Cuando acabó, después de comprobar algunas notas en su carpeta se cepilló el pelo, que tenía un aspecto desastroso. Ya era hora de volver al salón de baile a reunirse con Melanie y su equipo para el ensayo. Le habían dicho que Melanie no quería que hubiera nadie en la sala cuando ensayaba. Pensándolo ahora, Sarah no pudo menos que preguntarse si serían órdenes de la madre y no de la estrella. No daba la impresión de que a Melanie le importara quién anduviera por allí. Parecía indiferente a lo que pasaba a su alrededor, quién entraba y salía o lo que hacían. Tal vez fuera diferente cuando actuaba, se dijo Sarah. Pero Melanie mostraba la indiferencia y la actitud pasiva de una niña obediente… y tenía una voz absolutamente increíble. Como todos los que habían comprado entradas, Sarah tenía muchísimas ganas de oírla cantar aquella noche.

Los músicos ya se encontraban en el salón de baile cuando Sarah entró. Estaban de pie, charlando y riendo, mientras los encargados del equipo acababan de desempaquetarlo y montarlo. Casi habían terminado y formaban un grupo muy variopinto. Había ocho músicos en el grupo de Melanie y Sarah tuvo que recordarse que la bonita joven a la que había dejado viendo la MTV arriba, en la suite, era actualmente una de las cantantes más importantes del mundo. No había nada pretencioso ni arrogante en ella. Lo único que la delataba era su numeroso séquito. Pero no tenía ninguna de las malas costumbres ni se comportaba como la mayoría de las estrellas. La cantante que actuó en el baile de los Smallest Angels del año anterior cogió una rabieta impresionante por un problema con el sistema de sonido, y justo antes de salir a escena le tiró una botella de agua a su mánager y amenazó con marcharse. Arreglaron el problema, pero Sarah casi fue presa del pánico ante la perspectiva de tener que cancelar la actuación en el último minuto. La actitud tranquila de Melanie era un alivio, independientemente de cuáles fueran las exigencias que hacía su madre en su nombre.

Sarah esperó otros diez minutos, mientras acababan de montarlo todo, preguntándose si Melanie bajaría más tarde, pero sin atreverse a preguntarlo. Había averiguado discretamente si tenían todo lo que necesitaban y, cuando le dijeron que sí, se sentó en silencio a una mesa, sin interferir en su trabajo, y esperó a que Melanie apareciera. Cuando entró eran las cuatro menos diez, y Sarah se dio cuenta de que llegaría tarde a la peluquería. Después tendría que correr como una loca para estar lista a tiempo. Pero primero tenía que atender sus deberes, y este era uno de ellos: eliminar cualquier obstáculo para su estrella, estar disponible y, si era necesario, hacerle la corte.

Melanie entró con chancletas, una breve camiseta y unos vaqueros cortados. Llevaba el pelo recogido en lo alto con una horquilla con forma de banana, y su mejor amiga iba a su lado. La madre entró primero, la secretaria y la mánager cerraban la marcha, y dos guardaespaldas, de aspecto amenazador, andaban cerca. No se veía a Jake, el novio, por ninguna parte. Probablemente, seguía en el gimnasio. Melanie era la que menos destacaba en el grupo, casi desaparecía en medio de los demás. El batería le tendió una Coca-Cola, ella la abrió, tomó un trago, subió al escenario y parpadeó al mirar la sala. Comparado con los lugares donde estaba acostumbrada a actuar, era un local diminuto. El salón tenía un aire cálido e íntimo gracias a como Sarah lo había decorado y, aquella noche, cuando se atenuaran las luces y se encendieran las velas, tendría un aspecto maravilloso. Ahora, la sala estaba brillantemente iluminada y, después de mirar alrededor unos momentos, Melanie gritó a uno de los encargados del equipo:

– ¡Fuera luces!

Estaba volviendo a la vida. Sarah vio cómo sucedía mientras la observaba, y se acercó prudentemente al escenario para hablar con ella. Melanie la miró desde arriba, sonriendo.

– ¿Todo bien? -preguntó Sarah, sintiéndose de nuevo como si hablara con una niña, pero luego recordó que, después de todo, Melanie era una adolescente, aunque fuera una estrella.

– Tiene un aspecto de fábula. Has hecho un trabajo estupendo -dijo Melanie, amablemente, y Sarah se emocionó.

– Gracias. ¿Los músicos tienen todo lo que necesitan?

Melanie se volvió y miró hacia atrás, con una sonrisa, segura de sí misma. Cuando estaba en el escenario era cuando más feliz se sentía. Esto era lo que mejor hacía. Era un mundo que conocía bien, aunque este fuera un lugar mucho más agradable que los otros donde solía actuar. Le encantaba la suite, igual que a Jake.

– ¿Tenéis todo lo que necesitáis, chicos? -les preguntó a los músicos.

Todos asintieron con la cabeza y empezaron a afinar los instrumentos mientras Melanie olvidaba a Sarah y se dirigía a ellos. Les dijo lo que quería que tocaran primero. Ya se habían puesto de acuerdo en el orden de las canciones que iba a cantar, que incluía su actual gran éxito.

Sarah comprendió que ya no la necesitaban y decidió marcharse. Eran las cuatro y cinco; llegaría media hora tarde a la peluquería. Tendría suerte si podían hacerle la manicura. Tal vez no podrían. Justo había conseguido salir del salón cuando una de las componentes del comité la detuvo, acompañada de un encargado del catering. Había un problema con los entremeses. No habían llegado las ostras Olympia; las que tenían no eran muy frescas y tenía que elegir otra cosa. Por una vez, se trataba de una decisión menor. Sarah estaba acostumbrada a decisiones mayores. Le dijo a la componente del comité que eligiera ella, mientras no fuera caviar o algo parecido que les destrozara el presupuesto; luego entró corriendo en el ascensor, cruzó el vestíbulo a toda prisa y le pidió al mozo del hotel que le trajera el coche. Se lo había aparcado cerca. La generosa propina que le había dado a primera hora de la mañana había dado sus frutos. Entró bruscamente en California Street, giró a la izquierda y subió por Nob Hill. Llegó a la peluquería con quince minutos de retraso; al entrar casi estaba sin respiración, mientras se disculpaba por lo tarde que era. Eran las cuatro y treinta y cinco, y tenía que marcharse, como máximo, a las seis. Había confiado en estar lista para las seis menos cuarto, como muy tarde, pero ya no era posible. Sabían que presidía su gran gala benéfica aquella noche y la hicieron sentar rápidamente. Le sirvieron agua mineral con gas, seguida de una taza de té. La manicura se puso a trabajar en ella tan pronto como le lavaron el pelo y empezaban a secárselo cuidadosamente.

– Dime, ¿cómo es Melanie Free en persona? -preguntó la peluquera, esperando algún cotilleo-. ¿Jake está con ella?

– Sí-dijo Sarah, discretamente-. Ella parece un encanto. Estoy segura de que estará fantástica esta noche. -Sarah cerró los ojos, tratando desesperadamente de relajarse. Iba a ser una noche larga y esperaba que triunfal. Se moría de ganas de que empezara.


A Sarah le estaban recogiendo el pelo en un elegante moño, con pequeñas estrellas de bisutería prendidas en él, cuando Everett Carson se registró en el hotel. Medía un metro noventa y cinco, era originario de Montana y seguía teniendo el aspecto del vaquero que había sido en su juventud. Era alto y delgado; el pelo, un poco demasiado largo, se veía despeinado; vestía vaqueros, una camiseta blanca y las que él llamaba sus botas de la suerte. Eran viejas, gastadas, cómodas y estaban hechas de piel de lagarto negro. Eran su posesión más preciada, y tenía intención de llevarlas con el esmoquin alquilado, pagado por la revista para aquella noche. Enseñó su pase de prensa en recepción; le sonrieron y le dijeron que lo estaban esperando. El Ritz-Carlton era mucho más elegante que los sitios donde Everett solía alojarse. Era nuevo en este trabajo y en esta revista. Estaba allí para cubrir la gala para Scoop, una revista de Hollywood dedicada a los cotilleos. Había pasado años cubriendo zonas en guerra para Associated Press y, después de dejarlos y tomarse un año libre, necesitaba un trabajo, así que había aceptado aquel. La noche de la gala, llevaba tres semanas trabajando para la revista. Hasta el momento había cubierto tres conciertos de rock, una boda en Hollywood y esta era su segunda gala. Decididamente, no podía decirse que le gustara. Empezaba a sentirse como un camarero, con tanto esmoquin. La verdad era que echaba de menos las condiciones miserables a las que se había acostumbrado y en las que se había sentido cómodo durante sus veintinueve años con la AP. Acababa de cumplir los cuarenta y nueve, y trató de sentirse agradecido por la pequeña y bien equipada habitación que le habían asignado, donde dejó caer la raída bolsa que lo había acompañado por todo el mundo. Tal vez, si cerraba los ojos, podría fingir que estaba de vuelta en Saigón, Pakistán o Nueva Delhi… Afganistán… Líbano… Bosnia, durante la guerra. Se preguntaba una y otra vez cómo era posible que un tipo como él hubiera acabado asistiendo a galas y a bodas de celebridades. Era un castigo cruel e inusual.

– Gracias -le dijo al empleado que lo había acompañado. Había un folleto sobre la unidad neonatal encima de la mesa y una carpeta con información periodística relativa al baile para los Smallest Angels, que no le importaba lo más mínimo. Pero haría su trabajo. Estaba allí para tomar fotos de las celebridades y hacer un reportaje de la actuación de Melanie. Su editor le había dicho que era muy importante para ellos, así que allí estaba.

Sacó un refresco de la nevera del minibar, lo abrió y tomó un trago. Desde la habitación se veía el edificio del otro lado de la calle y todo en ella estaba inmaculado y era increíblemente elegante. Añoraba los ruidos y los olores de las ratoneras donde había dormido durante treinta años, el hedor de la pobreza de las callejuelas de Nueva Delhi y todos los lugares exóticos donde lo había llevado su profesión a lo largo de tres décadas.

– Tómalo con calma, Ev -dijo en voz alta. Conectó la CNN, se sentó al pie de la cama y sacó un papel doblado del bolsillo. Lo había conseguido en internet, antes de salir del des-pacho en Los Ángeles. Se dijo que debía de ser su día de suerte. Había una reunión a una manzana de distancia, en una iglesia de California Street llamada Oíd St. Mary's. Era a las seis y duraría una hora, así que podía estar de vuelta en el hotel a las siete, cuando empezara la gala. Significaba que tendría que ir a la reunión con esmoquin, para no llegar tarde. No quería que nadie se quejara de él a los editores. Era demasiado pronto para hacer el trabajo deprisa y corriendo. Siempre lo había hecho, y había salido bien librado. Pero en aquel entonces bebía. Este era un nuevo comienzo y no quería tentar su suerte. Se estaba portando bien, siendo consciente y honrado. Era como volver a la guardería. Después de fotografiar a soldados moribundos en las trincheras y estar rodeado de fuego enemigo por todas partes, hacer el reportaje de una gala benéfica en San Francisco era condenadamente aburrido, aunque a otros les habría gustado. Por desgracia, no era uno de ellos. Este trabajo le resultaba duro.

Suspiró mientras terminaba el refresco; tiró la botella a la papelera, se quitó la ropa y se metió en la ducha.

Era un placer sentir el agua cayéndole por encima con fuerza. Había sido un día muy caluroso en Los Ángeles y allí también hacía calor y bochorno. Afortunadamente, la habitación tenía aire acondicionado, así que se sintió mejor cuando salió de la ducha. Mientras se vestía, se dijo que ya estaba bien de quejarse de su vida. Decidió sacar el máximo partido y cogió uno de los bombones que había en la mesita de noche y se comió una galleta del minibar. Se miró en el espejo, mientras se sujetaba la pajarita y se ponía la chaqueta del esmoquin alquilado.

– Dios mío, pareces un músico… o un caballero -dijo, sonriendo-. No… un camarero… no nos volvamos locos. -Era un gran fotógrafo que había ganado un Pulitzer. Varias de sus fotos habían salido en la portada de la revista Time. Tenía un nombre en el sector y, durante un tiempo, lo había fastidiado todo con la bebida, pero por lo menos eso había cambiado. Se había pasado seis meses en rehabilitación y otros cinco en un ashram tratando de encontrar sentido a su vida. Pensaba que lo había conseguido. Había dejado el alcohol para siempre. No había otro camino. Cuando tocó fondo, estuvo a punto de morir en un hotel de mala muerte en Bangkok. La puta que estaba con él lo salvó y lo mantuvo vivo hasta que llegó la ambulancia. Uno de sus compañeros periodistas lo embarcó de vuelta a Estados Unidos. Lo despidieron de la AP por haber faltado a su trabajo durante casi tres semanas y por incumplir todos los plazos de entrega por centésima vez en un año. Había perdido el control, así que aceptó hacer rehabilitación, aunque solo treinta días, nada más. Estando allí fue cuando se dio cuenta de lo mal que estaban las cosas. Era desintoxicarse o morir. Así que se quedó seis meses y decidió desintoxicarse, en lugar de morir la próxima vez que se fuera de juerga.