– Bueno, ¿qué tal todo? -le preguntó, divertido.
– Así que te llamaron, ¿no?
Solo su marido y sus hijos… -ni siquiera Walt- conocían sus gustos con tanto detalle.
– ¿Llamarme? Me mandaron un cuestionario exhaustivo. Ni siquiera para donar sangre había respondido a tantas preguntas. Querían saberlo absolutamente todo, hasta el pie que calzas.
Era evidente que Peter se sentía feliz por su esposa y que estaba contento al saber que estaban mimándola. Consideraba que merecía aquel trato y quería que tuviera una experiencia muy especial. Llevaba la situación con elegancia y con cariño.
– Me han obsequiado con una bata y unas zapatillas de cachemir, caramelos M &M, todos los potingues que utilizo y mi perfume favorito… ¡por Dios! -comentó Tanya riéndose-. Y la comida que más me gusta.
Tanya se sentía como una cazadora de tesoros que iba descubriendo todo lo que le habían dejado exclusivamente para ella. Sobre la cama, había un camisón de tirantes de satén y una bata a juego. Y sobre la mesilla de noche, varios libros de sus autores preferidos.
– Me gustaría que estuvieras aquí -musitó Tanya al teléfono sintiendo que la invadía de nuevo la tristeza-, y también los niños. Les encantaría. Me muero de ganas de que vengáis y lo veáis con vuestros propios ojos.
– Cuando tú quieras, cariño. ¿Crees que necesitarán también mi número de pie? -preguntó Peter bromeando.
– Deberían. Tú eres el verdadero héroe. Si no fuera por ti, no estaría aquí.
– Me alegro de que te estén tratando bien. La vida en Ross te parecerá muy gris después de eso. A lo mejor debería empezar a comprarte chocolatinas y perfumes yo también, no vaya a ser que no quieras volver a casa.
Aunque Peter estaba feliz por lo que le estaba ocurriendo a Tanya, en su voz se notaba que la echaba de menos. Había actuado por pura empatía, pero ahora él también se daba cuenta de lo dura que era la separación.
– Me gustaría poder ir a casa ahora mismo -continuó Tanya yendo de una habitación a otra con el móvil en la mano-. Dejaría todo esto sin dudarlo un instante a cambio de poder estar en Ross. Y no tienes que comprarme nada. Solo te quiero a ti.
– Yo también, cariño. Disfrútalo. Siéntete un poco Cenicienta.
– Sí, pero me resulta tan extraño. Entiendo que la gente pierda la cabeza después de vivir así un tiempo. Es todo tan irreal… Tienes a tu alcance todo lo que te gusta, champán, bombones, flores… Supongo que es como tratan a las estrellas de cine. A mí los productores de las telenovelas no me cuidaban así. Si me invitaban a comer un par de veces, podía darme por satisfecha.
Aunque Tanya no tenía necesidad de ninguno de esos regalos, le resultaba divertido descubrir lo que habían preparado para ella.
– ¿Cómo va el viaje? -preguntó a su marido.
– Bien, sé que las chicas están dormidas porque al apagar la radio nadie se ha puesto a dar alaridos.
Tanya se echó a reír pero, al mismo tiempo, sintió una punzada de tristeza.
– No vayas a dormirte tú también. ¿No te iría bien volver a poner la radio o algo de música?
– Nada de eso -gruñó Peter-. Me gusta el silencio. Estos chavales estarán todos sordos antes de cumplir los veintiuno. Creo que yo ya lo estoy.
– Si estás cansado, para o pide a una de las chicas que conduzca.
– Estoy bien, Tan. ¿Qué vas a hacer ahora?
Tanya sabía que Peter estaba intentando imaginarla en aquella nueva vida. Pero también sabía que no podría acercarse ni remotamente a la realidad de todo lo que la rodeaba. Era como una película. Porque de repente, alojada en aquel magnífico bungalow del hotel Beverly Hills y a pesar de seguir con sus vaqueros y su camiseta, Tanya se sentía muy refinada.
– No lo sé, a lo mejor me doy un baño en el jacuzzi como una reina -comentó Tanya riéndose.
Como una niña con zapatos nuevos, le fue contando a su marido cómo era el cuarto de baño, por supuesto mucho más lujoso que el de su casa, que además, después de dieciséis años, estaba ya bastante ajado. Siempre hablaban de reformarlo, pero nunca encontraban la ocasión. El del bungalow era totalmente nuevo y mucho más lujoso del que ellos podrían llegar a tener nunca.
– También me probaré mis zapatillas y el albornoz nuevos. Y llamaré al servicio de habitaciones.
No tenía hambre pero le apetecía que le sirvieran la cena. El cuidado por los detalles y los extravagantes regalos le parecían divertidos. Acababa de descubrir una cajita de plata con sus iniciales, dentro de la cual habían guardado clips de los que utilizaba ella para sujetar los folios exactamente del tamaño que a ella le gustaban. No habían descuidado un solo detalle, pero de todos, el que más enternecía a Tanya eran las fotos enmarcadas de Peter y los niños, ya que hacían que se sintiera como en casa. Además, Tanya llevaba en la maleta media docena más de fotografías. Colocó varias de ellas junto a la cama y otras en el escritorio, de tal modo que pudiera ver a su familia en todas las habitaciones del bungalow.
– Qué ganas tengo de que vengas a verme. Podríamos ir a cenar a Spago o a algún sitio así, o quedarnos aquí en la cama. Creo que sería mejor esto último, ¿no crees?
Había un restaurante excelente en el hotel pero lo que más deseaba era estar en la cama con su marido. Habían hecho el amor aquella misma mañana, tierna y maravillosamente, como siempre. Así había sido desde el principio, pero con los años, sus relaciones sexuales habían mejorado y Tanya disfrutaba de la confortable familiaridad del sexo matrimonial. Llevaban juntos la mitad de la vida de Tanya y casi la mitad de la de Peter.
– Cuando vengas, será como una luna de miel -dijo ella riéndose con picardía.
– Me parece una buena idea -replicó Peter-. Esta semana mi vida no será precisamente una luna de miel. Margarita se ocupará de la colada de las chicas, ¿verdad?
Cuando Tanya tomó la decisión de marcharse a Los Ángeles, pidió a la mujer que la ayudaba con las tareas de la casa que fuera más horas. Si Peter estaba muy ocupado, ella se encargaría también de hacerles la cena y dejarla en la nevera. No porque las chicas no fueran capaces de ocuparse de la cena, pero en ocasiones volvían tarde de sus partidos y Peter llegaba tan cansado que no podía ni probar bocado, así que menos aún cocinar. Las mellizas se habían comprometido a ocuparse de su padre en noches como aquellas.
Por el contrario, Tanya podría disfrutar cuando quisiera del servicio de habitaciones. De repente, se vio como una niña mimada y se sintió muy culpable. En realidad, no había hecho nada para merecer aquello y era impresionante empezar de aquel modo.
– Te llamaré cuando lleguemos a casa -le prometió Peter.
Después de colgar, Tanya se dirigió al baño. Por un momento y después de hablar con Peter, hasta se sintió feliz. Aceptaba ser una niña consentida. Pero cómo le habría gustado mostrar aquel baño a las chicas o compartir la gigantesca bañera con Peter. De vez en cuando se daban un baño juntos y en aquel espacio gigantesco sería fantástico.
Se preparó un baño con sales perfumadas y disfrutó de él y del relajante vapor durante casi una hora. Al salir, se puso el camisón de satén y, encima, la bata de cachemir de un tono rosa muy suave. Las zapatillas eran de un color idéntico. Cuando llamó al servicio de habitaciones, eran ya las nueve. En la cocina del bungalow tenía todas sus marcas preferidas de té, pero de todos modos pidió uno, una tortilla y una ensalada verde. La cena le llegó con una rapidez pasmosa y Tanya se instaló a cenar frente al televisor. Para su enorme felicidad, descubrió que había un grabador TiVo en el bungalow.
Después de cenar, Tanya apagó la televisión y colocó su portátil sobre el escritorio. Quería repasar algunas notas que había tomado aquella última semana para introducir cambios en el guión y, además, quería refrescarse la memoria antes de la reunión del día siguiente. Llevaba el guión bastante adelantado y el borrador que había enviado al director y al productor parecía gustarles. Hasta el momento, sus exigencias habían sido más que razonables.
Cuando terminó de trabajar, eran más de las doce. Después de apagar el ordenador, se quedó tumbada en la cama. Se le hacía extraño pensar que aquel iba a ser su hogar durante varios meses. No podía negar que lo habían transformado en un lugar realmente agradable y que habían hecho todo lo imaginable, y más, para convertirlo en un lugar de cuento de hadas. Mientras esperaba a que Peter y las niñas llegasen a casa, volvió a encender la televisión. No quería dormirse sin asegurarse de que habían llegado sanos y salvos a casa. Cuando, sobre las doce y media, llamó al móvil de Peter estaban ya en el Golden Gate, a menos de media hora de casa. El viaje había transcurrido sin problemas y las mellizas volvían a estar despiertas. Habían hecho una parada para cenar algo en un McDonald's de carretera. De nuevo, Tanya se sintió culpable por el lujo que la rodeaba. Arropada en su nueva bata de cachemir rosa, relajada y cómodamente tumbada en su gigantesca cama, se sentía como uña reina, o al menos como una princesa. Así se lo explicó a Molly cuando habló con ella. Aunque también quiso hablar con su otra hija, Megan estaba charlando con una amiga por el móvil y ella no quiso interrumpir la conversación.
Tanya se preguntó cuánto tardaría Megan en volver a tratarla con normalidad. Llevaban ya dos meses de tormento y no parecía que su enfado fuese a aflojar en breve. Aunque Peter estaba convencido de que pronto cambiaría de actitud, Tanya no estaba tan segura. Megan era capaz de guardar rencor eternamente y, además, estaba deseando hacerlo. Después de una traición -o lo que ella sentía como tal- no perdonaba jamás. Se regía por un código ético propio y aquella exigencia para con su madre era fruto de la gran cantidad de tiempo que Tanya le había dedicado siempre. Aquel cambio inesperado y sin preaviso la había dejado fuera de combate y no podía tomárselo bien. Molly la había acusado de comportarse como una arpía, pero Tanya sabía que debajo de aquella actitud de abierta hostilidad, Megan era una niña asustada y apenada. Así que sistemáticamente le perdonaba sus ariscas palabras. Si Megan consideraba que su madre les había traicionado, no se trataba de ninguna nimiedad y Tanya sospechaba que pasaría mucho tiempo antes de que Megan y ella volvieran a tener una relación cordial. Si es que volvían a tenerla algún día.
Tanya estuvo hablando con Peter hasta que su familia llegó a casa y su marido tuvo que colgar para bajar del coche y ayudar a las chicas a sacar el equipaje. De nuevo Tanya se sintió culpable por no poder estar allí con ellos y Peter le repitió una vez más que se las arreglarían. Le dio un beso de buenas noches y le prometió que la llamaría a la mañana siguiente para que le contase cómo había ido la reunión.
Tanya llamó a recepción para que la despertaran a las seis y media. A la una y media de la madrugada, apagó la luz y se quedó despierta en la oscuridad preguntándose qué estarían haciendo sus hijos. Se imaginó a las mellizas en su dormitorio y a Peter picando algo antes de acostarse. Cuánto deseaba estar con ellos. Qué extraño le parecía estar en aquella habitación del hotel Beverly Hills sola, vestida con un camisón nuevo de satén y con la sensación de que estaba rehuyendo todas sus responsabilidades y obligaciones. Se quedó despierta mucho rato, incapaz de dormirse sin los brazos de Peter alrededor de su cuerpo. Hacía siglos que no pasaban una noche separados, ya que solo se separaban cuando Peter tenía que viajar por motivos de trabajo y, en esas ocasiones, Tanya solía acompañarle. Aquello era algo muy insólito en sus vidas.
A las tres y con la televisión encendida, finalmente se durmió. El teléfono la despertó de golpe a las seis y media. Había dormido poco y estaba cansada, pero quería levantarse con tiempo suficiente para repasar algunas partes del guión y para estar completamente despejada en la reunión. Se había citado con Douglas y con el director en el Polo Lounge.
Se vistió con unos pantalones deportivos de color negro, una camiseta y sandalias. Antes de salir, se puso una chaqueta vaquera. Iba vestida como si fuera una de sus hijas, o como habría ido vestida en Marin; se preguntó si las mellizas aprobarían un atuendo tan sencillo. Echaba de menos no poder pedirles su opinión. Se recordó a sí misma que no era una actriz y que a nadie le importaba su aspecto. Estaba en Hollywood para hacer un buen guión y no para que la gente se fijara en ella. Lo que de verdad importaba era la calidad del guión y Tanya estaba segura de que era bastante bueno. Metió en su enorme bolso de Prada una copia del trabajo y, en el último momento, decidió lucir unos diminutos pendientes de diamantes que Peter le había regalado en Navidad. Eran unos pendientes preciosos y aunque en Marin no habrían sido el complemento apropiado para una reunión de primera hora de la mañana, allí en Los Ángeles quedaban bien. En cuanto entró en el restaurante supo que había hecho bien al ponérselos. Sin ellos, aún se habría sentido más fuera de lugar de lo que ya se sentía. Porque al observar a la gente que ocupaba las mesas del desayuno, se sintió como una auténtica paleta.
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