Les indicó una hilera de sillas situadas frente a un escritorio. Michael condujo a Bess hasta allí cogida de la cintura, y ella tomó asiento. Una vez que los tres se hubieron acomodado, el doctor Fenton les explicó lo sucedido.

– Sé que ustedes tienen muchas preguntas, pero permítanme hablar primero y tal vez aclarar sus dudas. Creo que han oído la conversación que he mantenido con Randy. El muchacho esnifó un poco de cocaína, una sustancia que puede ocasionar efectos. En su caso desagradables. Esta vez provocó una aceleración anormal del ritmo cardíaco, lo que en términos médicos denominamos taquicardia ventricular. Cuando llegó la ambulancia, Randy yacía inconsciente porque su cerebro no recibía suficiente oxígeno. Cuando eso sucede, es preciso provocar una parada total para que el corazón recupere su ritmo normal. Por eso le golpeé el pecho y fue necesario realizar una defibrilación.

»Sin duda han notado que Randy se puso un poco agresivo cuando recobró el conocimiento; es normal, y ahora ya está más tranquilo. Tengo que advertirles, sin embargo, que el episodio puede repetirse en las próximas horas, ya sea por el efecto de la droga o por la debilidad del corazón. Presumo que el doctor Mortenson le prescribirá alguna medicación para evitar que recaiga. El problema con la cocaína es que no podemos eliminarla del organismo; sólo podemos brindar un tratamiento de apoyo y esperar a que desaparezcan los efectos de la droga.

– Entiendo, pues -intervino Michael-, que su vida todavía corre peligro.

– Me temo que sí. Las próximas seis horas serán cruciales. No obstante, su juventud constituye una ventaja. Si se acelera de nuevo el ritmo cardíaco, probablemente podremos controlarlo mediante fármacos.

En ese momento apareció el cardiólogo.

– ¿Los señores Curran?

– Sí, señor.

Michael y Bess se pusieron en pie.

– Soy el doctor Mortenson. -Tenía el cabello cano y llevaba gafas sin montura. Les estrechó la mano con cordialidad y firmeza-. Deseo informarles de que el corazón de Randy late de manera uniforme, aunque un poco deprisa. Le hemos administrado un medicamento para regularizar el ritmo cardíaco. Si lograrnos mantenerlo estable durante unas veinticuatro horas, estará fuera de peligro. Le hemos realizado análisis de sangre para cercioramos de que no hay ningún órgano afectado. De momento permanecerá aquí, en la sala de emergencias, sometido a vigilancia. Dentro de una media hora lo trasladaremos a la unidad de cuidados intensivos. Ahora está bastante lúcido y ha preguntado si estaba su madre aquí.

– ¿Puedo verlo? -inquirió Bess.

– Por supuesto.

– Gracias, doctor -repuso con una sonrisa tré mula.

– ¿Tendrá mi hijo problemas legales, doctor? -preguntó Michael.

– No. Nunca informamos de estos casos a la policía pero, dado que Randy admitió haber tomado cocaína, se le someterá a un tratamiento preventivo y es más que probable que intervenga un asistente social.

– Oí a Randy afirmar que nunca antes había probado cocaína -explicó Michael-. ¿Es posible?

– Sí. ¿Recuerdan la muerte de Len Bias, el jugador de baloncesto? Muy triste. También en su caso era la primera vez. Él ignoraba que tenía una deficiencia cardíaca, que su corazón era demasiado débil para soportar los efectos de la cocaína. Ése es el problema con esta maldita droga; puede matar aunque sea la primera vez que entra en el cuerpo. Por eso tenemos que educar a estos chicos antes de que la prueben.

– Sí… Gracias, doctor.

El personal médico de la sala de emergencias observaba los monitores cuando Bess se acercó a la camilla, seguida de Michael. Una enfermera extraía sangre del brazo de Randy con una jeringa.

– Tienes buenas venas -dijo con buen humor mientras soltaba la goma que le apretaba el brazo.

Randy esbozó una sonrisa y cerró los ojos.

Bess lo observaba al tiempo que se esforzaba por reprimir el llanto. Cuando la enfermera terminó, se marchó empujando un carrito que contenía hileras de tubos de ensayo de vidrio que tintineaban como campanitas, Bess se aproximó a la camilla y se inclinó hacia su hijo, que estaba blanco como el papel, con los ojos hundidos, las fosas nasales tapadas por los tubos de oxígeno. Del pecho le colgaban unas sondas de plástico conectadas con los monitores. Bess recordó el miedo que los médicos inspiraban a Randy cuando tenía dos años y cómo lloraba y se pegaba a ella cada vez que debían examinarlo. Una vez más trató de contener el llanto.

– ¿Randy?

Él abrió los ojos y al instante se le llenaron de lá grimas.

– Mamá… -balbuceó entre sollozos.

Bess se inclinó, puso una mejilla contra la de él y le acarició la mano.

– ¡Randy, mi amor! ¡Gracias a Dios que la ambulancia llegó a tiempo!

Bess notó que el pecho de Randy se elevaba en un intento por reprimir los sollozos. Sus cabellos olían a tabaco, y sus mejillas, a loción de afeitar.

– Lo siento… -susurró Randy.

– Yo también lo siento. Debí haber estado más cerca de ti, hablado contigo, averiguado qué te preocupaba.

– No; no es culpa tuya, sino mía. Soy un estúpido.

Bess lo miró a los ojos, tan parecidos a los de su padre.

– No digas eso. Tu padre y yo te queremos mucho.

Bess le enjugó las sienes, pero las lágrimas seguían rodando.

– ¿Cómo puedes quererme? No hago más que crear problemas.

– Oh no…, no…

Le acarició el pelo al tiempo que esbozaba una sonrisa vacilante.

– Bueno, sí; algunas veces sí, pero los padres siempre quieren a sus hijos, incluso cuando se portan mal. Hay que aceptarlos como son y, cuando te dan un disgusto, comprendes lo mucho que los amas, porque después de cada conflicto todos salen más fuertes. Y así será de ahora en adelante. Ya lo verás.

Bess le secó los ojos con una punta de la sábana, lo besó en la frente y retrocedió un paso para que Michael se aproximara.

– Hola, Randy.

El muchachó clavó la vista en su padre con los ojos empañados por las lágrimas y respiró hondo para sofocar un sollozo.

– Papá…

Michael se inclinó para besarlo en la mejilla y Randy le rodeó con los brazos, sin importarle los tubos y sondas, para atraerlo hacia sí.

Permanecieron abrazados largo rato mientras se esforzaban por reprimir el llanto.

– Papá, lo siento tanto…

– Lo sé… lo sé… Yo también.

¡Ah, por fin llegaba la reconciliación! Al cabo de unos minutos Michael se apartó, se sentó en el borde de la camilla y comenzó a acariciarle el cabello.

– Ya ha acabado todo, Randy. Ahora tenemos que recuperar el tiempo perdido. Yo también te quiero, Randy, y me duele mucho haberte lastimado.

No te mueras, añadió para sí. ¡Por favor, no te mueras ahora que por fin te he recuperado!

– No puedo creer que estés aquí después de lo mal que te he tratado.

– El problema es que no supimos cómo olvidar nuestras heridas, de modo que nos distanciamos, pero a partir de ahora hablaremos siempre que lo necesitemos, ¿de acuerdo?

– Sí -balbuceó Randy, que sorbió por la nariz y trató de pasarse la mano por los ojos.

– Déjame ayudarte. Bess, ¿hay pañuelos de papel?

Ella encontró una caja, tendió un puñado a Michael y observó cómo atendía a su hijo, igual que cuando Randy era pequeño y le limpiaba la cara o le sonaba la nariz. Al verlos juntos las lágrimas asomaron a sus ojos.

Michael volvió a sentarse.

– Ahora escucha, Randy. Tu madre tiene algo que decirte.

Se puso en pie, se situó detrás de Bess y le puso las manos en los hombros.

– Tu padre y yo vamos a casarnos -anunció ella con voz serena.

Randy permaneció en silencio mientras observaba a sus padres.

– ¿Qué opinas? -preguntó Michael al cabo de unos segundos.

– ¡Menudo sinvergüenza eres! -murmuró Randy.

– Sabía que dirías eso. Tu madre y yo hemos madurado en los últimos seis años.

– Es más, nos hemos enamorado otra vez -reconoció Bess.

Una enfermera los interrumpió.

– Dentro de unos minutos trasladaremos a Randy a la unidad de cuidados intensivos. Sería conveniente dejarlo descansar un rato.

– Sí, por supuesto.

Bess se inclinó para besar a su hijo.

– Estaremos fuera, cariño. Seguiremos hablando cuando salgas de aquí. Te adoro.

– Ahora descansa. Te quiero -dijo Michael tras dar un beso a Randy.

Se dirigieron a la sala de espera, dispuestos a afrontar la larga vigilia que les quitaría o les devolvería a su hijo.

Capítulo 19

Durante las veinticuatro horas siguientes, el tiempo transcurrió de forma extraña para Randy. Creía haber dormido una eternidad y al despertar consultaba el reloj y observaba que apenas habían pasado diez minutos. En el duermevela los pitidos del monitor se convertían en el golpe de los palillos sobre la batería; el tintineo de los tubos de ensayo se transformaba en el sonido del teclado de Tom Little; el roce de las suelas de goma sobre el suelo se le antojaba el susurro de una cola de plumas que lucía la mujer que bailaba en sus sueños con un traje de un rosa brillante mientras él tocaba con la banda; cuando la bailarina se volvió, le vio la cara: era Maryann Padgett. De pronto advirtió que un monopatín, sobre el cual iba Trotter avanzaba hacia ella, cada mez más deprisa. «¡Trotter no; ten cuidado!» Sin embargo el chaval sólo miraba sus zapatillas y saltaba por encima de la maraña de cables eléctricos, sin pensar que podía enredarse en ellos y arrastrar a Maryann consigo.

– ¡Trotter cuidado!

Abrió los ojos. Lo había despertado su propia voz.

Lisa, con los ojos nublados de lágrimas estaba junto a su cama con un bebé en los brazos y sonreía.

– Hola…

A Randy le costaba hablar.

– Hola -balbuceó-. ¿Qué haces aquí?

– He venido para mostrarte a tu sobrina.

– ¿Sí?

Consiguió dibujar una débil sonrisa, y en el rostro de Lisa percibió todo el amor que le profesaba.

Entonces voy a morir, pensó Randy.

La revelación le produjo poco miedo, sólo una increíble sensación de bienestar, de abandonar por fin la lucha sabiendo que todos lo querían. Tenía la certeza de que estaba en lo cierto, pues de lo contrario no habrían permitido que Lisa entrara con la recién nacida.

Sonrió y creyó que decía: «Me gustaría cogerla, pero es probable que la electrocute con todos estos malditos cables.»

Lisa le acercó un poco más al bebé.

– Es hermosa, ¿eh? Saluda al tío Randy, Natalie.

– Hola, Natalie… -susurró él.

¡Caramba, qué cansado estaba! Le costaba un gran esfuerzo articular las palabras. Es una niña preciosa, pensó. Lisa debe de haber hecho muy felices a papá y mamá… Ella siempre lo conseguía. Él, como de costumbre, lo había estropeado todo otra vez.

– Siento mucho no haberte visitado…

– Oh, no te preocupes -repuso Lisa.

Los párpados le pesaban demasiado para mantenerlos abiertos. Cuando se cerraron, notó que Lisa lo besaba en la frente y la manta de Natalie le rozaba la mejilla. Abrió los ojos cuando su hermana se enderezó y vio que lloraba. Entonces tuvo la certeza de que iba a morir.

Cuando despertó más tarde, la abuela Stella estaba allí, con una expresión de profunda tristeza.

Después regresaron sus padres, ojerosos y preocupados.

Luego… demasiado irreal para creerlo…, apareció Maryann, lo que carecía de sentido, a menos, claro, que hubiera muerto y estuviera en el cielo. La muchacha le sonreía, ataviada con un traje celeste. ¿No era ése el color que vestían los ángeles?

– ¿Maryann? -musitó.

– He venido para visitar a Lisa y me ha pedido que bajara a verte.

¡Hablaba! ¡Era real!

– Creía que no volveríamos a encontrarnos.

– Yo también -repuso ella-. Tal vez ahora podamos conseguir ayuda. ¿Quieres?

Maryann no era una mujer condescendiente, sino más bien autoritaria, y quería un hombre puro de cuerpo y mente. Lo más curioso era que él quería ser esa clase de hombre para ella. Randy se prometió que, si por algún milagro estaba equivocado y lograba sobrevivir, no volvería a fumar marihuana ni esnifar cocaína.

– Supongo que es hora de pedir ayuda -convino.

Cerró los ojos porque estaba tan cansado que ni siquiera la presencia de Maryann Padgett lograba mantenerlo despierto.

– Escucha -murmuró-, tendrás noticias mías cuando salga de ésta. Mientras tanto, no se te ocurra enamorarte de otro, ¿de acuerdo?

Maryann Padgett volvió a la sala de espera, donde estaba la familia de Randy, y se acercó a Lisa.

– ¿Cómo está?

– Débil, pero con ganas de hacer bromas -respondió Maryann.

La preocupación había dibujado arrugas en la cara de Lisa.

– Desde que me casé apenas le llamaba -reconoció.

Maryann la abrazó.

– No -le susurró al oído-; no tienes que culparte.