Bess le acarició la cara con profunda ternura.

– ¿Dónde he estado yo mientras tú crecías tanto?

– No lo sé.

– Yo sí; he estado ocupada en mi negocio. Ahora comprendo que he pasado demasiado tiempo en él y no te he dedicado a ti el suficiente en el último par de años. Si lo hubiera hecho, habría visto florecer esa relación entre tú y Mark y anoche no me habrías pillado desprevenida.

– Mamá, lo afrontaste muy bien.

– No, tú lo afrontaste muy bien, al igual que Mark. Tu padre quedó muy impresionado con él.

– Lo sé. Hoy he hablado con él. La madre de Mark lo ha llamado y me ha dicho que también pensaba telefonearte a ti; ¿lo ha hecho?

– Sí. Es encantadora.

– Sabía que te caería bien. Entonces ¿cenaremos juntos el sábado por la noche? ¿No hay objeciones?

– Ahora que sé lo que sientes, ninguna.

– Menudo alivio. Papá me ha explicado que charlasteis de lo demás, del vestido y de mi deseo de que entremos juntos en la iglesia. ¿Es así?

– Lo haremos.

– ¿Me dejarás usar tu vestido?

– Si te queda bien, sí.

– ¡Oh, mamá! Sé que temes que al ponerme tu traje caiga una especie de maleficio sobre mi boda, pero ésos son cuentos chinos. No son los vestidos los que hacen que un matrimonio salga bien, sino las personas. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– El traje me gusta, es todo. Solía ponérmelo cuando no estabas en casa. Apuesto a que nunca te enteraste, ¿no es así?

– No, nunca.

– En cierto modo es culpa tuya por guardar algo tan irresistible en una zona prohibida. Algún día te contaré algunas de las travesuras que Randy y yo solíamos hacer cuando no estabais en casa.

Bess la miró con desconfianza.

– ¿Por ejemplo?

– ¿Recuerdas aquel manual sobre sexualidad que acostumbrabas esconder entre las sábanas, en el armario de la ropa blanca de tu cuarto de baño? Tenía ilustraciones de todas las posiciones. Nunca pensaste que nosotros sabíamos que estaba allí, ¿verdad?

– ¡Menudos diablillos!

– Sí, eso éramos. ¿Te acuerdas del jarrón que desapareció un día y no lograste encontrar? ¿El blanco con una cenefa de corazones rosas? Lo rompimos una noche mientras jugábamos a los monstruos en la oscuridad. Acostumbrábamos apagar todas las luces, y uno se escondía mientras el otro caminaba como Frankenstein, con los brazos abiertos. Una noche… ¡Zas!, adiós a tu florero. Como sabíamos que te enfadarías si te lo decíamos, guardamos los pedazos en un bote de zumo de tomate que luego arrojamos al cubo de la basura. Ya entonces sabía, mamá, que algún día tendrías más jarrones que un mercadillo, y no me equivoqué. Seguro que tienes más de veinte en tu negocio.

¿Cómo podía resistirse a soltar una carcajada ante tamaña impertinencia?

– Y entretanto yo os enviaba a las clases de catecismo y os enseñaba a ser unos chicos buenos y sinceros.

– En el fondo lo éramos. Mírame ahora. Voy a casarme con el muchacho a quien he puesto en un aprieto y voy a tener un hijo suyo.

– Se hace tarde -observó Bess-. Debo marcharme. Ha sido un día muy largo.

Lisa se levantó del sofá.

– Trabajas demasiado, mamá. Deberías dedicarte más tiempo.

– Ya lo hago -repuso Bess.

– ¡Oh, sí, seguro! Sospecho que, cuando Mark y yo tengamos el bebé, te tentaremos a menudo para que bajes de tu pequeño desván. ¿Te imaginas? Mi mamá convertida en abuela. ¿Qué piensas de eso?

– Creo que mi pelo necesita un tinte.

– Ya te acostumbrarás a la idea. ¿Qué le parece a papá convertirse en abuelo?

– No hemos hablado de eso.

– Noto cierta frialdad en tu tono.

– Cambiando de tema, debo decirte que la treta que empleaste anoche fue muy desagradable.

– Sin embargo funcionó.

– Hemos establecido una tregua mientras duren los festejos de la boda. Nada más.

– ¿Ah, sí? Randy me ha contado que anoche, cuando llegó a casa, estabas tocando The homecoming.

– ¡Por el amor de Dios! ¿Es que ya no tengo vida privada?

Las dos se dirigieron a la puerta del apartamento.

– Sería fantástico que papá y tú vivierais juntos otra vez y nos visitarais, a nosotros y a vuestro nieto. Además, ya no os pelearíais por las tareas de la casa y los chicos, porque ahora somos adultos y tienes una señora de la limpieza. Por otro lado, como ya has acabado tus estudios universitarios, papá ya no te regañaría por eso, y puesto que se ha separado de Darla…

– Lisa, estás delirando. -Bess se puso el abrigo-. Estoy dispuesta a tratar a tu padre con cortesía, eso es todo. Además, te olvidas de Keith.

– No me hagas reír mamá. Hace tres años que sales con él, y Randy me ha explicado que ni siquiera pasas las noches con él. Hazme caso, Bess, ese tipo no es para ti.

– No sé qué te ocurre esta noche, Lisa, pero te muestras agresiva y creo que lo haces adrede.

– Estoy enamorada, y quiero que todo el mundo lo esté también -respuso Lisa antes de darle un beso-… Nos veremos el sábado por la noche. ¿Sabes la dirección?

– Sí. Hildy me la dio.

– No te olvides de llevar a mi hermanito.

Cuando se dirigía a su coche, Bess ya no se sentía triste. Lisa tenía en verdad el don de hacer que la gente se riera de sus propias flaquezas. Por supuesto, Bess no tenía la menor intención de reanudar su relación con Michael, pues, como había dicho, había que tener en cuenta a Keith. Al pensar en él frunció el entrecejo; sin duda no le gustaría nada que anulara la cita del sábado por la noche.

Cuando llegó a casa, y una vez que se hubo quitado el traje y las medias, lo llamó desde el teléfono de su dormitorio.

– ¿Diga? -contestó Keith después del quinto timbrazo.

– Keith, soy Bess. ¿Te he interrumpido?

– Acabo de salir de la ducha.

No había -y nunca había habido- ninguna insinuación sexual que siguiera a un comentario como ése. Era una de las cosas que Bess echaba de menos en esa relación; aun así, nunca se había atrevido a dar el primer paso y, como él no tomaba la iniciativa, faltaba la réplica pícara, íntima.

– Si lo prefieres te llamo más tarde.

– No, no, está bien. ¿Qué pasa?

– Keith, lamento mucho decirte que he de cancelar nuestra cita del sábado por la noche.

Se produjo un silencio, y Bess supuso que Keith había dejado de secarse con la toalla.

– ¿Por qué?

– Los Padgett celebran una cena en su casa para que las dos familias nos conozcamos.

– ¿Te han preguntado si tenías algún compromiso?

– A todos les iba bien esa fecha. Pensé que no estaría bien pedir que la aplazaran sólo por mí. Además, puesto que falta poco tiempo para la boda, pensé que no convenía retrasar el encuentro.

– Supongo que tu ex estará allí…

Bess se frotó la frente.

– Oh, Keith…

– ¿Estará allí?

– Sí.

– ¡Oh, magnífico!

– Por el amor de Dios, Keith, se trata de la boda de nuestra hija. No puedo eludir a Michael sin ningún motivo.

– ¡No, por supuesto que no! -le espetó Keith-. Muy bien, Bess, cuando tengas tiempo para mí, llámame.

– Keith, espera…

– No… no… No te preocupes por mí -replicó con sarcasmo-. Haz lo que consideres oportuno con Michael. Lo entiendo.

Bess detestaba el tono desabrido que adoptaba cada vez que sentía celos del tiempo que dedicaba a sus hijos.

– Keith, no te enfades, por favor.

– Tengo que colgar, Bess. Estoy mojando la alfombra.

– Está bien, pero pronto.

– Por supuesto -concedió con acritud.

Cuando colgó, Bess se frotó los ojos. A veces Keith se comportaba como una criatura malcriada. ¿Por qué siempre planteaba las cosas como si ella tuviera que elegir entre sus hijos y él? Una vez más se preguntó por qué seguía saliendo con él. Quizá sería mejor para los dos romper de una vez esa relación.

Dejó caer los brazos y pensó con fastidio en los planos que había traído a casa y la aguardaban sobre la mesa del comedor. Detestaba trabajar cuando estaba de mal humor, pues temía que su enojo se reflejara en los diseños.

Suspiró, se puso de pie y bajó para trabajar dos horas más.

Capítulo 4

La noche del sábado Bess se esmeró en su peinado. El cabello le llegaba casi hasta los hombros y tenía una amplia variedad de matices rubios. Lo rizó lo suficiente para darle más volumen y lo recogió detrás de las orejas. Su maquillaje era discreto, pero aplicado con extremo cuidado. Sus ojos parecían más grandes, y sus labios, más sensuales. Se miró al espejo, primero con expresión seria, luego sonriente, después seria otra vez.

Esa noche quería impresionar a Michael; había en ello una buena dosis de orgullo. Hacia el final de su matrimonio, cuando compaginaba los estudios con las tareas domésticas, él le había dicho durante una de sus peleas: «Mírate un poco; ya ni siquiera te arreglas. Siempre vistes tejanos y cazadoras, y llevas el pelo desgreñado. ¡No eras así cuando me casé contigo!»

¡Cómo le había herido su acusación! Había trabajado de firme para conseguir lo que deseaba, pero Michael se había negado a reconocer que era necesario sacrificar algunas cosas para que el tiempo le rindiera. Solía llevar el cabello liso, las uñas sin pintar, y nunca se maquillaba. Los tejanos y las cazadoras eran lo más fácil de lavar, de modo que se convirtieron en su uniforme habitual. Cada día, después de seis horas en la universidad, realizaba las tareas de la casa, ya que se obstinaba en encargarse de ellas. Había crecido en una familia tradicional, en la que el trabajo de las mujeres era precisamente ése, en la que los hombres no pelaban patatas, ni lavaban la ropa, ni pasaban el aspirador. Cuando Bess sugirió que Michael le ayudara, él le recomendó que se matriculara en menos asignaturas y asumiera los deberes que había acordado cumplir cuando se casaron.

Su intransigencia la había enfurecido.

Con el tiempo, su desaliño personal y su negligencia en el hogar lo alejaron de ella. Entonces encontró una mujer de hermosos cabellos ondulados, que todos los días lucía zapatos de tacón y trajes de Pierre Cardin, se pintaba las uñas, le servía café y hacía las llamadas telefónicas a sus clientes.

Bess había visto a Darla alguna vez, casi siempre en las reuniones de Navidad de la compañía. En tales ocasiones exhibía lentejuelas y zapatos de raso a juego, y el carmín de sus labios casi brillaba tanto como los pendientes que llevaba. Si Michael sólo la hubiera abandonado, Bess tal vez habría accedido a mantener con él una relación cordial, pero la había dejado por otra mujer y, para colmo, de una asombrosa belleza.

Después de obtener su título, una de las primeras cosas que hizo fue desembolsar trescientos dólares en un curso de belleza. Bajo la tutela de un profesional, aprendió qué colores le quedaban mejor qué ropa realzaba su figura, qué tonos de maquillaje debía usar y cómo aplicarlos. Le habían enseñado incluso la forma de los bolsos y zapatos que convenían a su constitución y qué estilo de pendientes le favorecían más. Se había teñido el pelo castaño de rubio, se lo había ondulado y lucía un peinado de apariencia descuidada. Se dejó crecer las uñas y se cuidaba de que el color del barniz combinara con el del lápiz de labios. En pocos años había renovado su vestuario de acuerdo con los criterios de sus asesores de imagen.

Esta noche, cuando Michael Curran la viera, no habría manchas en su blusa ni un cabello fuera de lugar.

Eligió un traje de noche rojo, de falda recta y chaqueta asimétrica, con una solapa negra de forma triangular que partía de un solo botón negro en la cintura. Se puso unos pendientes dorados muy grandes, que resaltaban su peinado y la línea bien definida de sus mandíbulas.

Una vez abotonada la chaqueta, se apretó el abdomen con las manos y se miró en el espejo de perfil. Necesitaba adelgazar unos cinco kilos. Era una lucha permanente, pero pasados los treinta años parecía mucho más rápido acumularlos que desprenderse de ellos. Había rebajado los dos kilos que había ganado durante las vacaciones, pero le bastaba con mirar un postre para recuperarlos.

De todos modos estaba satisfecha con los resultados de toda una hora de acicalamiento. Apagó la luz del dormitorio y bajó los dos tramos de escalera hasta la habitación de Randy. Cuando tenía dieciséis años, él había elegido refugiarse en una pieza en el nivel intermedio, porque era dos veces más grande que las del superior y daba al patio interior de modo que los vecinos no se quejarían cuando tocara los tambores.

Ocupaba todo un rincón su valiosa batería Pearls, doce piezas de brillante acero inoxidable, iluminadas por media docena de focos. Detrás, las dos paredes de cemento estaban pintadas de negro, y sobre una de ellas, desplegados en abanico, había pósters de sus ídolos: Bon Jovi, Montley Crüe y Cinderella. Una de las paredes restantes era blanca, y la otra estaba recubierta de corcho, que aparecía lleno de fotos de antiguas amigas, de etiquetas de cerveza y programas de actuaciones de bandas de rock. Como la habitación no tenía armarios, la ropa de Randy colgaba de una barra de acero suspendida del techo con dos cadenas. Sobre el suelo, desparramadas en absoluto desorden, se veían varias ediciones anuales de la revista Car & Driver, docenas de discos compactos, envoltorios vacíos de hamburguesas, zapatos y facturas vencidas de alquiler de vídeos.