Echaban alguna cabezada mientras aguardaban. Hacia la medianoche se dirigieron a la sala de espera, donde Jake Padgett dormía tendido en el sofá. Hildy, sentada en una mecedora de madera, realizaba una labor de punto de cruz y los saludó en silencio con la mano al verlos en el umbral.
De pronto los acontecimientos se precipitaron. Lisa sentía contracciones cada cinco minutos; Mark se puso una bata y una mascarilla azul para presenciar el nacimiento y cogió de la mano a su esposa. Marcie Unger, que había sustituido a la enfermera Meers, permaneció junto a la parturienta.
Bess y Michael aguardaban en la sala de espera, junto a Jake y Hildy Padgett.
Bess observó a Michael. Sus ojos eran preciosos y tenían el poder de confortarla.
– ¿Cómo te sientes? -preguntó Michael.
– Asustada. ¿Y tú?
– También.
– No debemos preocuparnos. Todo saldrá bien. Estoy segura.
Al hablar se sintieron más tranquilos.
– Con un poco de suerte, Michael, este chico heredará tus ojos.
– Algo me dice que todos tendremos suerte a partir de ahora -repuso él al tiempo que le dedicaba un guiño.
En la sala de parto, la cabecera de la cama estaba elevada en un ángulo de 45 grados. Lisa tenía las rodillas dobladas debajo de la sábana y los ojos cerrados mientras jadeaba con la cara brillante de sudor.
– Tengo que… tengo que pu… pujar -balbuceaba.
– No, todavía no -indicó Marcie Unger-. Reserva las fuerzas.
– Es el momento… sé que es… oh… oh… oh…
– Sigue respirando como te dice Mark.
– Respira hondo esta vez -aconsejó Mark a su lado.
Apareció otra enfermera pertrechada con una bata y una mascarilla.
– La doctora estará aquí en un minuto. Hola, Lisa, soy Ann -se presentó-. He venido para hacerme cargo del bebé en cuanto llegue. Yo lo mediré, lo pesaré y lo bañaré.
Lisa asintió y Marcie Unger retiró la sábana que le cubría las piernas, después la barandilla de la cama y colocó un par de reposapiés.
– Utilízalos si lo deseas -le informó a Lisa.
En las barandas de los costados ajustó dos piezas que parecían un manillar de bicicleta, con los puños de plástico, y puso la mano izquierda de Lisa en una de ellas.
– Esto te ayudará a hacer fuerza cuando debas pujar.
– Ahí viene otra… -anunció Mark-. Vamos, mi amor… Jadea, jadea, jadea, sopla…
La doctora apareció vestida como todos los demás, con bata, máscara y gorro azules.
– ¿Cómo te encuentras, Lisa? -preguntó mientras echaba un vistazo a los monitores.
– Hola, doctora Lewis -saludó Lisa con el máximo entusiasmo que podía exhibir y voz débil-. ¿Dónde ha estado todo este tiempo?
– No te preocupes, me he mantenido al corriente. En primer lugar vamos a hacer que rompas aguas, Lisa. Después todo sucederá bastante deprisa.
Lisa asintió y miró a Mark, que le sostenía la mano entre la suya y le acariciaba los dedos.
Minutos más tarde un fluido rosado manó de las entrañas de Lisa y manchó las sábanas debajo de ella. La siguiente contracción arrancó fuertes gemidos de dolor a Lisa, que se estremeció y se aferró a las manijas mientras trataba con todas sus fuerzas de pujar.
Sin embargo el niño se negaba a salir.
– Lisa, vamos a ayudarte un poco -informó la doctora-. Colocaremos en la cabeza del bebé una taza de succión para que la próxima vez que pujes podamos tirar de él. ¿De acuerdo?
– ¿Hará daño al bebé? -preguntó Lisa.
– No -contestó la doctora.
– De acuerdo.
– Ahí viene… -anunció unos minutos después la doctora Lewis.
Lisa empujó, la doctora tiró, y emergió una cabeza minúscula con los cabellos negros y ensangrentados.
– ¡Ya está!
– ¿Ya ha nacido? -suspiró Lisa entre jadeos.
– Falta poco. Un empujón más y estará fuera.
Tras la siguiente contracción se produjo el maravilloso milagro del alumbramiento.
– ¡Es una niña! -exclamó la doctora.
Lisa sonrió.
– ¡Bien! -vociferó.
La enfermera enseñó a Natalie Padgett a su flamante familia.
– Hola, Natalie -dijo Michael.
Cogió en brazos a su preciosa nieta y la admiró junto con Bess. La tentación de besarla era irresistible, pero no lo hicieron. Ambos tenían los ojos empañados por las lágrimas.
Pasó la recién nacida a Bess, quien la sostuvo apenas unos segundos antes de que la reclamara el padre, y después la enfermera Ann. Hildy entró con Jake, y Bess y Michael volvieron a la sala de espera contigua, donde reinaba un silencio absoluto y estaban solos. Se abrazaron en silencio durante largo rato. El nacimiento de su nieta se fundía en sus recuerdos con el de Lisa.
– Nunca pensé que me sentiría así -comentó Michael con la voz ronca de emoción.
– ¿Cómo? -susurró ella.
– Completo.
– Sí, ésa es la palabra.
– Es una parte de nosotros que ha venido al mundo. ¡Dios mío, me estremezco sólo de pensarlo!
Bess tenía un nudo en la garganta mientras permanecía en los brazos de Michael y le frotaba la espalda a través de la áspera bata azul.
– Oh, Michael…
Permanecieron unidos en un largo abrazo hasta que se atemperaron sus emociones.
– ¿Cansada? -preguntó Michael.
– Sí, ¿y tú?
– Estoy exhausto.
Él la apartó un poco y la miró a la cara.
– Bueno, no hay ninguna razón para que nos quedemos aquí. Vamos a ver una vez más a la nena y a despedirnos de Lisa.
En la habitación contigua, los flamantes padres ofrecían una escena que enternecía el corazón. Con la criatura envuelta en una manta rosa entre los dos, Lisa y Mark rebosaban de amor y felicidad. Se les veía tan exultantes que parecía un delito interrumpirlos.
Bess se inclinó hacia Lisa, le acarició el pelo y la besó en la mejilla. Luego rozó con los labios la cabecita del bebé.
– Buenas noches, querida. Te veré después, esta misma tarde.
A continuación se acercó Michael y también la besó, embargado por las mismas emociones que Bess.
Felicitaron y abrazaron a Mark y salieron juntos del hospital.
Amanecía cuando salieron. Los gorriones piaban desde los árboles cercanos mientras el cielo comenzaba a iluminarse. El aparcamiento estaba casi vacío cuando Bess y Michael lo cruzaron con lentitud.
Cuando se acercaban al coche de Bess, Michael la cogió de la mano.
– Ya somos abuelos.
Ella sonrió a pesar de su cansancio.
– Un par de abuelos rendidos. ¿Tienes que trabajar hoy?
– No pienso hacerlo. ¿Y tú?
– Debería ir al negocio, pero creo que dejaré que Heather se las arregle sola. Dormiré un rato y volveré para ver a Lisa y al bebé.
– Sí, yo también.
Quedaba poco que añadir. Había llegado el momento de separarse.
Después de una noche en vela, les dolían los ojos y la espalda. No obstante permanecieron cogidos de la mano, aun cuando eran conscientes de que carecía de sentido. Uno de los dos tenía que decidirse.
– Bueno… -dijo Bess-. Nos veremos más tarde…
– Sí, hasta luego.
Bess se apartó de él como si alguien, en contra de su voluntad, la arrastrara en la dirección opuesta. Entró en su coche mientras Michael apoyaba las manos sobre la portezuela abierta, que cerró en cuanto ella puso en marcha el motor. Bess agitó la mano a modo de despedida con una expresión de tristeza en la cara.
Michael retrocedió un paso cuando el vehículo empezó a rodar y hundió las manos en los bolsillos del pantalón. Se sentía vacío y perdido mientras la observaba partir.
Cuando el automóvil hubo desaparecido de su vista, exhaló un profundo suspiro, levantó la cara al cielo y tragó para deshacer el nudo que tenía en la garganta.
Subió a su coche y se quedó sentado, inmóvil, con el motor apagado y las manos sobre el volante.
Reflexionaba sobre su futuro y lo vacío que sería sin Bess. ¿Por qué tiene que ser de esta manera?, se preguntó. Los dos hemos cambiado. Nos queremos y deseamos ver otra vez junta a nuestra familia. ¿Qué diablos estamos esperando?
Puso en marcha el motor; salió del aparcamiento a toda prisa y enfiló la calle Greeley para ir detrás de Bess sin respetar el límite de velocidad.
Frente a la casa de la Tercera Avenida frenó con un rechinar de neumáticos y se apeó. El coche de Bess estaba en el garaje, ya que la puerta estaba baja. Ascendió a la carrera por el sendero hasta la entrada, tocó el timbre, golpeó varias veces la puerta con el puño y esperó. Bess debía de haber subido a su dormitorio.
Cuando por fin apareció se quedó boquiabierta.
– ¿Qué pasa?
Él irrumpió como una tromba, cerró la puerta de un golpe y la tomó en sus brazos.
– Sabes muy bien lo que pasa, Bess. No entiendo por qué seguimos separados cuando podríamos estar juntos y felices. Deseo que… -Respiró hondo y la estrechó aún más-. ¡Oh, Dios, deseo tanto vivir contigo! -Le dio un beso breve, apasionado y posesivo antes de apretarla contra su pecho-. Quiero que Lisa y Mark traigan a su hija a nuestra casa, que la dejen a nuestro cuidado cuando les apetezca salir de noche y pasemos todos juntos la Navidad.
»Deseo que los dos tratemos de enmendar el daño que causamos a Randy. Si empezamos ahora, quizá consigamos encarrilarlo. -Se apartó un poco y juntó las manos delante de la cara en actitud de ruego-. Por favor, Bess, cásate otra vez conmigo. Te amo. Esta vez nos esforzaremos para que todo salga bien. Zanjemos nuestras diferencias, por nosotros y por nuestros hijos. ¿No comprendes que Lisa tiene razón? Oh, Bess, no llores…, por favor.
Ella le rodeó el cuello con los brazos.
– ¡Michael! Sí, yo también te amo y deseo lo mismo que tú. No sé qué va a ser de Randy, pero debemos intentarlo. ¡Nos necesita!
Se besaron como hubieran querido hacerlo en el aparcamiento del hospital. Sus labios se separaron, sus miradas quedaron clavadas en el otro, aun así fracasaron en el intento de compartir la profundidad de las emociones que los embargaban.
Michael la besó en la mejilla, sorbió sus lágrimas, y después en la boca, esta vez con mayor suavidad.
– Casémonos lo antes posible.
Bess sonrió.
– Está bien. Como tú digas.
– Hoy mismo comunicaremos la noticia a los chicos, y también a Stella -agregó Michael-. Será la segunda mujer más feliz de Estados Unidos.
Bess no dejaba de sonreír.
– La tercera, tal vez…, después de Lisa y de mí.
– De acuerdo, la tercera.
– Estoy tan rendida que no puedo tenerme en pie.
– Entonces ¿por qué no vamos a la cama?
– ¿Para hacer qué? ¿Acaso quieres que Randy nos sorprenda otra vez? Debe de estar a punto de llegar.
Michael le acarició los senos y trató de convencerla.
– Dormirás mucho mejor después… Siempre te ocurre.
– Hoy no me costará conciliar el sueño.
– Mujer cruel…
Bess se apartó y le sonrió con ternura.
– Michael, tendremos mucho tiempo para eso. Lo cierto es que estoy muy cansada y no quiero contrariar más a Randy. Actuemos con sensatez.
Michael la aferró de las manos y dio un paso atrás.
– De acuerdo, me iré a mi casa como un chico bueno. ¿Te veré más tarde en el hospital?
– Pensaba ir alrededor de las dos.
– Está bien. ¿Me acompañas al coche?
Bess sonrió, y cogidos de la mano salieron al jardín, donde el amanecer teñía el cielo de tonos púrpuras y dorados y una brisa suave movía las hojas de los arces. Las hortensias frente al garaje exhibían enormes flores blancas y la fragancia del verano se elevaba desde la tierra caliente.
Michael subió a su automóvil, cerró la portezuela y bajó la ventanilla. Bess asomó la cabeza y lo besó.
– Te amo, Michael.
– Yo también te amo y estoy seguro de que esta vez, todo saldrá bien.
– Yo también estoy convencida.
Michael arrancó el motor sin dejar de mirarla a los ojos.
– Es terrible ser madura y tener que tomar decisiones sensatas -afirmó Bess-. Daría cualquier cosa por arrastrarte hasta nuestro dormitorio y hacer el amor.
Michael solió una carcajada.
– Nos tomaremos la revancha. Espera y verás.
Bess retrocedió unos pasos, se cruzó de brazos y observó cómo el vehículo se alejaba por el sendero.
Capítulo 18
La banda terminó de tocar treinta minutos después de la medianoche. Tardaron una hora en cargar los instrumentos y cinco más en regresar desde Bemidji. Randy llegó a casa a las siete y encontró a su madre dormida y una nota sobre su cama.
Lisa ha tenido una niña, Natalie, a las cinco de esta mañana. Las dos están bien. No voy a ir al negocio, pero espero verte más tarde en el hospital. Besos, mamá.
Sin embargo, Randy no podría ir esa tarde al hospital. Dormía cuando su madre se marchó. Se levantó a las doce y cuarto a fin de prepararse para el festival de jazz de esa tarde, que empezaba a las dos en White Bear Lake.
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