Después permanecieron unos minutos en silencio y Bess miró a Michael. El estiró el brazo por encima de la manta que cubría el vientre de Lisa para coger la mano de Bess.

– Tu madre y yo tenemos algo que decirte, Lisa. -Se interrumpió para que fuera Bess quien le comunicara la noticia.

– Vamos a casarnos, hija.

En el rostro de Lisa apareció una sonrisa radiante cuando se inclinó, con el bebé sobre su brazo derecho, para abrazar a Michael. Bess se unió a ellos, y Natalie empezó a quejarse al sentirse apretada entre los cuerpos.

Bess hundió la cara en los cabellos de su hija y susurró:

– Gracias, mi amor, por conseguir que volvieran a juntarse estos dos viejos testarudos.

Lisa besó a sus padres.

– ¡Me habéis hecho muy feliz!

– Tú nos has hecho muy felices a nosotros.

Los tres sonrieron con los ojos un poco brillantes y enrojecidos. A continuación prorrumpieron en carcajadas de dicha. Lisa sorbió por la nariz y Bess se enjugó las lágrimas con la mano.

– ¿Cuándo os casaréis?

– Lo antes posible.

– ¡Oh, soy tan feliz! -exclamó Lisa-. ¡Lo hemos logrado Natalie!

– ¿Puedo unirme a esta celebración? -preguntó Stella desde la puerta.

– ¡Abuela! ¡Entra! ¡Pronto! ¡Mamá y papá tienen noticias sensacionales! ¡Díselo, mamá!

Stella se acercó a la cama.

– No me lo digas. Vais a volver a casaros.

Bess asintió con una amplia sonrisa y Stella levantó un puño en actitud triunfal.

– ¡Lo sabía! ¡Lo sabía! -Besó a Bess y luego se acercó a Michael con los brazos abiertos-. ¡Ven aquí, buen mozo!

Michael rodeó la cama y alzó a la anciana en el aire.

– Siempre pensé que esta hija mía estaba loca al divorciarse de ti. -Cuando Michael la soltó, se abanicó la cara con las manos-. ¡Ufff! ¿Cuántas emociones puede soportar una mujer en un solo día? Ahora dejadme ver a mi bisnieta. Y tú, Lisa, casamentera, ¿cómo te sientes?

Fue una tarde de festejos. Llegó Mark, seguido por el resto de los Padgett, además de dos compañeras de trabajo de Lisa y una amiga. La noticia de la reconciliación de Bess y Michael se recibió con tanta alegría y entusiasmo como el nacimiento de Natalie.

– ¿Dónde vais a vivir? -preguntó Lisa.

Sus padres se miraron y se encogieron de hombros.

– No lo sabemos -respondió Bess-. Todavía no hemos hablado de eso.

Después de las cuatro de la tarde salieron del hospital.

– ¿Dónde vamos a vivir? -preguntó Bess.

– No lo sé.

– Supongo que deberíamos hablar del tema. ¿Quieres venir a casa?

Michael le dedicó una sonrisa lasciva.

– Por supuesto.

Cada uno fue en su coche y llegaron al mismo tiempo. Bess aparcó en el garaje, Michael fuera. Él se apeó y esperó a que Bess apagara la radio y cogiera su bolso. Cuando le abrió la portezuela, se sintió exultante de felicidad por la simple razón de estar con ella. Todo parecía perfecto… La recién nacida, los planes de matrimonio, los dos hijos crecidos, el bienestar, la salud.

Bess se bajó del automóvil.

– He descubierto algo que no deja de sorprenderme -declaró.

– ¿De qué se trata? -inquirió Michael.

– Esta casa ya no me gusta tanto como antes. Lo cierto es que me encanta tu apartamento.

Michael se quedó asombrado.

– Entonces ¿deseas vivir allí?

– ¿Dónde te gustaría vivir a ti?

– En mi apartamento, pero creí que te enfadarías si lo proponía.

Bess se echó a reír, le rodeó el cuello con los brazos y lo empujó contra su coche antes de mirarlo con una sonrisa de felicidad.

– ¡Oh, Michael! ¿No es maravilloso envejecer? ¿Aprender a discernir lo importante de lo insignificante y superficial? -Le dio un beso y agregó-: Me encantará mudarme a tu apartamento, pero si hubieras sugerido que viviéramos aquí no me habría negado, porque no importa el lugar, sino el hecho de estar juntos.

– ¿No lo dirás sólo para complacerme?

– No. En cierto modo somos viejos para esta casa. Era perfecta cuando los chicos eran pequeños, pero ha llegado el momento de cambiar. Aquí hay muchos recuerdos tristes, y también felices. El apartamento representa el inicio de una nueva etapa. Además, lo hemos decorado juntos. ¡Es lógico que vivamos en él! Es más nuevo, tiene una vista maravillosa, está bastante cerca de mi negocio y de tu oficina. Hay una playa, parques…

– No necesitas convencerme, Bess, pues estoy de acuerdo contigo. Sólo hay un problema…

– ¿Cuál?

– ¿Qué pasa con Randy?

Bess le alisó la camisa y le puso las manos sobre el pecho al tiempo que lo miraba a los ojos.

– Es hora de soltar a Randy, ¿no te parece?

Michael no hizo ningún comentario. De hecho él le había dicho lo mismo la noche en que Lisa se valió de una treta para reunirlos en su casa.

– Tiene un trabajo -agregó Bess- y amigos. Es hora de que se independice.

– ¿Estás segura?

– Sí.

– Ya sé que los padres debemos tratar igual a todos los hijos, pero no siempre es posible. Algunos nos necesitan más que otros, y creo que Randy precisa de nuestra ayuda más que Lisa.

– Tal vez tengas razón. De todos modos ha llegado el momento de que viva solo.

Sellaron su decisión con un beso y permanecieron apoyados contra el coche bajo la luz del atardecer, que se colaba en el garaje.

Al cabo de unos minutos Michael anunció:

– Esta vez me quedaré contigo hasta que Randy llegue y le comunicaremos la noticia juntos.

– De acuerdo.

Bess sonrió, le rodeó la cintura con un brazo y se encaminaron hacia la casa. Al entrar oyeron que sonaba el teléfono. Bess descogó el auricular.

– ¿Señora Curran?

– Sí.

– Le habla Danny Scarfelli, un compañero de Randy. Escuche, no quiero asustarla, pero ha ocurrido algo, y creo que es grave. Ahora lo están llevando al hospital en una ambulancia.

– ¿Ha sufrido un accidente de coche?

Bess miró a Michael con una expresión de pánico en el rostro.

– No. Estábamos tocando y de repente se desplomó. Randy dice que es algo del corazón. Es todo cuanto sé. Me pidió que la llamara.

– ¿A qué hospital lo llevan?

– Al de Stillwater.

Bess le dio las gracias y colgó.

– Se trata de Randy. Está en una ambulancia.

– ¡Vamos! -exclamó Michael con resolución al tiempo que la cogía de la mano.

Salieron corriendo y se dirigieron al automóvil de Michael.

– Yo conduzco.

Durante el trayecto hasta el hospital Lakeview estaban espantados y se preguntaban: ¿Por qué ahora? Nos ha costado tanto encarrilar nuestras vidas y nos merecemos un poco de felicidad. Michael se saltó todas las señales de stop y sobrepasó el límite de velocidad. Aferrado al volante, pensaba: Debería decirle algo a Bess, tocarle el hombro, acariciarle la mano. No obstante siguió conduciendo en silencio, invadido por la angustia.

¿Cómo podía sufrir del corazón un muchacho de diecinueve años?

Llegaron a la sala de emergencias del Lakeview al mismo tiempo que la ambulancia y vieron a Randy cuando los enfermeros empujaban la camilla por un pasillo corto hasta una sección separada por cortinas. Aparecieron varios médicos que hablaban de forma atropellada, preocupados por el paciente, que se debatía entre la vida y la muerte. No prestaron atención a Michael y Bess, que se paseaban con nerviosismo cogidos de la mano.

– ¿Presión sanguínea?

– Dieciocho sobre diez.

– ¿Respiración?

– Superficial.

– ¿Arritmias?

– El corazón late muy deprisa, de forma irregular.

Ya habían adherido tres parches al pecho de Randy y la banda de un esfigmómetro le rodeaba el brazo. Alguien dio instrucciones y conectaron los monitores. Empezaron a sonar bips intermitentes. Randy tenía los ojos muy abiertos cuando un doctor se inclinó hacia él.

– Randy, ¿me oyes? ¿Has tomado algo?

El médico levantó los párpados de Randy y le examinó los ojos.

– Sus padres están aquí -anunció una mujer con un uniforme azul.

El doctor salió al pasillo y se acercó a Bess y Michael.

– ¿Ustedes son sus padres?

– Sí -respondió Michael.

– ¿Tiene algún problema cardíaco congénito?

– No.

– ¿Diabetes?

– No.

– ¿Toma alguna medicación?

– No, que nosotros sepamos.

– ¿Cocaína?

– No lo creo. Fuma marihuana a veces.

– La presión sanguínea está bajando -indicó una enfermera.

Un aparato emitió una especie de pitido.

– ¡Emergencia! ¡Parada respiratoria! -exclamó el médico.

Bess se llevó una mano a la boca con horror mientras su hijo yacía en la camilla rodeado de doctores.

Llegó más personal: dos enfermeras, un técnico de laboratorio, un radiólogo, un anestesista, que insertó un par de sondas en la nariz de Randy.

– ¡Tenemos que defibrilar!

El médico presionó el pecho del paciente con las manos. Una enfermera activó una máquina y untó dos parches con gel.

– ¡Atrás! -ordenó el médico.

Todos se apartaron de la camilla cuando la enfermera aplicó los parches al costado izquierdo del pecho de Randy.

– ¡Ahora!

La enfermera pulsó dos botones a vez.

Randy gruñó, su cuerpo se arqueo, los brazos y las piernas se le pusieron rígidos.

– Bien. Ha reaccionado -observó alguien.

Con lágrimas en los ojos, Bess se preguntaba por qué utilizaban esos métodos, por qué aplicaban corriente eléctrica a su hijo. ¡Por favor, no!

En la sala reinaba un silencio absoluto. Todos miraban fijamente la pantalla verde del monitor y la línea plana.

¡Lo han matado! ¡Está muerto! ¡No hay latidos!

– Vamos, vamos… -urgió alguien-. Late, maldita sea…

La línea verde seguía plana.

Bess y Michael estaban conmocionados.

– ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? -susurró Bess mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. Nadie respondió.

La línea verde vibró una vez…, luego otra y formó una pequeñísima loma en ese mortal horizonte. De pronto brincó y comenzó a marcar trazos uniformes. Todos los presentes suspiraron.

– Muy bien, Randy.

– Las pulsaciones vuelven a ser normales; ochenta por minuto…

Bess miró a Michael, que la abrazó mientras Randy recobraba el conocimiento.

– Randy, ¿me oyes? -preguntó un médico inclinado hacia él.

El muchacho balbuceó algo.

– ¿Sabes dónde estamos, Randy?

El paciente abrió por fin los ojos, miró las caras que lo rodeaban y trató de incorporarse con evidente inquietud.

– ¡Déjenme salir…!

El personal médico consiguió inmovilizarlo.

– Vamos, tranquilo… Todavía no llega bastante oxígeno al cerebro y continúa aturdido. Randy, ¿tomaste algo? ¿Cocaína, tal vez?

Una enfermera informó que el cardiólogo estaba en camino.

– ¿Tomaste cocaína, Randy? -repitió el doctor.

Randy negó con la cabeza y trató de levantar un brazo, pero tuvo que bajarlo porque el manguito del esfigmómetro y la sonda del suero intravenoso le impedían moverlo.

– Randy, no somos policías. No pasará nada si nos cuentas qué ocurrió. Tenemos que saberlo para ayudarte. ¿Tomaste cocaína, Randy?

– Fue la primera vez, doctor. Lo juro -murmuró con la vista baja.

– ¿Cómo la tomaste?

El muchacho no respondió.

– ¿Te la inyectaste? -Como Randy no contestaba añadió-: ¿La esnifaste?

El joven asintió con la cabeza, y el médico le dio una palmada en el hombro.

– Bien, no tengas miedo y procura relajarte. -Volvió a levantarle los párpados, le examinó los ojos y alzó e índice-. Sigue mi dedo con la mirada -indicó-. No hay nistagmo vertical ni dilatación. ¿Alguna contracción muscular, Randy?

– No.

– Bien. Voy a explicarte qué te ha sucedido. La cocaína aceleró el ritmo de tu corazón hasta el punto de que no había tiempo suficiente entre un latido y otro para llenarlo con sangre debidamente oxigenada. En consecuencia, no te llegó suficiente oxígeno al cerebro y por eso te sentiste mareado y te desplomaste. Cuando llegaste al hospital, el corazón se te paró, pero logramos que volviera a funcionar. Dentro de unos minutos te examinará un cardiólogo y es muy probable que te prescriba una medicación para mantener un ritmo cardíaco regular.

En ese momento entró el cardiólogo, que se dirigió con pasos rápidos a la camilla.

– Randy, éste es el doctor Mortenson -presentó el médico, que a continuación se acercó a Bess y Michael.

– Soy el doctor Fenton. -Tras estrecharles la mano añadió-: Supongo que están muy preocupados. Salgamos al vestíbulo, donde podremos hablar en privado.

Una vez fuera de la sala de urgencias, el doctor Fenton observó a Bess.

– ¿Se encuentra bien, señora Curran?

– Sí… sí, estoy bien, gracias.

– No hay necesidad de adoptar una actitud heroica, señora Curran. Acaba de pasar por una prueba muy dura. Vengan, nos sentaremos aquí.