Melanie parecía un poco aturdida.
– Sí… sí, estoy… -Everett la encaminó hacia las salidas y le dijo que él se quedaría unos momentos más. Quería ver si había algo que pudiera hacer para ayudar a los que todavía estaban en el salón.
Unos minutos más tarde tropezó con una mujer que ayudaba a un hombre que decía que había tenido un ataque al corazón. La mujer se alejó para atender a alguien más y Everett ayudó a llevar al hombre al exterior. El y un hombre que dijo ser médico lo sentaron en una silla y lo levantaron. Tuvieron que subirlo tres tramos de escalera. Fuera había ambulancias, camiones de bomberos y paramédicos que asistían a las personas que salían del hotel con heridas leves y les informaban de que dentro había más heridos. Un equipo de bomberos penetró en el interior. No parecía que hubiera fuego en ningún sitio, pero las líneas eléctricas habían caído y había chispas en el aire. Los bomberos, con megáfonos, daban instrucciones de que no se acercaran, y montaban barreras. Everett se dio cuenta de que toda la ciudad estaba a oscuras. Luego, más por instinto que por decisión, cogió la cámara que todavía llevaba colgada al cuello y empezó a tomar fotos de la escena, sin molestar a los heridos graves. Todo el mundo parecía aturdido. El hombre del ataque al corazón ya iba de camino al hospital en una ambulancia, junto con otro que tenía una pierna rota. Había personas heridas desplomadas en la calle; la mayoría habían salido del hotel, pero otras no. Los semáforos no funcionaban y el tráfico se había detenido. Un tranvía se había salido de las vías en la esquina y cuarenta personas, por lo menos, estaban heridas; los paramédicos y los bomberos se ocupaban de ellas. Una mujer que había muerto estaba cubierta con una lona. Era una escena espeluznante. Everett no se dio cuenta de que tenía un corte en la mejilla hasta que llegó al exterior y vio que llevaba la camisa manchada de sangre. No tenía ni idea de cómo había ocurrido. Parecía superficial, así que no le preocupó. Cogió la toalla que le tendía un empleado del hotel y se limpió la cara. Había docenas de empleados repartiendo toallas, mantas y botellas de agua para la gente conmocionada que había por todas partes. Nadie sabía qué hacer. Se limitaban a estar allí, mirándose los unos a los otros y hablando de lo sucedido. Había varios miles de personas que se apiñaban en la calle conforme el hotel se iba vaciando. Media hora después, los bomberos dijeron que ya no quedaba nadie en el salón de baile. Fue entonces cuando Everett vio a Sarah Sloane cerca de él, con su marido. Tenía el vestido roto, empapado de vino y cubierto con los restos de postre que estaban en su mesa cuando se volcó.
– ¿Está bien? -le preguntó. Era la misma pregunta que todos se hacían los unos a los otros, una y otra vez.
Sarah estaba llorando y su marido parecía angustiado, igual que todos. Por todas partes, la gente lloraba, debido a la conmoción, el miedo, el alivio y la preocupación por sus familias, en casa. Sarah había tratado frenéticamente de llamar por el móvil, pero no funcionaba. Seth, que parecía encontrarse mal, también lo había probado con el suyo.
– Estoy preocupada por mis hijos -explicó Sarah-. Están en casa con una canguro. Ni siquiera sé cómo llegaremos hasta allí. Supongo que tendremos que ir a pie.
Alguien había dicho que el garaje donde todos habían dejado el coche se había hundido y que había gente atrapada dentro. No había manera de acceder a los coches, así que todos los que habían aparcado allí no sabían cómo volver a casa. No había taxis. San Francisco se había convertido en una ciudad fantasma en cuestión de minutos. Era pasada la medianoche y el terremoto se había producido hacía una hora. Los empleados del Ritz-Carlton estaban actuando de forma impecable, pasando entre la multitud, preguntando qué podían hacer para ayudar. Nadie podía hacer mucho en aquellos momentos, excepto los paramédicos y los bomberos, que se esforzaban por ocuparse de las víctimas según la gravedad de sus heridas.
Al cabo de unos minutos, los bomberos anunciaron que había un refugio de emergencia a dos manzanas de distancia. Les dieron instrucciones e instaron a la gente a dejar la calle y dirigirse allí. Las líneas eléctricas se habían caído, por lo que había cables electrificados en el suelo. Les advirtieron de que los evitaran y fueran al refugio, en lugar de a su casa. La posibilidad de una réplica seguía aterrándolos a todos. Mientras los bomberos indicaban a la multitud lo que debía hacer, Everett siguió tomando fotos. Este era el tipo de trabajo que le gustaba hacer. No explotaba la desgracia de la gente; era discreto, pero quería captar ese extraordinario momento que ya sabía que era un suceso histórico.
Finalmente, se produjo un movimiento entre la multitud, que empezó a caminar, con piernas temblorosas, hacia el refugio contra terremotos, colina abajo. Seguían hablando de lo ocurrido, de lo que pensaron al principio, de dónde estaban cuando sucedió. Un hombre que estaba en la ducha, en su habitación del hotel, creyó en los primeros momentos que se trataba de algún artilugio vibrador de la ducha. Solo llevaba un albornoz de toalla, e iba descalzo. Se había hecho un corte en un pie con los cristales que había en el suelo, pero nadie podía hacer nada. Otra mujer dijo que mientras caía al suelo pensó que se había roto la cama, pero luego toda la habitación empezó a moverse como una atracción de feria. Aunque no era ninguna atracción, era el segundo mayor desastre que la ciudad había conocido.
Everett cogió una botella de agua que le tendía un botones. La abrió, bebió un largo trago y se dio cuenta de lo seca que tenía la boca. Del hotel salían nubes de polvo procedentes de las estructuras internas que se habían quebrado y de cosas que se habían desplomado. No habían sacado ningún cuerpo. En el vestíbulo, convertido en centro de operaciones, los bomberos tapaban a los que habían muerto. Hasta el momento había unos veinte, pero corrían rumores de que quedaba más gente atrapada en el interior, lo cual hacía que todos se sintieran dominados por el pánico. Aquí y allá había gente llorando porque no encontraba a los amigos o parientes que estaban alojados en el hotel o porque todavía no los había localizado entre el grupo que había asistido a la gala. Estos eran fáciles de identificar, por los trajes de noche desgarrados y sucios. Parecían supervivientes del Titania Fue entonces cuando Everett vio a Melanie y a su madre. La madre lloraba histéricamente. Melanie parecía vigilante y en calma; seguía llevando la chaqueta del esmoquin alquilado de Everett.
– ¿Estás bien? -repitió la consabida pregunta, y ella sonrió y asintió.
– Sí. Mi madre está aterrorizada. Cree que habrá otro mayor dentro de unos minutos. ¿Quieres que te devuelva la chaqueta? -Se habría quedado prácticamente desnuda si se la hubiera devuelto, así que él negó con la cabeza-. Puedo taparme con una manta.
– Quédatela. Te sienta bien. ¿Falta alguien de tu grupo? -Sabía que iba acompañada de mucha gente, pero solo veía a su madre.
– Mi amiga Ashley se hizo daño en el tobillo y los paramédicos se están ocupando de ella. Mi novio estaba muy borracho, así que la gente de la orquesta tuvo que sacarlo. Está vomitando por ahí. -Hizo un gesto vago con la mano-. Todos los demás están bien. -Fuera del escenario, volvía a parecer una adolescente, pero él recordaba su actuación y lo extraordinaria que era. Lo mismo haría todo el mundo después de esa noche.
– Deberíais ir al refugio. Es más seguro -les dijo Everett, y Janet Hastings empezó a tirar de su hija. Estaba de acuerdo con Everett; quería estar fuera de la calle antes de que llegara el siguiente temblor.
– Me parece que me quedaré por aquí un rato -afirmó Melanie con voz tranquila.
Le dijo a su madre que se fuera sin ella, lo cual solo hizo que llorara con más fuerza todavía. Melanie explicó que quería quedarse y ayudar, algo que a Everett le pareció admirable. Entonces, por primera vez, se preguntó si le apetecía tomar un trago y se alegró de darse cuenta de que no lo deseaba. Era una primicia. Ni siquiera con la excusa de un terremoto sentía el deseo de emborracharse. Al pensarlo, su cara se iluminó con una amplia sonrisa. Janet se encaminó al refugio, pero al ver que Melanie desaparecía entre la multitud tuvo otro ataque de pánico.
– Estará bien -dijo Everett, tranquilizándola-. Cuando vuelva a verla, la enviaré al refugio con usted. Vaya con los demás.
Janet parecía insegura, pero el movimiento de la multitud que iba hacia el refugio y sus propios deseos la llevaron hacia allí. Everett supuso que, tanto si la encontraba como si no, Melanie estaría perfectamente. Era joven y tenía muchos recursos, y los miembros de la orquesta estaban cerca; además, no le parecía mala idea que quisiera ayudar a los heridos. Había mucha gente a su alrededor que necesitaba asistencia de algún tipo, más de la que lograban proporcionar los paramédicos.
Estaba de nuevo tomando fotos cuando se tropezó con la mujer menuda y pelirroja que había visto ayudar al hombre del ataque al corazón y marcharse luego. Vio cómo atendía a una niña y luego la entregaba a un bombero para que trataran de encontrar a su madre. Everett tomó varias fotos de la mujer, pero cuando ella se alejó de la niña, dejó caer la cámara.
– ¿Es usted médico? -preguntó, interesado. Parecía muy segura cuando se ocupó del hombre del ataque al corazón.
– No, soy enfermera -contestó sencillamente, mirándolo directa y brevemente con sus brillantes ojos azules. Luego sonrió. Había algo que era a la vez divertido y conmovedor en ella. Tenía los ojos más magnéticos que jamás había visto.
– Esta noche es útil ser enfermera.
Muchas personas estaban heridas, aunque no todas de gravedad. Pero había multitud de cortes y pequeñas heridas, aparte de otras más importantes; además, varias personas estaban en estado de choque. Everett sabía que la había visto en la gala, pero había algo incongruente en su sencillo vestido negro y sus zapatos planos. La toca había desaparecido después del terremoto, así que no se le ocurrió pensar que fuera otra cosa que enfermera. Tenía un rostro joven, intemporal; habría sido difícil adivinar cuántos años tenía. Calculó que estaría a punto de cumplir los cuarenta, quizá los había cumplido no hacía mucho. En realidad, tenía cuarenta y dos años. La mujer se detuvo para hablar con alguien; él la seguía. Luego, volvió a pararse para coger una botella de agua. Todos padecían los efectos del polvo que seguía saliendo en gran cantidad del hotel.
– ¿Va al refugio? Es probable que también necesiten ayuda -comentó. Para entonces ya se había librado de la pajarita y tenía sangre en la camisa, a causa del corte en la mejilla.
Ella negó con la cabeza.
– Me marcharé una vez que haya hecho todo lo que pueda aquí. Creo que la gente de mi barrio también necesitará ayuda.
– ¿Dónde vive? -preguntó, interesado, aunque no conocía bien la ciudad. Había algo en aquella mujer que lo intrigaba. Quizá hubiera una historia en alguna parte, nunca se sabía. Solo mirarla despertaba su instinto de periodista.
Ella sonrió ante la pregunta.
– Vivo en Tenderloin, no muy lejos de aquí. -Aunque en realidad vivía a millones de kilómetros de distancia de todo aquello. En aquel barrio, unas pocas manzanas representaban una diferencia enorme.
– Es un barrio bastante duro, ¿verdad? -Cada vez estaba más intrigado. Había oído hablar de Tenderloin, con sus adictos a las drogas, sus prostitutas y sus marginados.
– Sí, lo es -aceptó ella, sinceramente. Pero era feliz allí.
– ¿Y ahí es donde vive? -Parecía asombrado y confuso.
– Sí -respondió ella, sonriendo, con el pelo y la cara manchados, y sus eléctricos ojos azules chispeando con picardía-. Me gusta.
El sexto sentido de Everett le decía que allí había un reportaje; sabía intuitivamente que ella sería una de las heroínas de la noche. Cuando volviera a Tenderloin, quería estar con ella. Estaba seguro de que en todo aquello había un reportaje esperándolo.
– Me llamo Everett. ¿Puedo acompañarla? -preguntó sencillamente.
Ella vaciló un momento y luego asintió.
– Podría ser peligroso ir hasta allí, por todos los cables eléctricos que han caído en la calle. Además, no se darán prisa en ayudar a la gente de ese vecindario. Todos los equipos de rescate estarán aquí o en otras partes de la ciudad. Por cierto, llámame Maggie.
Pasó otra hora antes de que se alejaran de la escena del Ritz. Para entonces eran casi las tres de la madrugada. La mayoría de la gente había ido al refugio o había decidido marcharse a su casa. No volvió a ver a Melanie, pero no estaba preocupado por ella. Las ambulancias se habían llevado a los heridos graves y los bomberos parecían tenerlo todo bajo control. Se oían sirenas a lo lejos, por lo que supuso que se habrían declarado incendios y que, como las conducciones de agua se habían roto, tendrían muchas dificultades para apagarlos. Siguió a la mujer con obstinación, camino de su casa. Subieron por California Street y luego bajaron por Nob Hill, hacia el sur. Pasaron Union Square, doblaron a la derecha y se encaminaron hacia el oeste por O'Farrell. Se quedaron asombrados al ver que casi todos los cristales de las ventanas de los grandes almacenes de Union Square habían estallado y caído a la calle. Delante del hotel St. Francis, la escena era parecida a la que habían dejado en el Ritz. Habían desalojado los hoteles y dirigido a la gente a los refugios. Les costó media hora llegar hasta donde ella vivía.
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