– Creo que ahora mismo Jason necesita protección y apoyo. No quiero mandarlo a casa demasiado pronto, y las vacaciones van a ser muy duras para él sin su padre. En serio, pienso que estará mejor en Silver Pines. Puedes celebrar Acción de Gracias allí con él.
Helen lloró más aún.
Maxine estaba impaciente por ver a Jason. Le dijo a Helen que hablarían de ello más tarde, pero las dos acordaron que el chico pasara la noche en Lenox Hill. No había alternativa; no se encontraba en condiciones de volver a casa. Helen estaba totalmente de acuerdo con esto, pero no con lo demás. Detestaba la idea de Silver Pines. Dijo que el nombre le recordaba al de un cementerio.
Maxine examinó a Jason en silencio mientras el chico dormía, leyó su historia clínica, y se alarmó al ver la cantidad de fármacos que había ingerido. Había tomado mucho más que una dosis letal, a diferencia de la otra vez. El último intento había sido mucho más serio, y Maxine se preguntó qué lo habría provocado. Al día siguiente, cuando Jason se despertara, pasaría a verle un rato. En aquel momento era imposible hablar con él.
Escribió algunas instrucciones en la historia de Jason. Lo trasladarían a una habitación privada aquella noche, y sus órdenes incluían que una enfermera estuviera con él, vigilándolo. Debía haber alguien allí observándolo incluso antes de que se despertara. Dijo a la enfermera que volvería a la mañana siguiente a las nueve, aunque si la necesitaban antes podían llamarla. Les dejó los números de teléfono de su casa y del móvil, y después volvió a sentarse con la madre de Jason. Helen parecía más hundida, ahora que empezaba a asumir la realidad. Había estado a punto de perder a su hijo aquella noche y quedarse sola en el mundo. Esa idea la sumía al borde de la desesperación. Maxine se ofreció a llamar a su médico, por si necesitaba somníferos, o un calmante suave, pues ella no quería recetárselos. Helen no era su paciente y Maxine no conocía su historia ni sabía si estaba tomando otros medicamentos.
Helen dijo que ya había llamado a su médico. Por lo visto había salido, pero esperaba su llamada. Le explicó que Jason había ingerido todos sus somníferos, y por lo tanto no le quedaba ninguno. Volvió a echarse a llorar; estaba claro que no deseaba volver sola a casa.
– Puedo pedir que pongan una cama auxiliar en la habitación de Jason, si lo prefieres -le ofreció Maxine cariñosamente-, a menos que resulte demasiado angustioso para ti.
En tal caso, tendría que regresar a su casa.
– Eso estaría bien -accedió Helen en voz baja, mirando a Maxine con los ojos muy abiertos-. ¿Va a morir? -susurró entonces, aterrorizada pero intentando prepararse para lo peor.
– ¿Esta vez? No -afirmó Maxine, negando solemnemente con la cabeza-, pero debemos asegurarnos, en la medida de lo posible, de que no haya una próxima vez. La situación es muy grave. Se ha tomado muchas pastillas. Por eso quiero que pase una temporada en Silver Pines.
Maxine no quiso decirle todavía a la madre del chico que pretendía que Jason se quedara allí bastante más que un mes. Ella pensaba en dos o tres meses, y tal vez después lo mandaría a una institución de apoyo si creía que el chico lo necesitaba. Por suerte, podían permitírselo, pero esta no era la cuestión. Podía ver en los ojos de Helen que quería que Jason volviera a casa y que se opondría a una estancia larga en el hospital. Era una estupidez por su parte, pero Maxine ya se había encontrado antes en situaciones de ese tipo. Si mandaban a Jason a un hospital psiquiátrico, tendrían que afrontar que aquello no era solo «un pequeño percance»: estaba realmente enfermo. Maxine no tenía ninguna duda de que el chico era un suicida y estaba peligrosamente deprimido desde la muerte de su padre. Aquello suponía más de lo que su madre era capaz de asumir, pero llegados a ese punto no tenía elección. Si se llevaba al chico a casa con ella al día siguiente sería en contra de la recomendación médica, así que tendría que firmar un alta voluntaria. Maxine esperaba que no llegaran tan lejos. Con suerte, Helen estaría más tranquila al día siguiente y haría lo más conveniente para su hijo. A Maxine tampoco le gustaba tener que ingresarlo, pero estaba convencida de que era lo mejor para él. Su vida estaba en juego.
Maxine pidió a las enfermeras que en cuanto el chico saliera de urgencias, pusieran en la habitación de Jason una cama para Helen. Se despidió de ella con un apretón cálido en el hombro y pasó a ver a Jason antes de marcharse. Parecía estar bien. Por el momento. Estaba con él la enfermera que lo acompañaría a la habitación. No volverían a dejarlo solo. En Lenox Hill no había un ala de seguridad, pero Maxine pensó que estaría mejor con una enfermera al lado, además de su madre. De todos modos, tardaría muchas horas en despertar.
Maxine volvió a su piso con aquel frío gélido. Era más de la una cuando llegó. Echó un vistazo en la habitación de Daphne; y todo parecía en calma. Las chicas estaban dormidas, dos de ellas en sacos de dormir y el resto en la cama de Daphne. La película no había terminado, y las chicas seguían vestidas. Mientras las miraba, Maxine notó un olor extraño. Nunca antes lo había olido en la habitación de Daphne. Sin saber por qué fue al armario y abrió la puerta. Se sobresaltó al ver una docena de botellas vacías de cerveza. Volvió a mirar a las chicas y se dio cuenta de que no estaban solo dormidas, sino también borrachas. Le pareció que eran demasiado jóvenes para tomar cerveza, pero tampoco era algo insólito a su edad. No sabía si llorar o reír. No sabía cuándo habían empezado a beber, pero habían aprovechado bien su ausencia.
No le apetecía en absoluto, pero al día siguiente tendría que castigar a Daphne. Colocó las botellas vacías bien alineadas en el armario, para que las chicas las vieran al levantarse. Habían consumido dos botellas por cabeza, lo que era mucho para niñas de su edad. «Vaya -susurró para sí misma-, la adolescencia ha empezado.» Se tumbó en la cama pensando en ello y, por un minuto, echó de menos a Blake. Habría sido reconfortante compartir ese momento con alguien. En cambio, como siempre, tendría que hacer el papel de dura y ponerse una máscara kabuki de decepción mientras le cantaba las cuarenta a su hija y le hablaba del significado de la palabra «confianza». Pero, en realidad, Maxine entendía perfectamente que su hija era una adolescente y que habría muchas noches en el futuro en las que alguien cometería una estupidez, sus hijos o los hijos de otro se aprovecharían de una situación, o experimentarían con el alcohol o las drogas. Y por supuesto no sería la última vez que uno de sus hijos se emborrachaba. Maxine sabía que podía considerarse afortunada si la cosa no iba a más. Aunque también sabía que al día siguiente tendría que mostrarse firme. Todavía estaba pensando en ello cuando se quedó dormida. Y cuando se despertó por la mañana, las chicas seguían durmiendo.
La llamaron del hospital mientras se vestía. Jason estaba despierto y hablando. La enfermera dijo que su madre se encontraba con él y que la veía muy angustiada. Helen Wexler, había llamado a su propio médico y, según la enfermera, en lugar de tranquilizarla la había puesto todavía más nerviosa. Maxine dijo que llegaría enseguida y colgó. Oyó a la niñera en la cocina y entró para servirse una taza de café. Zelda estaba sentada a la mesa, con una taza de café humeante y el Sunday Times. Levantó la cabeza cuando vio entrar a Maxine y sonrió.
– ¿Una noche tranquila? -preguntó Zelda, mientras Maxine se sentaba con un suspiro.
A veces sentía que esa mujer era su único apoyo para criar a sus hijos. Sus padres tenían buenas intenciones pero nunca le daban consejos. Y Blake no aparecía por sus vidas. Zelda sí estaba.
– No exactamente -dijo Maxine con una sonrisa forzada-. Creo que anoche alcanzamos un hito.
– ¿El de la mayor cantidad de pizza devorada por seis adolescentes?
– No -dijo Maxine en tono apesadumbrado pero con los ojos risueños-. La primera vez que uno de mis hijos se emborracha con cerveza.
Sonrió y Zelda la miró boquiabierta.
– ¿Es broma?
– No. Encontré una docena de cervezas en el armario de Daffy cuando fui a ver cómo estaban. No fue agradable. Vi a unas chicas vestidas tiradas de cualquier manera y profundamente dormidas, o quizá sería más exacto decir «desvanecidas».
– ¿Se emborracharon estando usted en casa?
A Zelda le sorprendía que Daphne tuviera la desfachatez de beber sabiendo que su madre estaba en la habitación de al lado. También le hacía cierta gracia, aunque ninguna de las dos estaba contenta. Era el comienzo de una situación totalmente nueva que no les apetecía en absoluto. Chicos, drogas, sexo y alcohol. Bienvenidas a la adolescencia. Lo peor todavía estaba por llegar.
– Tuve que salir a ver a un paciente. Estuve fuera desde las once hasta la una. Una de ellas debió de traer la cerveza escondida en la mochila. Nunca se me habría ocurrido.
– A partir de ahora tendremos que registrarlas -dijo Zelda con decisión, sin ningún apuro ante la perspectiva de poner en su sitio a Daphne y a sus amigas.
No estaba dispuesta a permitir que nadie se emborrachara en su presencia, y sabía que Maxine tampoco lo permitiría. Además, antes de que se dieran cuenta, Jack también querría experimentar, y algún día Sam también. Menudo panorama…
A Zelda no le seducía nada esa perspectiva, pero no pensaba huir de ella. Adoraba a aquella familia, y le gustaba su empleo.
Las dos mujeres charlaron un rato; después, Maxine dijo que debía volver a Lenox Hill a ver a su paciente. Era el día libre de Zelda, pero no tenía intención de salir. Dijo que estaría pendiente de las chicas y que esperaba que se encontraran fatal cuando despertaran. Maxine se rió.
– Dejé las botellas vacías en el armario, solo para que sepan que no soy tan tonta como parezco.
– Se morirán del susto cuando las vean -dijo Zelda, divertida.
– Espero que sí. Me engañaron y abusaron de mi confianza y mi hospitalidad… -Miró a Zelda sonriendo-. Me estoy entrenando para el discurso que le soltaré. ¿Qué te parece?
– Bien. Aunque castigarla sin salir y dejarla sin paga también sería conveniente.
Maxine asintió. Ella y Zelda solían tener el mismo punto de vista. Zelda era firme pero razonable, cariñosa pero sensata, y no demasiado estricta. No era una tirana, pero tampoco una blanda. Maxine confiaba plenamente en ella y en su buen juicio, cuando se ausentaba.
– ¿Por qué tuvo que salir anoche? ¿Un suicida? -preguntó Zelda. Maxine asintió y se puso seria otra vez-. ¿Cuántos años?
Zelda la respetaba enormemente por su trabajo.
– Dieciséis.
Maxine no dio más detalles. Nunca lo hacía. Zelda asintió. Siempre veía en los ojos de Maxine cuando uno de sus pacientes había muerto. El corazón de Zelda estaba tanto con los padres como con el chico. El suicidio de un adolescente era algo terrible, y a juzgar por lo solicitada que estaba la consulta de Maxine, en Nueva York abundaban, como en todas partes. Comparado con eso, una docena de cervezas repartidas entre seis chicas de trece años no parecía una tragedia. Lo que Maxine tenía que ver todos los días sí lo era.
Al cabo de unos minutos Maxine salió para recorrer andando la corta distancia hasta Lenox Hill, como hacía siempre. Soplaba viento y hacía frío, pero había salido el sol y el día era precioso. Seguía pensando en su hija y en su travesura de la noche anterior. Estaba claro que empezaba una nueva etapa para ellos, y de nuevo se sintió agradecida por la ayuda de Zelda. Tendrían que mantener estrechamente vigiladas a Daphne y a sus amigas. Se lo comentaría a Blake cuando estuviera en la ciudad, solo para que estuviera enterado. Ya no podían confiar plenamente en ella, y probablemente aquello duraría algunos años. La intimidaba un poco pensar en ello. Era todo más fácil cuando los niños tenían la edad de Sam. Con qué rapidez pasaba el tiempo… Pronto serían todos adolescentes y cometerían todo tipo de estupideces. Aunque al menos, por el momento, eran cosas normales.
Cuando llegó a la habitación de Jason en el hospital, el chico estaba sentado en la cama. Parecía aturdido, cansado y pálido. Su madre estaba sentada en una silla, hablando con él, llorando y sonándose. No era una escena de felicidad. La enfermera permanecía sentada en silencio al otro lado de la cama, intentando no interferir y ser discreta. Los tres la miraron cuando Maxine entró en la habitación.
– ¿Cómo te encuentras, Jason? -Maxine miró a la enfermera. Esta asintió y salió de la habitación.
– Bien, creo.
Parecía deprimido y su voz sonaba triste, una reacción normal a la sobredosis de drogas que había ingerido; además, era evidente que antes de tomarla ya estaba deprimido. A su madre se la veía casi tan mal como la noche anterior, como si 110 hubiera dormido, y tenía profundas ojeras. Había estado presionando al chico para que le prometiera que no volvería a hacerlo nunca, y Jason había aceptado de mala gana.
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