Bess se sentó en la banqueta de ébano pulido y encendió una lamparita, que iluminó un atril vacío y la tapa del teclado cerrada. Pisó los pedales de bronce, fríos y suaves bajo sus pies enfundados en nailon. Entrelazó las manos sobre el regazo y se preguntó por qué había dejado de tocar. Tras la marcha de Michael, había repudiado el instrumento tanto como a su ex marido. ¿Acaso porque a él le gustaba tanto la música? ¡Qué infantil! De acuerdo, llevaba una vida muy ajetreada, pero había momentos, como ése, en los que ejecutar una melodía habría sido reconfortante.

Se incorporó y hojeó las partituras hasta que encontró la que buscaba.

La tapa del teclado hizo un ruido suave, aterciopelado, cuando la abrió. Las primeras notas vibraron en la habitación en penumbras. The homecoming, la canción de Lisa y de su padre. No se planteó por qué la había elegido. Mientras tocaba, sus dedos perdieron la rigidez, la tensión abandonó sus hombros y pronto empezó a experimentar una sensación de bienestar al comprobar que aún conservaba una aptitud que había permanecido adormecida demasiado tiempo.

No reparó en la presencia de Randy hasta que no terminó la pieza y él habló desde las sombras.

– Muy bien, mamá.

Bess se sobresaltó.

– ¡Randy! ¡Menudo susto me has dado! ¿Cuánto tiempo llevas ahí?

Con un hombro apoyado contra la pared, Randy sonrió.

– No mucho.

Entró despacio en el salón y se sentó en la banqueta a su lado. Vestía tejanos y una cazadora de cuero marrón muy desgastada. Tenía el pelo negro, como su padre, lo llevaba de punta en la parte superior untado de brillantina, unas ondas naturales le caían por la espalda más abajo del cuello. Randy atraía las miradas de la gente por el hoyuelo que se le formaba cuando sonreía; por su manera de inclinar la cabeza al aproximarse a una mujer. Lucía un pequeño aro de oro en la oreja izquierda, y tenía una dentadura perfecta, los ojos castaños, de pestañas negras. Había adoptado el estilo descuidado del cantante George Michael, y un aire indolente.

Sentado al lado de su madre, tocó un fa y mantuvo la tecla apretada hasta que la nota se redujo al silencio. Dejó caer la mano sobre su regazo, volvió la cabeza y esbozó una sonrisa perezosa.

– Hacía mucho que no tocabas -comentó.

– Es verdad.

– ¿Por qué lo dejaste?

– ¿Por qué dejaste tú de hablar a tu padre?

– ¿Por qué dejaste tú de hacerlo?

– Estaba enojada.

– Yo también.

Se produjo un breve silencio.

– Lo he visto esta noche -explicó Bess.

Randy desvió la mirada, pero mantuvo la sonrisa.

– ¿Cómo está el gilipollas?

– Randy, estás hablando de tu padre y no permitiré que emplees ese vocabulario.

– Te he oído llamarle cosas peores.

– ¿Cuándo?

Randy meneó la cabeza con gesto irritado.

– Vamos, mamá, reconócelo de una vez; lo odias tanto como yo y nunca lo has ocultado. ¿A qué viene todo esto? ¿De repente se te ocurre echarle flores?

– Yo no le echo flores. Sólo te he dicho que lo he visto; en el apartamento de Lisa.

Randy se rascó la cabeza.

– Ah, sí, es cierto… Supongo que Lisa ya te lo ha contado.

– Sí.

El joven miró a su madre.

– ¿Cómo reaccionaste? ¿Te dio un soponcio?

– Más o menos.

– A mí también me sorprendió la noticia, pero he tenido un día para pensar en ello y creo que todo le irá bien. Lisa está enamorada de Mark, y él es un buen muchacho. La quiere de verdad.

– ¿Por qué lo sabes?

Randy deslizó la uña del pulgar entre dos teclas.

– Voy a menudo a su casa. Lisa me prepara algo de cenar y vemos películas en vídeo juntos. Por lo general Mark está allí.

Otra sorpresa.

– Yo no sabía… que la visitabas -comentó Bess.

Randy apartó la mano del teclado y la dejó en su regazo.

– Lisa y yo nos llevamos muy bien. Me ayuda a aclararme las ideas.

– Lisa me ha explicado que has accedido a ser su padrino.

Randy se encogió de hombros.

– Y que te cortarás el pelo -añadió Bess. Randy chasqueó la lengua y sonrió.

– Eso te gusta, ¿eh, mamá?

– El pelo no me molesta tanto como la barba.

Randy y se la frotó. Era espesa y oscura, y sin duda atraía a muchas jovencitas.

– Sí, bueno, tal vez me la afeite.

– ¿Tienes alguna chica que vaya a echarla de menos? -preguntó Bess en son de broma.

Hizo ademán de pellizcarle la mejilla, y él se echó hacia atrás al tiempo que movía las manos como si hiciera kárate.

– ¡No me provoques, mujer!

Los dos fingieron prepararse para iniciar una pelea, después rieron y se abrazaron. No importaban los quebraderos de cabeza que él le causaba, pues momentos como ése eran su recompensa. Había algo maravilloso en tener un hijo adulto. Sus muestras de afecto la resarcían de su soledad, y gracias a él tenía a alguien de quien ocuparse, una razón para mantener la nevera llena. Probablemente ya era tiempo de echarlo del nido, pero detestaba la idea de perderlo, aunque no era frecuente que intercambiaran bromas como ésa. Cuando él se marchara, sólo quedaría ella en esa casa enorme, y habría que adoptar una decisión.

Randy la soltó y ella le sonrió con cariño.

– Eres un coqueto incorregible.

Él se llevó las manos al corazón.

– Me ofendes, mamá.

Bess decidió acabar con las chanzas.

– En cuanto a la boda… -dijo-, Lisa nos ha pedido a tu padre y a mí que entremos con ella en la iglesia.

– Sí, lo sé.

– Al parecer se celebrará una cena en la casa de los padres de Mark para que las dos familias nos conozcamos. -Hizo una pausa y, al ver que Randy permanecía en silencio, preguntó-. ¿Podrás soportarlo?

– Lisa y yo ya hemos hablado de eso.

Los labios de Bess formaron un «oh» silencioso. No cabía duda de que sus hijos mantenían una relación excelente.

– No te preocupes -agregó Randy-, no pondré en aprietos a la familia. -Tras mirar a su madre a los ojos inquirió-: ¿Y tú?

– No. Tu padre y yo charlamos después de salir del apartamento de Lisa. Hemos decidido respetar sus deseos. Hubo intercambio de ramos de olivo en son de paz.

Randy levantó las manos y se golpeó las caderas.

– Bueno, entonces… supongo que todo el mundo está feliz.

Cuando se disponía a ponerse en pie Bess lo cogió del brazo.

– Hay algo más.

Randy esperó con actitud indolente.

– Tu padre y Darla han iniciado el divorcio. Considero que debes saberlo.

– Sí, Lisa me lo comentó. El amor se acaba y se abandona, Curran. -Soltó una carcajada de amargura y agregó-: La verdad, mamá, me importa un bledo.

– Está bien. Ya te lo he dicho. Fin de la obligación maternal.

Randy se levantó de la banqueta y se detuvo en las sombras.

– Es mejor que tengas cuidado, mamá. Pronto llamará otra vez a tu puerta; así actúan los tipos como él… Necesitan tener una mujer y acaba de librarse de una. Ya te engañó una vez y espero que no le permitas hacerlo de nuevo.

– Randy Curran, ¿crees que soy idiota?

El muchacho dio media vuelta y se dirigió hacia la arcada que conducía al comedor. Antes de cruzarla se volvió hacia su madre.

– Bueno, cuando llegué estabas tocando su canción preferida.

– ¡Da la casualidad de que también me gusta a mí!

Sin dejar de mirarla, Randy dio unas palmadas sobre el marco de la puerta.

– Sí, mamá. Por supuesto.

Capítulo 3

Al día siguiente, cuando Bess salió de casa para dirigirse a su negocio, el valle del río St. Croix yacía bajo un manto de bruma invernal. Era una mañana gélida, sin viento. Hacia el sur se elevaba un penacho blanco, inerte, de la alta chimenea de ladrillo de la central eléctrica de Northern States y la nube inmaculada se convertía en un envoltorio inmóvil suspendido contra el cielo de color peltre. Hacia el norte, la escarcha adornaba los cables del viejo puente levadizo de acero negro que conectaba Stillwater con Houlton (Wisconsin).

A Stillwater la llamaban la ciudad del río. Estaba encerrada en una hondonada rodeada de colinas boscosas, ríos, cañadas y riscos de piedra caliza que la empujaban hacia las aguas plácidas del río, de las que había tomado su nombre. Había sido la meca para los leñadores del siglo XIX que trabajaban en los pinares del norte y gastaban sus ganancias en las cincuenta tabernas y los seis burdeles, todos ellos desaparecidos mucho tiempo atrás. También habían desaparecido los magníficos pinos blancos, que antaño habían sido la fuente de riqueza de la población. No obstante, Stillwater hacía honor a su herencia de antiguos aserraderos, casas de huéspedes para los taladores y mansiones victorianas construidas por los comerciantes de maderas adinerados, cuyos nombres todavía figuraban en la guía telefónica local.

A primera vista parecía una ciudad de tejados -campanarios, buhardillas, agujas y torrecillas de las caprichosas estructuras erigidas en otro tiempo-, los cuales descendían hacia la estrecha parte baja de la localidad que bordeaba la orilla oeste del río.

Bess contempló el panorama mientras bajaba por la calle Tres, tras haber dejado atrás el viejo palacio de justicia. Giró a la derecha en Olive para enfilar Main Street, la vía comercial de alrededor de un kilómetro, que se extendía desde las cuevas de piedra caliza de la vieja fábrica de cerveza de Joseph Wolf al sur hasta las paredes del molino Staples al norte. Sus edificios eran del siglo pasado, ornamentados, de ladrillos rojos, con ventanas en arco en el segundo piso, faroles antiguos en la fachada y senderos estrechos. De ella partían veredas de guijarros que descendían hasta el río, a una manzana de distancia. En verano, los turistas paseaban por la ribera, disfrutaban de sus jardines de rosas, se sentaban a la sombra del torreón de la ciudad en Lowell Park o al sol, sobre el césped verde, mientras lamían cucuruchos de helado y observaban cómo las embarcaciones surcaban las aguas azules del St. Croix. Algunos realizaban recorridos turísticos en el Andiamo, el viejo barco de rueda de paletas, o se sentaban en los restaurantes de la orilla, bebían refrescos, comían bocadillos y admiraban la superficie rizada del agua desde la sombra de elegantes viseras de terciopelo mientras pensaban en lo fantástico que sería vivir allí.

Eso era en verano.

Ahora estaban en invierno.

Ahora, en pleno enero, las rosas habían desaparecido. Los barcos estaban en dique seco en los cinco puertos deportivos del valle. El Andiamo dormía rodeado de hielo. El carro de los helados tenía sus ventanitas cerradas, aseguradas con tablas de madera, y estaba cubierto por una cúpula de nieve. Las esculturas de hielo frente al Grand Garage habían perdido sus bordes perfectos y degenerado en vagos recuerdos de los barcos de vela y los ángeles que habían sido durante los bulliciosos días de Navidad.

Bess tomó su habitual madalena con café en el restaurante del club St. Croix, junto a una estufa, antes de dirigirse a su negocio. Se hallaba en Chestnut Street, a dos puertas de Main Street, en un edificio antiguo con dos jardineras azules en las ventanas, una puerta del mismo color y un letrero que rezaba: lirio azul, diseño de interiores, y una flor estilizada debajo de las palabras.

El interior era sombrío, pero olía a los popurrís y las velas aromáticas que vendía. La casa tenía noventa y tres años, era apenas un poco más ancha que un pasillo de hospital, pero profunda. La puerta principal estaba orientada al norte, por lo que el local era fresco en verano. Esa mañana se filtraba una corriente de aire helado.

Las paredes eran de color crema, a juego con la pintura del maderamen, y debajo de las molduras del techo había un ribete de lirios azules, del mismo tono que la moqueta. Dicha flor aparecía también en el logotipo que colgaba de la pared de la escalera, detrás del escritorio, y en las bolsas de papel que entregaban a los clientes.

La abuela Molly había cultivado lirios azules en su jardín de North Hill. Ya de niña Bess soñaba con montar un negocio y sabía cómo se llamaría.

Por entre el laberinto de lámparas, postales artísticas, atriles, marcos de bronce, muebles pequeños y plantas secas Bess se abrió paso hasta el pequeño mostrador situado junto a una antigua escalera empinada que conducía a un minúsculo desván; era tan reducido, de tan baja altura, que Bess tocaba con el pelo la chapa de estaño en relieve que cubría el techo. En los tiempos de apogeo de la ciudad, algún contable había pasado sus días allí, ocupado con los asientos en el libro mayor y los recibos de pagos en efectivo. Bess pensaba que el hombre debía de haber sido un enano o un jorobado.

Abrió la caja registradora y encontró varios mensajes que Heather le había dejado el día anterior, los recogió junto con su termo de café y subió por los peldaños. El lugar estaba tan atestado de cosas que se vio obligada a hacer equilibrio sobre un pie e inclinarse por encima de la maraña de objetos, rollos de papel y libros para encender primero una lámpara de pie y después el fluorescente sobre el escritorio. Como oficina, el desván era de todo punto inadecuado; sin embargo, cada vez que pensaba en dejar ese local para adquirir uno mayor, era precisamente esa pieza la que la hacía desistir. Tal vez eran las mañanas como ésa, cuando su estrecho lugar de trabajo recogía el calor que ascendía desde la planta baja y conservaba el aroma del café. O quizá era, sencillamente, que tenía carácter e historia, lo que ejercía una atracción especial sobre Bess. Sentía una ligera repulsión ante una oficina moderna en un cubículo aséptico.