En el restaurante solo se veía a hombres con aspecto importante y a mujeres hermosas, algunas de ellas, famosas. Varias mujeres despampanantes estaban sentadas en grupo o en parejas, disfrutando del desayuno. Había algunas mesas ocupadas por grupos únicamente masculinos y otras por alguna pareja formada por un hombre de mediana edad acompañado de una chica bastante más joven. En un rincón apartado y tranquilo estaba Sharon Osbourne con una mujer más joven. Ambas iban vestidas con ropa de grandes firmas y lucían anillos y pendientes con enormes diamantes. Un poco más allá, estaba Bárbara Walters acompañada de tres caballeros. Todo el comedor estaba lleno de gentes del mundo cinematográfico y era evidente que en muchas de las mesas se estaban haciendo negocios, intercambiando ideas, contratos y dinero. Aquella sala desprendía poder y todo el Polo Lounge transmitía éxito.

En cuanto Tanya echó un vistazo a su alrededor, se dio cuenta de que iba vestida de una forma llamativamente informal. Bárbara Walters vestía un traje de lino de color beige de Chanel y perlas a juego con el tono del vestido y Sharon Osbourne llevaba un vestido negro muy escotado. Los rostros de la mayoría de las mujeres evidenciaban la intervención del bisturí y el resto parecían anuncios de colágeno y Botox. A Tanya le pareció que el suyo era el único rostro sin retocar de todo el restaurante. Se recordó de nuevo que no estaba allí por su aspecto sino por su forma de escribir. Pero a pesar de ello, resultaba abrumador estar en medio de todas aquellas mujeres hermosas y exquisitamente arregladas. Era imposible competir con ellas, así que era mejor que ni lo intentara y se limitara a ser ella misma.

Tanya dio al maître los nombres del productor y del director de la película y este la acompañó inmediatamente hasta una mesa en un rincón. Reconoció a Douglas Wayne al instante y, nada más verle, también reconoció a Max Blum, el director, un profesional con cinco Oscar en su haber. Cuando Max le dijo que era un honor trabajar con ella y que le encantaba su trabajo, a Tanya casi se le cortó la respiración. Enseguida descubrió que Max había estado leyendo todo lo que Tanya había publicado en The New Yorker, desde sus comienzos, así como todos sus ensayos, sin olvidar su libro de relatos. También había repasado prácticamente todas sus telenovelas, ya que el director quería estar al corriente de toda su producción, su registro, su estilo, su sistema de trabajo, su sentido del humor y del drama y su punto de vista. Comentó que, hasta el momento, le había gustado todo lo que había visto, así que, en su opinión, la elección de Douglas había sido un acierto y consideraba un éxito haber cerrado el contrato con ella como guionista. Douglas compartía enteramente la opinión de Max.

Al verles de pie junto a la mesa para recibirla, Tanya se había fijado inmediatamente en lo distintos que eran. Max era bajito, regordete y alegre; tenía unos cálidos ojos color castaño, era calvo y llevaba barba. Tenía unos sesenta y tantos años y llevaba cuarenta como ilustre director de Hollywood. Era solo un poco más alto que Tanya y tenía cara de fraile, o más bien parecía un elfo de cuento de hadas. Era amable, cordial y poco ceremonioso. Iba vestido con unos vaqueros, una camiseta y zapatillas de deporte. Probablemente el adjetivo que mejor le describiría era «acogedor», una de esas personas junto a las que uno quiere sentarse, tomarle las manos y contarle sus secretos más íntimos.

Douglas era completamente distinto. Recordaba a Gary Cooper en su madurez. Tanya sabía que tenía cincuenta y cuatro años. Era alto, delgado, enjuto, con un rostro de facciones angulares, ojos que parecían de acero y de un penetrante azul, una buena mata de cabello plateado perfectamente cortado, e iba impecablemente afeitado. El adjetivo que mejor le describía era «frío». Llevaba unos pantalones color gris perfectamente planchados, una camisa azul y un jersey de cachemir en los hombros. Cuando Tanya bajó la vista, se dio cuenta de que calzaba unos mocasines de piel de cocodrilo marrón. Todo en Douglas reflejaba dinero y estilo pero, sobre todo, poder. No había duda alguna de que era alguien importante. Daba la sensación de que pudiera comprar y vender todo el comedor del restaurante. Cuando miró a Tanya, pareció que la atravesara con la mirada. Mientras la intrascendente cháchara con Max resultaba cómoda y el director se las ingeniaba para hacer que se sintiera como en casa, Douglas parecía estar diseccionándola, lo que le causaba una sensación enormemente incómoda.

– Tienes unos pies muy pequeños -fue lo primero que le dijo Douglas una vez se hubo sentado.

Tanya se preguntó si tendría rayos X en los ojos para poder ver sus pies a través de la mesa. No se le ocurrió pensar que, en realidad, Douglas había estado estudiando atentamente el cuestionario que su secretaria había estado rellenando con la ayuda de Peter y de Walt para poder comprarle los regalos de bienvenida. Antes de comprar las zapatillas Pratesi y el albornoz a juego, se había fijado en el número de pie de Tanya. Él había sido quien había decidido que fueran de color rosa y era él quien tenía la última palabra en todo, hasta en los detalles más nimios o en las cosas más triviales. Aunque para Douglas, nada era trivial. También había sido él quien había dado la aprobación final al camisón y a la bata de color rosa, después de indicar que debían comprar algo hermoso pero no demasiado sexy. Sabía por su agente que Tanya estaba casada y era madre de familia; Walt incluso le había confesado que la guionista había estado a punto de dejar pasar la oportunidad para quedarse en casa a cuidar de sus dos hijas. También le había explicado que había sido finalmente Peter quien la había convencido para que tomara la decisión correcta, pero que no había resultado fácil. Así que Douglas sabía que no era el tipo de mujer a la que se le podía regalar un salto de cama sexy, sino que era alguien a quien debía tratar con respeto y con elegancia.

– Gracias por los regalos. Son preciosos -dijo Tanya con timidez.

Eran dos hombres tan importantes que se sentía intimidada e insignificante en su presencia.

– Todo me quedaba bien -añadió con precaución y sonriendo.

– Me alegra oírlo.

De no ser así, habrían rodado cabezas; aunque Tanya no lo sabía, claro está. Viendo a Douglas, resultaba difícil creer que fuera un adicto a las telenovelas como las que escribía Tanya. Se lo imaginaba enganchado a otro tipo de programas más experimentales. Se preguntó cuánta gente le habría dicho ya que se parecía a Gary Cooper. Aunque no tenía confianza suficiente para comentar su aspecto físico, el parecido era impresionante. Por su parte, Max le recordaba cada vez más al enanito bonachón de Blancanieves.

En aquellos primeros momentos de la conversación, Tanya se dio cuenta de que Douglas no le quitaba los ojos de encima; tenía la impresión de que la estaban analizando al microscopio. Y, en efecto, así era. Nada escapaba a su sagaz mirada.

Cuando empezaron a hablar del guión, Douglas se relajó y se mostró más amable, animado y entusiasmado. Y cuando Tanya empezó a explicar los cambios del guión, empezó a reírse.

– Me encanta tu forma de entender la comedia, Tanya. Siempre adivino si eres tú quien está detrás del guión de mis telenovelas favoritas. Si empiezo a partirme de risa, sé que lo has escrito tú.

Ni el guión ni la película ofrecían espacio para grandes dosis de humor, pero Tanya había introducido alguna nota humorística y los tres consideraban que funcionaba bien. Era característico de su estilo esa combinación de humor y calidez, que añadía en su justa medida. Hasta en las escenas más humorísticas que escribía, Tanya lograba introducir un elemento que tocaba la fibra sensible y transmitía su calidez innata.

Cuando terminaron el desayuno, Douglas estaba mucho más relajado. Tanya se dijo que tal vez era un hombre muy tímido. Parecía que se hubiera derretido el hielo que le rodeaba al principio de la reunión. Y es que tal como Max, maravillado, le comentó después a un amigo, Tanya tenía a Douglas comiendo de la palma de su mano. Así era: el productor parecía totalmente obnubilado.

– Eres una mujer fascinante -dijo observándola intensamente de nuevo-. Tu agente me comentó que estuviste a punto de no hacer la película porque no querías dejar a tu marido y a tus hijos. Me parecía tal locura, que imaginé que te presentarías en el hotel como una madre naturaleza, con trenzas y zuecos. Sin embargo, eres una persona totalmente normal. -Era una mujer hermosa, juvenil y discretamente vestida-. Ni siquiera tienes aspecto de madre. Y has sido lo bastante inteligente como para dejar a tu marido y a tus hijos en casa y tomar la decisión correcta para tu carrera.

– En realidad, no fue exactamente así -confesó Tanya algo aturdida por los comentarios de Douglas.

Era evidente que Douglas no se mordía la lengua y decía las cosas tal como las pensaba. El poder y el dinero daban esas ventajas.

– Mi agente te dijo la verdad. Iba a rechazar la oferta; fue mi marido quien tomó la decisión por mí. Me convenció de que todo iría bien y se ha quedado él en casa con mis hijas.

– Oh, Dios mío, eso me suena demasiado casero -dijo Douglas casi con una mueca de desdén.

Max sonrió y asintió.

– ¿Cuántos años tienen las gemelas? -preguntó Max con interés.

– Diecisiete. Son mellizas. Y tengo un hijo de dieciocho años que hoy mismo empieza en la universidad, en Santa Bárbara -explicó Tanya con una orgullosa sonrisa.

– Me alegro -dijo Max con un gesto de aprobación-. Yo tengo dos hijas que viven en Nueva York -continuó el director con satisfacción-. Una tiene treinta y cinco años y la otra treinta, abogada y psiquiatra, las dos casadas. Tengo tres nietos.

– Me alegro -dijo Tanya devolviéndole el cumplido.

Ambos, de manera inconsciente se volvieron hacia Douglas, que les miró con un gesto de incomprensión y luego, con una sonrisa, explicó:

– A mí no me miréis, yo no tengo hijos. Me he casado dos veces, pero no hay niños. Ni perro, y tampoco lo quiero. Trabajo mucho, siempre he trabajado demasiado, así que no he tenido tiempo para criaturas. En cierto modo, puedo llegar a admirar ese sentimiento que hizo que estuvieras a punto de quedarte en casa con tus hijos en lugar de escribir el guión. Pero no puedo decirte que lo entienda. A mí me parece que hay algo noble en este trabajo. Piensa en toda la gente que verá la película, en todas las vidas que recibirán la influencia de lo que escribas en ese guión, en la cantidad de gente que va a recordarlo.

A Tanya le pareció que daba excesiva importancia a su trabajo o a las películas en sí. Para ella, un niño era mucho más importante que mil películas. Era una vida. Sin embargo, esa idea de un ser humano destinado a influir en los demás… Tanya nunca había concedido semejante trascendencia a su escritura. Para ella, era algo con lo que disfrutaba y que hasta entonces había significado muchísimo. Pero siempre habían significado mucho más Peter y sus hijos. Douglas, en cambio, vivía para su trabajo. En cierto modo, sintió lástima por él.

A Tanya le pareció que a Douglas le faltaba algo, como si hubieran olvidado instalarle alguna pieza humana vital. Y sin embargo, era un hombre interesante, brillante, con una mente muy rápida. No podía saber qué le motivaba y Tanya pensó que quizá no lo sabría nunca. Parecía guiado y dirigido por un fuego interior que se reflejaba en sus ojos y que ella no comprendía. Era más agradable la amabilidad innata de Max. De cualquier modo, ambos eran hombres interesantes y sería excitante trabajar con ellos.

Estuvieron dos horas discutiendo acerca del guión. El productor le explicó lo que deseaba que hiciera después, los cambios que quería que introdujera, las sutilezas que todavía había que incluir. Tenía un afinado sentido de lo que hacía falta para convertir una película en algo extraordinario. Mientras le escuchaba, Tanya empezó a intuir cómo funcionaba su cerebro. Douglas era el fuego y la brillantez pura, mientras que Max era el complemento tranquilo que atemperaba la agudeza del productor. Había algo increíblemente fascinante en la personalidad de Douglas Wayne.

Estuvieron hasta casi mediodía trabajando en el Polo Lounge. Después, Tanya regresó al bungalow para hacer los cambios acordados. Douglas la había inspirado para trabajar con más profundidad el guión. Cuando Peter la llamó más tarde, Tanya intentó, sin éxito, explicarle aquellas sensaciones. Sin embargo, lo que el productor y el director le habían aportado le facilitó continuar trabajando; aquel día añadió algunas escenas maravillosas a la historia. A las seis seguía sentada a su mesa, satisfecha por un buen día de trabajo.

Por la noche, estaba tumbada en la cama mirando la televisión sin prestar demasiada atención, cuando recibió la sorprendente llamada de Douglas. Tanya le informó sobre todos los cambios que había hecho en el guión durante el día y el productor pareció encantado de comprobar que se había puesto en acción con tanta rapidez. Era como si Tanya en lugar de escuchar, hubiera absorbido sus palabras y estas hubieran penetrado en ella de manera inmediata.