– Creo que es lo mejor. ¿Cuál sería la otra opción? ¿Aborto, adopción, o que Lisa se encargue sola de la criatura? Puesto que los dos se aman y quieren casarse, no tendría mucho sentido.

Bess suspiró y cruzó los brazos.

– Supongo que reacciono como una madre que quiere una garantía de que su hija será feliz. -Al cabo de unos segundos añadió-: Cuando nosotros contrajimos matrimonio, ¿no pensaste que sería para toda la vida?

– Por supuesto, pero no puedes aconsejarle que no se case por temor a que cometa los mismos errores en que tú incurriste. No sería realista. Lo que tienes que hacer es mostrarte sincera con ella y sobre todo contigo. Si tú…, supongo que debería decir si nosotros admitimos nuestros fallos y les prevenimos para que no caigan en ellos, tal vez consigamos redimirnos nosotros mismos.

Mientras Bess reflexionaba al respecto, se acercó la camarera y volvió a llenarles las tazas. Cuando se fue, Bess tomó un sorbo de su humeante café.

– Bien, ¿qué piensas de lo demás? -preguntó-. Me refiero a que entremos con ella en la iglesia y se ponga mi vestido.

Permanecieron unos minutos en silencio, con la mirada baja, como si se imaginaran ofreciendo una escena de armonía frente a unos doscientos invitados, algunos de los cuales sin duda habían estado presentes en su boda. La idea les repugnaba.

– ¿Qué opinas tú, Bess?

La mujer respiró hondo y suspiró.

– No fue nada agradable recibir una reprimenda de mi propia hija. Algunos de sus reproches me enfurecieron. Pensé: ¿Cómo te atreves a sermonearme, criatura inmadura?

– Y ahora ¿qué piensas?

– Bueno, estamos hablando, ¿no?

Ambos recordaron los seis años de silencio y cómo su enemistad había afectado a sus hijos.

– ¿Crees que podremos complacerla? -inquirió Michael.

– No lo sé…

Bess miró los automóviles del aparcamiento a través de la ventana y se imaginó avanzando con Michael por la nave de la iglesia otra vez; viendo su traje de novia en una ceremonia otra vez, sentada a su lado en el banquete de boda otra vez.

– No lo sé… -repitió más serena.

– Creo que no tenemos otra opción.

– Así pues, ¿quieres que acepte cenar en la casa de los Padgett?

– No nos cuesta nada disimular nuestro distanciamiento por un rato…, por el bien de Lisa.

– De acuerdo, pero primero deseo hablar con ella para asegurarme de que no se casa coaccionada y explicarle que, si toma otra decisión, tú y yo la apoyaremos.

– Por supuesto. Considero que es lo más conveniente.

– En cuanto al vestido, ¿qué debo decir?

Ese punto tocaba más de cerca al hogar que todos los demás.

– ¿Qué hay de malo en que se lo ponga?

– Oh, Michael… -La invadió una repentina confusión y desvió la mirada.

– ¿Piensas que porque lo usaste tú y el matrimonio no perduró trae mala suerte? ¿O que algún invitado lo reconocerá y considerará que es un error? Sé razonable, Bess. ¿Quién, salvo tú, yo y tal vez tu madre, se acordará del traje? Opino que deberías dejárselo. Así me ahorraré quinientos dólares…

– Siempre has sido masilla en sus manos.

– Sí, y me gusta.

– ¿Necesito mencionar que habrá que trasladar el piano otra vez?

– Soy consciente de ello.

– Eso trastocará su presupuesto.

– Yo lo pagaré. Cuando lo compré, me comprometí a abonar la factura de las mudanzas del piano.

– ¿Le prometiste eso? -preguntó Bess sin disimular su sorpresa.

– Sí, y le pedí que no te lo comentara, puesto que no hacías más que dar la lata por culpa del piano.

Bess estuvo a punto de soltar una carcajada. Se miraron y reprimieron las sonrisas.

– Está bien. Volvamos atrás, muchacho, a tu comentario sobre ahorrarte quinientos dólares. De ello deduzco que te ofrecerás a costear la boda.

– Ha sido muy noble por su parte no haber pedido ninguna ayuda, pero sólo un avaro permitiría que su hija desembolsara semejante cantidad de dinero cuando él gana unos cien mil dólares al año.

Bess enarcó las cejas.

– ¿Has dejado caer ese comentario con tanta elegancia sólo para asegurarte de que yo lo supiera? El caso es que a mí también me va bastante bien. No cobro cien mil al año, pero sí lo suficiente para que insista en pagar la mitad.

– De acuerdo; trato hecho.

Michael tendió la mano por encima de las tazas de café. Ella se la estrechó y los dos sintieron una sacudida familiar. Sus expresiones se tiñeron de creciente culpabilidad y se apresuraron a romper el contacto.

Michael se tocó el estómago.

– He tomado suficiente café para permanecer despierto hasta las tres.

– Yo también.

– ¿Nos vamos? -propuso él.

Bess asintió y los dos apartaron las sillas de la mesa.

– ¿Cómo está tu madre? -inquirió Michael mientras se ponían los abrigos.

– Infatigable como siempre. Sólo oírla me deja sin aliento.

Michael sonrió.

– Salúdala de mi parte, por favor. La he echado de menos.

– Lo haré. De todos modos, si se celebra la boda, no hay duda de que podrás saludarla personalmente.

– Y tu hermana, Joan, ¿todavía vive en Colorado?

– Sí. Sigue casada con ese imbécil y se niega a divorciarse porque es católica.

– ¿Os veis de vez en cuando?

– No muy a menudo. Ya no tenemos nada en común. Por cierto, Michael… -Bess vaciló. Por primera vez sus ojos reflejaron ternura-. Lamento mucho lo de tu madre…

– Y yo lo de tu padre.

Los dos habían perdido a uno de sus progenitores después del divorcio, pero a ella todavía le quedaba uno.

– Aprecié mucho que fueras al funeral -reconoció Michael-. Ella siempre te quiso.

Bess había acudido acompañada por los chicos, de la misma manera que Michael había asistido al entierro de su suegro, pero habían guardado las distancias y se habían limitado a presentar sus condolencias al otro. El vínculo con los suegros había sido uno de los más difíciles de deshacer.

– La muerte de mamá fue un golpe durísimo para mí -admitió Michael-. Siempre deseé haber tenido hermanos, pero ¿de qué sirven los deseos? Tengo cuarenta y tres años, de modo que ya debería haberlo aceptado.

Nunca le había gustado ser hijo único y muchas veces había hablado con Bess del tema. Ella, por su parte, habría querido llevarse mejor con su hermana. Había siete años de diferencia entre ella y Joan, por lo que en la infancia no habían compartido juegos ni amigas. En sus recuerdos, Joan parecía más bien un tercer progenitor. Cuando se casó y se mudó a Denver hubo muy pocos cambios en la vida de Bess y, si bien se escribían de vez en cuando, las cartas eran de compromiso.

Experimentaron una sensación extraña mientras permanecían allí parados, compadeciéndose por la soledad del otro y la pérdida de sus seres queridos. Ambos habían sabido sobrellevar la tristeza, pero esa empatía era una imposición, por lo que sintieron la necesidad de separarse.

– Bueno, es tarde. Debo marcharme -dijo Bess.

Salió del restaurante delante de él y por un instante notó la mano de Michael en su espalda.

Recuerdos…

Ya en el aparcamiento, Michael comentó:

– Todo indica que la boda nos obligará a mantenernos en contacto. Me he mudado… -Le entregó una tarjeta-. Aquí están mi nueva dirección y mi número de teléfono. Si no estoy ahí, deja un mensaje en el contestador o llama a la oficina.

– De acuerdo.

Bess se la guardó en el bolsillo del abrigo.

Vacilaron un instante. Buscaban las palabras para separarse, mientras esa despedida se fundía con otras cien de sus años de noviazgo…, los bailes y las fiestas de las noches de fin de año, seguidos por abrazos y besos apasionados en los escalones de la puerta de la casa de Bess. La evocación duró apenas unos segundos.

– Así pues, ¿telefonearás a Lisa? -preguntó Michael.

– Sí.

– Tal vez yo también la llame, sólo para hacerle saber que estamos de acuerdo.

– Está bien… Buenas noches.

– Buenas noches, Bess.

Una vez más se produjo un vacío momentáneo cuando ninguno de los dos se movió. Por fin dieron media vuelta y se encaminaron hacia sus respectivos coches.

Bess arrancó el motor y esperó a que se calentara. Michael se lo había enseñado mucho tiempo atrás: un automóvil dura más en Minnesota si se lo deja calentar en invierno. Eso fue en los años difíciles, cuando conservaban los vehículos durante cinco o seis años. Ahora ella podía permitirse comprar uno nuevo cada dos años. En la actualidad conducía un Buick Park Avenue. Aguardó para ver de qué marca era el de su ex marido, incapaz de contener la curiosidad. Oyó el rugido sordo de su motor cuando pasó detrás de ella y captó en el espejo retrovisor el resplandor fugaz de un techo plateado. Se dio la vuelta cuando él entró en el lago de luz que formaba un farol desde lo alto e identificó un Cadillac Seville. Así que era cierto… Le iba muy bien. Seis años atrás, de buena gana habría clavado alfileres en un muñeco que representara a Michael Corran. Esa noche, sin embargo, experimentó cierto orgullo porque alguna vez, hacía mucho tiempo, había elegido a un triunfador y ahora, enfrentados a una boda repentina, no tendrían necesidad de escatimar nada a su hija. Extrajo del bolsillo la tarjeta de Michael y encendió la luz del interior del coche. «Lake Avenue 5.011, White Bear Lake», leyó.

Conque se había mudado a White Bear Lake, a unos dieciséis kilómetros del barrio donde residía ella. ¿Por qué, si en los últimos cinco años había vivido en una zona residencial del oeste de Minneapolis? Demasiado cerca para que me sienta tranquila, pensó. Volvió a guardar la tarjeta en el bolsillo del abrigo y puso el vehículo en marcha.


Veinte minutos después enfiló el sendero en forma de herradura de la casa que ella y Michael habían compartido en Stillwater, Minnesota. Era un edificio georgiano de dos pisos en la Tercera Avenida, cerca del río St. Croix, con un mirador a cada lado de la puerta central, que estaba custodiada por cuatro columnas que soportaban un techo semicircular rodeado por una barandilla. Detrás de ésta, en el segundo piso había una enorme ventana panorámica desde donde se dominaba el jardín. Cuando la vieron, Bess había comentado a Michael que daba la impresión de estabilidad y seguridad, que era la clase de vivienda que aparecía en las ilustraciones de los libros infantiles, la clase de casa donde sólo podría vivir una familia feliz.

Se enamoraron de ella al instante. Una vez dentro, habían contemplado la magnífica vista del río St. Croix y, a lo lejos, Wisconsin. El emplazamiento era estupendo, en la cresta del risco, y un majestuoso arce se alzaba en el centro del patio posterior. Después de ver el lugar, los dos quedaron boquiabiertos de deleite.

Nada de lo ocurrido desde entonces había cambiado la opinión de Bess sobre la casa. Le seguía gustando, lo suficiente para efectuar los pagos por la mitad legal de Michael desde que Randy había cumplido los dieciocho años.

Aparcó el automóvil en el garaje doble adosado a la vivienda, bajó la puerta automática y se dirigió a la cocina por la entrada de servicio. Gracias a la prosperidad de su negocio, había realizado en ella importantes reformas. Ahora tenía armarios de formica blanca, suelo de vinilo azul marino y una alfombra color crema en el comedor contiguo. El nuevo mobiliario era una combinación de tonos azules y damasco, inspirada en la vista del río y los espectaculares amaneceres que se contemplaban desde el lado este de la casa.

Bess cruzó la cocina en forma de U y arrojó su abrigo sobre el sofá situado frente a una vidriera. Encendió una lámpara de pie, que tenía la base de cerámica torneada y una pantalla en forma de címbalo, y fue hasta la ventana para subir las persianas. El estampado de las cortinas era cargado arriba, sencillo abajo; espléndidas cenefas en ondas y flores azul y damasco, a juego con el tapizado de dos sillones y el largo sofá, con sus trece almohadones.

Bess observó el paisaje invernal por la ventana: el patio cubierto de nieve, con el arce ancestral, que montaba guardia; el sendero que descendía por el risco poblado de matorrales; el ancho río y, más allá, cerca de Wisconsin, a unos ochocientos metros de distancia, puntos luminosos de las viviendas que salpicaban las lomas oscuras, altas y boscosas.

Pensó en Michael…, en Lisa…, otra vez en Michael…, y en el nieto que había de nacer. En ningún momento habían pronunciado la palabra, pero había estado allí, entre ellos, en el restaurante, tan real como sus tazas de humeante café.

¡Dios mío, vamos a tener un nieto!

La idea estalló como un trueno en su cabeza, Se llevó la mano a la boca y se le formó un nudo en la garganta. Era difícil odiar a un hombre con quien se comparte un hito semejante.

Las luces al otro lado del río comenzaron a titilar y se dio cuenta de que tenía lágrimas en los ojos. Convertirse en abuelo era algo que sucedía a los otros. En los anuncios de televisión los representaban parejas de sesenta y cinco años, cabellos grises, caras redondas y sonrosadas, que horneaban pastelitos junto con los chiquillos, telefoneaban a sus nietos, abrían sus puertas en Navidad y recibían a dos generaciones con los brazos abiertos.