo que había hecho ella.

– Debe de haber una epidemia de tumores cerebrales -bromeó Zelda.

Blake abrió los ojos y las miró a las dos con una sonrisa.

– Me han secuestrado. Hola, Zellie. ¿Cómo es posible que tu bebé no esté berreando?

– Creo que ha agotado todas sus reservas. ¿Qué quieren que les traiga?

– Un médico -dijo Maxine-. No, mierda, ni hablar. Si Charles nos ve, me mata.

– No tiene por qué saberlo -dijo Zelda con firmeza-. No es asunto suyo. Todavía no es su esposa.

– Ni lo seré nunca, si se entera de esto -gimió Maxine.

Blake empezaba a pensar que no sería tan mala idea. Se puso de pie, probando si las piernas le sostenían, se enderezó la corbata y fue tambaleándose a la puerta.

– Me voy a casa -dijo, como si se tratara de una idea revolucionaria.

– Beba mucho café cuando llegue -propuso Zelda. A ella le parecía que todavía estaban borrachos, o que tenían una resaca monumental-. ¿Cuántas copas bebió anoche? -preguntó a Maxine, mientras oían que se cerraba la puerta principal.

– Muchas. El champán me mata -dijo Maxine saliendo a rastras de la cama.

Sam entró a buscarla.

– ¿Dónde está papá? -preguntó, mirando a su madre.

Maxine tenía peor cara que Daphne, que también sufría los efectos de la resaca.

– Se ha ido a casa.

Maxine atravesó la habitación de puntillas con fuegos artificiales en la cabeza. Era una repetición de la representación de la noche anterior, pero no tan agradable.

– Te ha llamado Charles -anunció Sam.

Su madre se paró de golpe y le miró como si le hubieran pegado un tiro.

– ¿Qué le has dicho? -preguntó con voz ronca.

– Le he dicho que dormías. -Maxine cerró los ojos aliviada. No se atrevía a preguntar si había mencionado a su padre-. Ha dicho que quería saludarte y que os veríais en la boda o algo así.

– No puedo llamarle. Estoy fatal. Se dará cuenta de que bebí demasiado y se pondrá nervioso.

– Ya le verá en la boda -dijo Zelda-. Está hecha un desastre. Tenemos que ponernos en marcha. Dúchese mientras preparo un café.

– Bien… sí… muy buena idea.

Se metió en la ducha y sintió como si le atravesaran la piel con cuchillas.

Mientras Maxine se duchaba, Zelda corrió a despertar a los niños. Daphne parecía estar casi tan mal como su madre, así que Zelda le echó una bronca, aunque prometió no decir nada. Jack saltó de la cama y bajó a desayunar. Estaba perfectamente. Solo había tomado una copa de champán y refrescos el resto de la noche, lo que lo había salvado del lamentable estado de su hermana.

Zelda llenó una taza con café para Maxine y le puso delante unos huevos revueltos en contra de su voluntad. Le dio dos aspirinas para tomar con el café y la peluquera empezó a peinarla en la cocina mismo. Le dolió incluso cuando le pusieron el maquillaje, así que la peluquería fue peor. Pero no tenía más remedio. No podía casarse con una cola y sin maquillaje.

Media hora después, Maxine estaba maquillada y tenía mejor aspecto que nunca. Se encontraba fatal, pero no se notaba. La maquilladora había obrado milagros y la cara de Maxine resplandecía. La peluquera le había hecho un sencillo recogido francés y le había puesto una tira de perlas pequeñas. Maxine casi no se podía mover, y sentía cuchillas en los globos oculares cada vez que le daba el sol.

– Te lo juro, Zellie, me muero -se lamentó, cerrando los ojos un momento.

– Todo se arreglará -dijo Zelda con calma.

Daphne bajó, pálida, con los cabellos pulcramente peinados y brillo en los labios, que era lo único que le permitía su madre. Maxine se encontraba demasiado mal para darse cuenta de que Daphne también tenía resaca. Sam no dijo nada, y Zellie tampoco.

A las doce menos veinte, todos los niños, incluida Daphne, estaban vestidos. Zelda había obligado a Daphne a ponerse el vestido lavanda, con la amenaza de que si no lo hacía contaría que se había emborrachado. Funcionó. Después, Zelda fue a buscar el vestido y los zapatos de Maxine, mientras ella esperaba en la cocina como si fueran a llevarla al matadero, con los ojos cerrados.

Maxine se calzó los zapatos y dejó que Zelda la ayudara a ponerse el vestido. Lo abrochó y le anudó el cinturón. Los niños se quedaron pasmados. Parecía una princesa de cuento.

– Estás guapísima, mamá -dijo Daphne de corazón.

– Gracias. Pero me encuentro fatal. Creo que tengo la gripe.

– Tú y papá os emborrachasteis anoche -dijo Sam, con una risita.

Su madre le fulminó con la mirada.

– No se lo digas a nadie. Y mucho menos a Charles.

– Lo prometo.

Ya no se acordaba de que le había dicho a Charles que su padre estaba roncando.

Los coches esperaban fuera, y un minuto después Zelda volvió vestida con un traje rojo de seda, zapatos de piel y el bebé en brazos, que gimoteaba, pero todavía no lloraba. Maxine sabía que si berreaba le estallaría la cabeza, así que rezó en silencio para que no lo hiciera. Habían quedado en la iglesia con sus padres y con Blake. Charles la esperaría en el altar. De repente, probablemente a consecuencia de la terrible resaca, o eso creía, solo de pensar en un servicio religioso y una boda le entraban ganas de vomitar.

Había un coche para Zellie y los niños y otro para ella. Apoyó la cabeza en el asiento y cerró los ojos todo el camino, hasta la iglesia. Era la peor resaca que había tenido en su vida. Estaba convencida de que Dios la castigaba por haber dejado que Blake se quedara a pasar la noche. No estaba planeado, pero al menos no había pasado nada más.

La limusina que la llevaba se paró detrás de la iglesia a las doce menos cinco. La de los niños se detuvo detrás. Habían llegado a tiempo. Maxine fue a la rectoría, esforzándose por caminar erguida, donde la esperaban sus padres. Blake debía pasar a recoger a los niños antes de la ceremonia. Le vio entrar detrás de ella y tenía incluso peor aspecto que Maxine. Una pareja para la posteridad: dos borrachines arrepentidos el día después. Hizo un esfuerzo para sonreír; él se echó a reír y la besó en la frente.

– Estás espectacular, Max. Pero no se te ve bien.

– A ti tampoco.

Estaba contenta de verle.

– Siento lo de anoche -le susurró al oído-. No debería haberte dejado tomar la última copa de champán.

– No te preocupes, fue culpa mía. Creo que me apetecía emborracharme.

Los padres de Maxine escuchaban la conversación con interés. En aquel momento se abrió la puerta de la rectoría y entró Charles con expresión furibunda. Los miró a todos con ojos desquiciados, y por último a Maxine ataviada con el vestido de boda. No debía verla con él. Debía esperarla en el altar. Mientras la miraba furioso, la florista le dio el ramo e intentó prender la orquídea en la solapa de Charles. El la apartó bruscamente.

– Estuviste con él anoche, ¿verdad? -gritó a Maxine, señalando a Blake.

Al oír los gritos, Maxine se agarró la cabeza.

– ¡Por Dios, no grites!

Charles la miró a ella y después a Blake y se dio cuenta de que Maxine tenía una resaca de campeonato. Nunca la había visto así.

– Bebí demasiado, y Blake se quedó dormido -explicó Maxine-. No ocurrió nada.

– ¡No creo ni una palabra! -espetó él, mirándola iracundo-. Estáis todos locos. Seguís comportándoos como si estuvierais casados. Vuestros hijos son unos mocosos. Bebés adictos, yates, rubias estúpidas. Estáis chalados, todos. Y no me casaré contigo, Maxine. No me convencerías para que entrara en esta familia ni pagándome. Además, estoy seguro de que no has dejado de acostarte con él.

Maxine se echó a llorar y antes de que pudiera decir nada, Blake dio un paso, agarró a Charles por las solapas del traje y lo levantó del suelo.

– Estás hablando de mi esposa, hijo de puta estirado. ¡Y esos que llamas mocosos son mis hijos! Voy a decirte algo, capullo. No se casaría contigo ni de broma. No sirves ni para limpiarle los zapatos.

Dio un empujón a Charles hacia la puerta. El se volvió y se marchó corriendo. Maxine miró a Blake anonadada.

– Mierda, ¿qué voy a hacer ahora?

– ¿Querías casarte con él? -preguntó Blake con expresión preocupada.

Maxine negó con la cabeza, aunque le dolía terriblemente.

– No. Me di cuenta ayer.

– No fue demasiado tarde -exclamó Blake.

Los niños soltaron exclamaciones de alegría. Era la primera vez que veían a su padre en acción y les había encantado que echara a Charles a patadas. En su opinión, ya era hora.

– Vaya, parece que no hemos empezado muy bien el día -dijo Arthur Connors, mirando a su ex yerno-. ¿Qué proponéis que hagamos? -No parecía triste, solo preocupado.

– Alguien tiene que comunicar a los invitados -dijo Maxine, sentándose en una silla- que no se celebrará la boda.

Los niños vitorearon de nuevo y Zelda sonrió. El bebé no había dicho ni pío y dormía tranquilamente. Quizá a él tampoco le caía bien Charles.

– Es una pena desperdiciar un vestido tan bonito -dijo Blake, mirándola-. Y las flores de la iglesia son preciosas. ¿Qué te parecería aprovecharlas? -La miró muy seriamente y bajó la voz, para que no pudiera oírlo nadie más que ella-. Prometo que esta vez estaré en casa. No soy tan estúpido como antes. Se acabaron las rubias tontas, Max.

– Bien -dijo ella bajito, mirándolo a los ojos.

Sabía que le decía la verdad, y que esta vez estaría en casa. Seguía siendo un truhán, y le gustaba eso de él, pero había madurado. Ambos habían madurado. Ella ya no esperaba que Blake fuera otra persona. Había descubierto que le gustaba cómo era ella cuando estaba con él. Juntos, ambos sacaban lo mejor de sí mismos.

– ¿Max?

Temblaba ligeramente al hacerle la pregunta. Eran las doce y media y los invitados llevaban media hora esperando y escuchando música.

– Sí.

Lo dijo con un suspiro, y él la besó. Era lo que habían deseado hacer la noche anterior. Habían necesitado que apareciera Charles para volver a encontrarse. Charles era todo lo que Maxine debería desear, pero lo que quería, y lo que siempre había querido, era Blake.

– ¡Vamos! -dijo Blake, pasando a la acción. Había olvidado la resaca y Maxine también se encontraba mejor-. Jack, acompaña a la abuela al primer banco. Sam, tú ve con Zellie. Daffy, tú ven conmigo. Papá -miró a su suegro, y los dos sonrieron-, ¿te parece bien?

No es que tuviera demasiada importancia, pero no quería que el hombre se sintiera al margen.

– Se habría muerto de aburrimiento con ese hombre -dijo Arthur, sonriendo a Blake-, y yo también.

Maxine rió.

– Dentro de cinco minutos entráis.

El reverendo llevaba media hora en el altar, sin saber qué ocurría.

Salieron a toda prisa, y los invitados los vieron recorriendo el pasillo. Todos reconocieron a Blake, así que se extrañaron un poco al ver que él y Daphne se situaban en el altar, al igual que Sam y Jack un momento después. Sin duda era una boda muy moderna y liberal si el ex marido era quien entregaba a la novia. Los invitados estaban sorprendidos y ligeramente desconcertados. Zellie y la abuela estaban sentadas, y Blake y los niños esperaban en el altar a Maxine y a su abuelo, que se acercaban por el pasillo. De repente la música cambió y Maxine se acercó a Blake. Solo tenía ojos para él. Se miraron como en los años que habían estado juntos, los buenos y los malos, fundidos en un solo momento resplandeciente.

El reverendo los miró y comprendió. Blake se inclinó para hablar con él y le susurró al oído que no tenían los documentos necesarios.