Desde entonces había aumentado de peso, tenía un aspecto sano y acudía a las reuniones de Alcohólicos Anónimos todos los días, a veces hasta tres veces al día. No beber ya no le resultaba tan duro como al principio, pero suponía que si las reuniones no siempre lo ayudaban, el hecho de que él estuviera allí quizá ayudara a otros. Tenía un padrino, él también apadrinaba a alguien, y llevaba sobrio poco más de un año. Tenía su ficha de un año en el bolsillo, calzaba sus botas de la suerte y se había olvidado de peinarse. Cogió la llave de la habitación y salió tres minutos después de las seis, con la bolsa de las cámaras colgada del hombro y una sonrisa en los labios. Se sentía mejor que media hora atrás. La vida no resultaba fácil, pero era muchísimo mejor que un año atrás. Como le dijo alguien en Alcohólicos Anónimos, «Todavía tengo días malos, pero antes tenía años malos». La vida le parecía bastante agradable mientras salía del hotel, doblaba a la izquierda, entraba en California Street, y caminaba una manzana, colina abajo, hasta la iglesia Old St. Mary's. Tenía ganas de llegar a la reunión. Aquella noche tenía el ánimo adecuado para ella. Tocó la ficha que llevaba en el bolsillo testigo de un año de sobriedad, como hacía con frecuencia para recordarse lo lejos que había llegado.

– Justo a tiempo… -susurró para sí al entrar en la rectoría para buscar al grupo. Eran exactamente las seis y ocho minutos. Y como siempre hacía, sabía que participaría en la reunión.


Mientras Everett entraba en Old St. Mary's, Sarah bajó del coche de un salto y entró en el hotel a la carrera. Le quedaban cuarenta y cinco minutos para vestirse y cinco para bajar desde su habitación. Tenía las uñas recién pintadas, aunque había estropeado dos al buscar la propina en el bolso demasiado pronto. Pero tenían buen aspecto y le gustaba cómo le habían arreglado el pelo. Las sandalias golpeteaban contra el suelo con un sonido sordo mientras atravesaba el vestíbulo corriendo. El conserje le sonrió cuando pasaba a toda velocidad y le dijo:

– ¡Buena suerte esta noche!

– Gracias.

Saludó con la mano, utilizó su llave del ascensor para llegar a la planta club y, tres minutos después, estaba en su habitación; abrió el agua de la bañera y sacó el vestido de la bolsa de plástico con cremallera donde estaba guardado. Era blanco y plateado, brillante, y destacaría su figura a la perfección. Se había comprado unas sandalias Manolo Blahnik plateadas, de tacón alto, que iban a ser un martirio para andar pero combinarían de fábula con el vestido.

Entró y salió de la bañera en cinco minutos y se sentó para maquillarse. Se estaba poniendo unos pendientes de diamantes cuando llegó Seth, a las siete menos veinte. Era un jueves por la noche, y él le había rogado que celebrara la gala de recogida de fondos el fin de semana, para no tener que levantarse al alba a la mañana siguiente, pero aquella era la única fecha que tanto el hotel como Melanie le habían propuesto, así que siguieron adelante.

Seth parecía tan estresado como siempre cuando llegaba a casa del despacho. Trabajaba mucho y siempre tenía muchas cosas en marcha a la vez. Se sentó en el borde de la bañera, se pasó la mano por el pelo y se inclinó para besar a su esposa.

– Pareces hecho polvo -le dijo ella, comprensiva. Formaban un gran equipo. Se llevaban maravillosamente desde el día en que se conocieron en la escuela de negocios. Su matrimonio era feliz, les encantaba su vida y estaban locos por sus hijos. Él le había proporcionado una vida increíble en los últimos años. A ella le gustaba todo lo que compartían y, sobre todo, le gustaba todo en él.

– Estoy hecho polvo -confesó-. ¿Cómo se presenta esta noche? -preguntó. Le encantaba que le contara las cosas que hacía. Era su partidario más acérrimo y su máximo admirador. A veces pensaba que, al quedarse en casa, desperdiciaba una mente extraordinaria para los negocios y su máster en Administración de Empresas, pero estaba agradecido de que se dedicara tanto a sus hijos y a él.

– ¡Fantástico! -Sarah sonrió en respuesta a su pregunta sobre la gala, y se puso un tanga de encaje blanco, diminuto y casi invisible, que no se vería debajo del vestido. Tenía el tipo adecuado y solo mirarla lo excitaba. No pudo resistirse a acariciarle la parte superior de la pierna-. No empieces, cariño -le advirtió ella, riendo-, o llegaré tarde. Puedes tomarte tu tiempo para bajar, si quieres. Será suficiente si llegas a tiempo para la cena. A las siete y media, si puedes. -El miró la hora en su reloj y asintió. Eran las siete menos diez. Sarah solo tenía cinco minutos para vestirse.

– Bajaré dentro de media hora. Antes tengo que hacer un par de llamadas.

Siempre era así y aquella noche no iba a ser diferente. Sarah lo comprendía. Gestionar sus fondos de alto riesgo lo tenía ocupado noche y día. Le recordaba sus propios días en Wall Street, cuando estaban a punto de presentar una OPI, es decir, una Oferta Pública Oficial. Ahora la vida de Seth era siempre así, por eso era feliz y tenía éxito, y podían llevar el estilo de vida que llevaban. Vivían como si fueran unas personas fabulosamente ricas, y mayores que ellos. Sarah se sentía agradecida por ello y no lo daba por sentado. Se dio media vuelta para que él le subiera la cremallera. El vestido le sentaba de maravilla y Seth sonrió:

– ¡Uau! ¡Estás sensacional, cariño!

– Gracias. -Le sonrió y se besaron. Sarah guardó algunas cosas en un diminuto bolso plateado, se puso los zapatos sexy a juego y le dijo adiós con la mano al salir de la habitación. El ya estaba con el móvil, hablando con su mejor amigo de Nueva York, organizando algunas cosas para el día siguiente. Sarah no se molestó en escuchar. Había dejado una botella pequeña de whisky escocés y una cubitera con hielo a su lado; él ya se estaba sirviendo una copa, agradecido, cuando la puerta de la suite se cerró detrás de ella.

Entró en el ascensor y bajó hasta el salón de baile, tres plantas por debajo del vestíbulo, donde todo era perfecto. Los jarrones estaban llenos de rosas de un blanco marfil. Unas bonitas jóvenes, con trajes de noche de colores nacarados, estaban sentadas a unas largas mesas, esperando para entregar a los invitados las tarjetas con su sitio en la mesa y registrar su entrada. Había modelos paseando por la sala, que lucían vestidos negros largos, con joyas fabulosas de Tiffany. Además, solo había llegado un puñado de personas antes que ella. Sarah estaba comprobando que todo estuviera en orden cuando un hombre alto de pelo rojizo tirando a gris entró con una bolsa de cámaras colgada del brazo. Sonrió a Sarah, admirando su figura, y le dijo que era de la revista Scoop. Sarah se sintió complacida. Cuanta más cobertura cié prensa consiguieran, mejor sería la recaudación al año siguiente, más atractivos resultarían para los artistas que quizá donaran su actuación, y más dinero podrían recaudar. La prensa era muy importante para ellos.

– Soy Everett Carson -dijo presentándose mientras se sujetaba la identificación de prensa en el bolsillo del esmoquin. Parecía relajado y completamente a sus anchas.

– Yo soy Sarah Sloane, presidenta de la gala. ¿Le apetece tomar algo? -ofreció, y él rehusó con un gesto de la cabeza y una sonrisa.

Siempre le sorprendía que esto fuera lo primero que la gente decía cuando recibía a alguien, justo después de las presentaciones. «¿Le apetece tomar algo?» A veces, justo después de «Hola».

– No, muchas gracias. ¿Hay alguien al que quiera que le preste particular atención? ¿Celebridades locales, la gente de moda en la ciudad? -Sarah le contestó que los Getty estarían allí, Sean y Robin Wright Penn y Robin Williams, junto con un puñado de nombres locales que no reconoció pero que ella prometió señalarle cuando fueran entrando.

Sarah volvió junto a las mesas largas para saludar a los invitados según salían de los ascensores, cerca de las mesas de recepción. Y Everett Carson empezó a fotografiar a las modelos. Dos de ellas tenían un aspecto sensacional, con pechos artificiales, erguidos, redondos y unos escotes interesantes, donde lucían collares de diamantes. Las otras estaban demasiado flacas para su gusto. Volvió a la entrada y fotografió a Sarah, antes de que estuviera demasiado ocupada. Era una mujer muy guapa, con aquel pelo oscuro recogido en un moño alto, con las estrellitas centelleando, y unos enormes ojos verdes que parecían sonreírle.

– Gracias -dijo ella, y él le ofreció una cálida sonrisa. Sarah se preguntó por qué no se había peinado, si se había olvidado o si quizá ese era su look. Observó las viejas y gastadas botas negras de lagarto, estilo vaquero. Parecía todo un personaje, y estaba segura de que tenía una historia interesante, aunque nunca tendría la ocasión de conocerla. Era solo un periodista de la revista Scoop que había venido de Los Ángeles para aquella noche.

– Buena suerte con la gala -dijo él y luego se alejó, justo en el momento en que surgían de los ascensores treinta personas de golpe. Para Sarah, empezaba la noche del baile de los Smallest Angels.

Capítulo 2

El programa iba con retraso, pues que los invitados entraran en el salón y ocuparan sus asientos en las mesas llevaba más tiempo de lo que Sarah había previsto. El maestro de ceremonias era una estrella de Hollywood que había presentado un programa nocturno de entrevistas, en televisión, durante años y que acababa de retirarse; era fabuloso. Animaba a todo el mundo a sentarse mientras presentaba a las celebridades que se habían desplazado desde Los Ángeles para la ocasión y, por supuesto, al alcalde y a las estrellas locales. La velada se desarrollaba según lo previsto.

Sarah había prometido que los discursos y agradecimientos serían los mínimos. Después de unas breves palabras del médico a cargo de la unidad neonatal, pasaron un breve documental sobre los milagros que realizaban. A continuación, Sarah habló de su experiencia personal con Molly. Y luego pasaron de inmediato a la subasta, que fue muy reñida. Un collar de diamantes de Tiffany fue adjudicado por cien mil dólares. La posibilidad de conocer a las celebridades recogía una cantidad asombrosa de dinero. Un adorable cachorro de Yorkshire terrier consiguió diez mil. Y la subasta por el Range Rover, ciento diez mil. Seth era el segundo postor, aunque, finalmente, bajó la paleta y se rindió. Sarah le susurró que no pasaba nada, que estaba contenta con el coche que tenía. Su marido le sonrió, pero parecía preocupado. Observó de nuevo que parecía estresado, pero supuso que había tenido un día difícil en el despacho.

Durante la noche, vio un par de veces, de refilón, a Everett Carson. Le había indicado el número de las mesas donde había figuras importantes de la sociedad. W estaba allí, al igual que Town and Country, Entertainment Weekly y Entertainment Tonight. Había cámaras de televisión esperando a Melanie para empezar a rodar. La noche estaba resultando un éxito. Habían recaudado más de cuatrocientos mil dólares en la subasta gracias a un subastador muy dinámico. Aunque dos cuadros muy caros donados por una galería de arte local también habían ayudado, al igual que algunos cruceros y viajes fabulosos. Sumado al precio de las entradas, los fondos recogidos hasta el momento superaban todas las expectativas; además, después de la gala y durante algunos días siempre llegaban cheques con donaciones diversas.

Sarah recorría la sala dando las gracias a todos por asistir y saludando a los amigos. Había varias mesas, al fondo, que ocupaban diversas organizaciones benéficas: la Cruz Roja de la ciudad, una fundación dedicada a prevenir los suicidios y una mesa llena de sacerdotes y monjas, reservada por Catholic Charities, que estaba afiliada al hospital donde se albergaba la unidad neonatal. Sarah vio a los sacerdotes con sus alzacuellos y, junto a ellos, a varias mujeres vestidas con trajes oscuros de color azul marino o negro. En la mesa solo había una monja con hábito, una mujer pequeña, pelirroja y con ojos azul eléctrico, que parecía un duendeci-11o. Sarah la reconoció de inmediato. Era la hermana Mary Magdalen Kent, la versión de la Madre Teresa en la ciudad. Era muy conocida por su trabajo en las calles, con los sin techo, y su postura contra el ayuntamiento por no hacer más por ellos suscitaba mucha polémica. A Sarah le habría encantado hablar con ella esa noche, pero estaba demasiado ocupado con los mil detalles que debía vigilar para garantizar el éxito de la gala. Pasó rápidamente junto a la mesa, saludando con un gesto y una sonrisa a los sacerdotes y las monjas que estaban sentados allí, disfrutando de la noche. Hablaban, reían y bebían vino. Sarah se alegró de ver que lo estaban pasando bien.

– No esperaba verte aquí esta noche, Maggie-comentó, con una sonrisa, el sacerdote que dirigía el comedor gratuito para pobres de la ciudad. La conocía bien.