Bess acostumbraba llegar temprano. Las horas entre las siete y las diez, cuando los teléfonos no sonaban y no había clientes alrededor, eran las más productivas de su jornada. En cuanto se abriera la tienda al público, no podría dedicarse a sus papeles.

Abrió el termo, se sirvió un café, leyó los mensajes de Heather, ordenó y archivó algunos documentos, hizo algunas llamadas telefónicas y logró realizar algunos diseños antes de que Heather llegara a las nueve y media.

– ¡Buenos días, Bess! -la saludó desde abajo.

– ¡Buenos días, Heather! ¿Cómo estás?

– Muerta de frío.

Bess oyó que se abría y cerraba la puerta del sótano. Heather había colgado su abrigo.

– ¿Qué tal la cena en casa de Lisa?

Bess, que estaba hojeando un catálogo de muebles, se detuvo. Heather conocía lo suficiente de su historia con Michael, de modo que no pensaba mencionarlo.

– Muy bien -respondió-. Va en camino de convertirse en una excelente cocinera.

La cabeza de Heather apareció tras la baranda y sus pasos hicieron crujir los escalones. Se detuvo en el último peldaño. Era una mujer de cuarenta y cinco años, cabellos rubio rojizo, muy cortos, peinados en un estudiado y moderno desorden, elegantes gafas de carey y uñas pintadas de rojo con minúsculas piedras de adorno que destellaban cuando movía las manos. De pómulos prominentes, boca sensual y vestida con despreocupada elegancia, causaba una primera impresión positiva en los clientes.

Bess contaba con tres empleados que realizaban media jornada, pero Heather era su favorita, así como la más valiosa.

– Tienes una cita a las diez.

– Sí, lo sé -repuso Bess, que empezó a reunir los materiales para la visita a domicilio.

– Y otra a las doce y media, y una tercera a las tres.

– Lo sé, lo sé.

– ¿Instrucciones para hoy?

Bess entregó a Heather varias notas, le indicó que pidiera papel de empapelar y controlara los pedidos que habían de llegar antes de marcharse, con la seguridad de que no habría ningún problema durante su ausencia.

Era un día agitado, como casi todos. Tres visitas a domicilio le dejaban poco tiempo para almorzar, de manera que compró un bocadillo de ensalada de atún entre dos citas y lo comió en el coche. Condujo desde Stillwater hasta Hudson (Wisconsin), después se dirigió al norte de St. Paul y regresó al Lirio Azul en el instante en que Heather cerraba el establecimiento.

– Has tenido nueve llamadas -informó Heather.

– ¡Nueve!

– Cuatro de ellas eran importantes.

Bess estaba tan exhausta que se dejó caer en un canapé de mimbre.

– Cuéntame.

– Hirschfields, Sybil Archer, Empapelados Warner y Lisa.

– ¿Qué quería Sybil Archer?

– Su papel para las paredes.

Bess lanzó un gemido. Sybil Archer era la esposa de un ejecutivo de 3M, que debía de creer que ella disponía de una estampadora de papel en el cuarto trastero y podía producir el material con sólo chasquear los dedos.

– ¿Qué quería Lisa?

– No me lo dijo. Sólo pidió que la telefonearas.

– Gracias, Heather.

– Bueno, voy al banco antes de que cierre.

– ¿Cómo ha ido el día? -inquirió Bess.

– Terrible. Ocho clientes en total.

Bess hizo una mueca de disgusto. La mayor parte de sus ingresos provenían de sus trabajos de diseño; si mantenía la tienda era principalmente por consideración hacia los clientes que adquirían objetos de decoración.

– ¿Alguno compró algo?

– Un almanaque de Cobblestone Way, unas pocas postales y un par de paños de cocina.

– Gracias a Dios por los veranos en una ciudad turística, ¿eh?

– Bien, nos vemos mañana. ¿De acuerdo?

– Gracias, Heather.

Cuando Heather se marchó, Bess se obligó a ponerse en pie, dejó el abrigo sobre el sofá y se dirigió al desván. Como de costumbre, no había dedicado a los proyectos de diseño todo el tiempo que habría deseado. Por lo general tardaba unas diez horas en dibujar los planos, y ese día apenas había dispuesto de tres.

Una vez arriba, se quitó los zapatos de tacón, se recogió el pelo sobre la nuca y se sentó en la silla del escritorio. Retiró el envoltorio de un bocadillo de pavo y verdura que había comprado en un supermercado y abrió la lata de gaseosa baja en calorías.

Al relajarse por primera vez desde la mañana se percató de lo cansada que estaba. Dio un mordisco al bocadillo y miró la pila de páginas que esperaban ser intercaladas en un catálogo de muebles desde hacía más de dos semanas.

Todavía las observaba cuando sonó el teléfono.

– Lirio Azul, buenas tardes…

– ¿Señora Curran?

– ¿Sí?

– Soy Hildy Padgett, la madre de Mark. -Su voz era afable, ni afectada ni tosca.

– Oh, sí, hola, señora Padgett. Me alegro mucho de que me haya llamado.

– Tengo entendido que Mark y Lisa cenaron con usted anoche y le comunicaron la noticia.

– Sí, así es.

– Bueno, al parecer están decididos a convertirnos en consuegros.

Bess dejó el bocadillo sobre el escritorio.

– En efecto, así parece.

– Quiero que sepa que Jake y yo no podríamos sentirnos más felices. Pensamos que el sol se eleva para iluminar a su hija. Cuando Mark la trajo por primera vez a nuestra casa, consideramos que era la clase de chica que nos gustaría como hija política. Cuando nos anunciaron que planeaban casarse, nos alegramos muchísimo.

– Es usted muy amable. Me consta que Lisa también les aprecia a ustedes muchísimo.

– Claro que nos sorprendió un poco saber que esperaban un bebé. Jake y yo tuvimos una larga charla con Mark para comprobar si estaba seguro del paso que iba a dar, y comprendimos que de cualquier manera tenía la intención de contraer matrimonio con Lisa, que los dos deseaban tener un hijo y se sienten muy felices.

– Sí, ellos nos dijeron lo mismo.

– Es maravilloso. Estos chicos parecen muy sensatos.

Una vez más Bess sintió una punzada de remordimiento, quizá incluso de celos, porque ella conocía a Mark y a Lisa como pareja mucho menos que esa mujer.

– Le seré franca, señora Padgett; yo apenas he visto a Mark, pero anoche, durante la cena, advertí que es un muchacho íntegro y era sincero al decir que desea ese matrimonio.

– Nosotros les hemos dado nuestra bendición, y ahora ellos quieren que nos conozcamos. Por eso propuse celebrar una cena aquí, en mi casa. Espero que el sábado por la noche le vaya bien.

– El sábado por la noche… -Tenía una cita con Keith, pero ¿cómo podía anteponer una vulgar salida a esta invitación?-. Me parece muy bien -concluyó.

– ¿Qué tal a las siete?

– Perfecto. ¿Puedo llevar algo?

– Al hermano de Lisa, eso es todo. Nuestros cinco hijos estarán presentes, de modo que tendrán oportunidad de conocerlos a todos.

– Es muy amable de su parte tomarse tantas molestias.

Hildy Padgett rió.

– ¡Estoy tan entusiasmada que me levanto de noche para hacer la lista de invitados!

Bess sonrió. La mujer parecía muy simpática y animada.

– Por otra parte -prosiguió Hildy-, Lisa se ofreció a ayudarme. Se encargará del postre, de manera que todo lo que usted tiene que hacer es estar aquí a las siete. Luego nos ocuparemos de que esos chicos emprendan el camino juntos como corresponde.

Cuando colgó, Bess quedó inmóvil en la silla, melancólica a pesar de los planes que acababa de trazar. Fuera había caído la noche y en las ventanas de abajo estaban encendidas las lámparas de bronce. Sus luces proyectaban las sombras de un helecho que colgaba en el escaparate. En el desván sólo estaba encendido el foco de escritorio, que arrojaba un cono amarillo sobre las hojas y el bocadillo a medio terminar en su rectángulo de papel blanco. Lisa tenía veintiún años, y estaba embarazada e iba a casarse. ¿Por qué se sentía tan triste? ¿Por qué se encontraba ahora añorando los días en que sus hijos eran pequeños?

Amor de madre, supuso; esa fuerza misteriosa que se presentaba en momentos inesperados y hacía aflorar la nostalgia. De pronto anheló estar con Lisa, tocarla, estrecharla entre sus brazos.

Se desentendió del trabajo que debía atender, se inclinó y marcó el número de Lisa.

– ¿Diga?

– Hola, cariño, soy yo.

– Hola, mamá. ¿Pasa algo malo? Te noto un poco alicaída.

– Un poco nostálgica, nada más. He pensado que, si no estás muy ocupada, podría ir a visitarte para charlar un rato.

Treinta minutos después, Bess entraba en el escenario donde se había encontrado con Michael la noche anterior. Cuando Lisa abrió la puerta, Bess le dio un abrazo más fuerte y algo más prolongado de lo habitual.

– Mamá, ¿qué ocurre?

– Supongo que me comporto como una madre típica, eso es todo. Estaba trabajando y de repente se me nublaron los ojos al recordarte de niña.

Lisa esbozó una sonrisa pícara.

– Era una criatura fantástica, ¿verdad?

Lisa tenía el don de provocar risas espontáneas. Bess prorrumpió en carcajadas, pero al mismo tiempo se secó las lágrimas que habían asomado a sus ojos.

Lisa la rodeó con un brazo y la condujo al salón.

– ¡Oh, mamá! Voy a casarme, no a encerrarme en un convento.

– Lo sé. Es sólo que no estaba preparada.

– Papá tampoco.

Se sentaron en el sofá cama y Lisa puso los pies en alto.

– ¿Qué tal os fue anoche cuando salisteis de aquí? -preguntó la joven-. Supuse que queríais hablar en privado.

– Fuimos a tomar un café y actuamos como personas civilizadas durante una hora.

– ¿Qué decidiste con respecto a Mark y a mí?

En el rostro de Bess se dibujó una expresión de ansiedad.

– Eres mi única hija y vas a casarte una sola vez; al menos eso espero.

– Por eso has venido, ¿verdad?, para asegurarte de que hago lo correcto.

– Tu padre y yo sólo queremos que sepas que, si por alguna razón prefieres no contraer matrimonio, nosotros te respaldamos.

Ahora fue Lisa quien se mostró ansiosa.

– Oh, mamá, quiero a Mark. Me siento feliz a su lado. Me hace desear ser mejor de lo que soy. Es como si… -Lisa cruzó las piernas, alzó la vista al techo mientras trataba de encontrar las palabras adecuadas, después miró a su madre y añadió al tiempo que movía las manos-: Es como si, cuando estamos juntos, desapareciera todo lo negativo. Me muestro más benevolente con la gente que me rodea, no critico, no me quejo, y lo curioso es que a Mark le sucede lo mismo.

»Hemos hablado mucho al respecto…, acerca de la noche en que nos conocimos. Cuando entramos en la sala de billar y nos miramos, ambos deseamos salir de allí, ir a algún lugar puro, tal vez a un bosque, o quizá oír una orquesta. ¡Una orquesta! ¡Ostras, mamá! -Alzó las manos-. Ya sabes cuánto me gusta la música moderna. El caso es que allí estaba yo, con todos los sentidos aguzados y nuevos caminos que se abrían ante mí y parecían invitarme. Sucedió algo… No puedo explicarlo. Nosotros sólo…

Se produjo un breve silencio.

– Simplemente nos sentimos diferentes -prosiguió Lisa con tono dulce-. Estábamos en ese ambiente alocado, lleno de ruido y humo, de tipos fanfarrones y exhibicionistas, y entonces nos topamos. Él me sonrió y dijo: «Hola, soy Mark.» A partir de esta noche nunca hemos sentido la necesidad de fingir o mentir al otro. Admitimos nuestras debilidades, y eso nos hace más fuertes. ¿No es fantástico?

Sentada en el otro extremo del sofá, Bess escuchaba la más conmovedora descripción del amor que jamás había oído.

– ¿Sabes qué me dijo un día? -Lisa estaba radiante mientras explicaba-: Dijo: «Tú eres mejor que cualquier credo que haya aprendido jamás.» Dijo que era un verso de un poema que había leído. Reflexioné algún tiempo sobre esas palabras… En realidad he meditado mucho al respecto y he llegado a la conclusión de que cada uno de nosotros es el credo del otro, y no casarse con alguien que piensa de esa manera sería una ignominia.

– ¡Oh, Lisa! -susurró Bess.

Se acercó a Lisa para abrazarla. ¡Su hija había encontrado el amor que toda mujer desea experimentar algún día! Era frustrante y al mismo tiempo gratificaba saber que Lisa había crecido tanto en tan poco tiempo sin que ella, su madre, lo advirtiera. Qué humillante era comprender que Lisa había aprendido a los veintiún años algo que ella ignoraba a los cuarenta. Lisa y Mark habían descubierto cómo comunicarse, habían encontrado el equilibrio entre ensalzar las virtudes y tolerar los defectos del otro, lo que se traducía no sólo en amor sino también en respeto. Era algo que Bess y Michael jamás habían logrado.

– Lisa, cariño, ahora que sé lo que sientes por él, soy muy feliz.

– Sí, sé feliz, como yo lo soy -repuso Lisa entre sus brazos-. Hay algo más que quiero decir… -Se apartó de Bess y añadió-: Sin duda te preguntarás cómo es posible que en estos tiempos una chica pueda ser tan estúpida como para quedar embarazada, cuando hay por lo menos una docena de maneras de evitarlo. ¿Te acuerdas de cuando fuimos a esquiar a Lutsen, antes de Navidad? Pues bien, ese fin de semana olvidé las píldoras anticonceptivas. Sabíamos muy bien el riesgo que corríamos si hacíamos el amor, de modo que hablamos del asunto. ¿Qué ocurriría si nos arriesgábamos y quedaba embarazada? Mark aseguró que quería casarse conmigo y que, si quedaba encinta, le parecería bien, y yo estuve de acuerdo. Así pues ya ves, mamá, cuando decimos que nos sentimos dichosos por tener un bebé, no es pura palabrería. No tienes por qué preocuparte. Mark y yo nos llevamos muy bien.