– No puedes convertirte en una solterona. Tú y tu hermana sois muy guapas -afirmó. Sabía que era un error, pero una parte de él deseaba que nunca se casara, aunque ello significara que la joven sacrificara su vida por él. La necesitaba y estaría perdido sin ella. Aun así, era consciente de su egoísmo al no empujarla fuera del nido. Edward no quería pensar más en el futuro, por lo que cambió de tema-. ¿ Ha conocido Victoria a alguien interesante? Ayer no presté demasiada atención a los posibles candidatos.

Henderson había percibidó la fascinación que Charles Dawson sentía por Victoria, aunque lo más probable era que le intrigaran ambas hermanas. Era difícil no maravillarse ante la belleza de las gemelas.

– Creo que no -mintió Olivia para encubrir a su hermana una vez más, aun cuando estaba muy preocupada por la influencia del abominable Toby-. Lo cierto es que todavía no hemos conocido a nadie.

Habían coincidido con las personas más importantes de Nueva York en el teatro, en las fiestas y en los conciertos a que habían asistido con su padre, pero no habían hablado con ningún joven con pretensiones de matrimonio. Olivia sabía que ella y su hermana intimidaban a algunos hombres; otros las consideraban una atracción de circo, e incluso algunos pensaban que eran incapaces de vivir separadas.

– Victoria se está comportando muy bien, ¿no crees? -preguntó su padre con un brillo divertido en sus ojos.

Había llegado a sus oídos que su hija había aprendido a conducir y que había robado uno de sus coches en Croton, pero por fortuna no se había enterado de su conato de arresto, y la aventura del Ford le parecía un asunto trivial e


incluso inocente. Sospechaba que su difunta esposa habría hecho lo mismo a su edad y que en el proceso habría arrollado las flores más bonitas del jardín. Recordó que una vez hizo una apuesta con una amiga y entró en un salón montada a caballo. Todos quedaron horrorizados, excepto Edward, que lo consideró una travesura divertida. Para su edad era un hombre muy tolerante y no le escandalizaba el espíritu indomable de su hija, que incluso aceptaba porque la joven se parecía mucho a su madre.

– ¿Necesitas algo más? -preguntó Olivia antes de subir a su habitación para cambiarse.

El hombre le pidió otra copa de oporto, y tras servírsela la muchacha le dejó sentado junto a la chimenea leyendo el periódico.

Mientras subía por la escalera, Olivia reflexionó sobre lo que su padre le había comentado acerca de encontrar marido y casarse. Estaba convencida de que ella nunca lo abandonaría, porque ¿qué sucedería si enfermaba? ¿Quién cuidaría de él? Si su madre siguiera con vida, todo sería diferente. Entonces podría llevar una vida normal, pero dadas las circunstancias consideraba que al menos una de las dos debía quedarse para cuidar del anciano, y no cabía duda de a quién le tocaría. De pronto pensó en Charles. ¿ Qué ocurriría si un hombre como él la pedía en matrimonio? ¿ Qué haría? Sólo de pensarlo se le aceleró el corazón. De todos modos era difícil que un hombre como Charles se enamorara de ella…pero ¿y si lo hacía? No debía darle más vueltas, tenía que cumplir con sus obligaciones y, de todas formas, Charles no había mostrado el más mínimo interés por ella.

Entró en el dormitorio y se dirigió al cuarto de baño, donde estaban los armarios y los espejos. Allí encontró a Victoria, rodeada de media docena de vestidos esparcidos por el suelo, entre los cuales se encontraba el que había seleccionado para esa noche.

– ¿Qué haces? -preguntó sorprendida, y enseguida adivinó qué sucedía.

– No pienso ponerme esa birria que has escogido para esta noche -espetó Victoria antes de arrojar un traje encima de la silla-. Pareceremos un par de cursis pueblerinas, aunque supongo que esa era tu intención.

– Yo lo encuentro muy bonito. ¿ Qué tenías tú en mente? -replicó Olivia sin admitir la acusación de su hermana. Saltaba a la vista que había registrado la mitad del armario, y en ese momento se enfundaba un vestido que a Olivia jamás le había gustado. Se trataba de un diseño de Beer en terciopelo carmesí con minúsculas cuentas de azabache, una larga cola y un generoso escote. Sólo lo habían lucido una vez, en una fiesta de Navidad en Croton-on-Hudson-. Sabes que no me gusta ese traje. Es demasiado escotado y llamativo, nos hace parecer vulgares.

– Es un baile, Olivia, no una merienda.

– Tú lo único que quieres es presumir ante él, pero con ese atuendo pareceremos unas prostitutas. No pienso ponérmelo.

– Muy bien. -Victoria dio media vuelta, y Olivia se negó a reconocer lo guapa que estaba. El vestido era más bonito de lo que recordaba, aunque demasiado atrevido-. Ponte tú el rosa, Ollie; yo me quedo con éste.

Olivia comprendió con sorpresa que hablaba en serio.

– No seas tonta.

Siempre llevaban las mismas prendas, de pies a cabeza, desde la ropa interior a las horquillas del pelo.

– ¿Por qué no? Ya somos mayorcitas, no es necesario que nos pongamos siempre lo mismo. Cuando éramos pequeñas Bertie nos vestía igual porque pensaba que así estábamos muy monas. Ese traje rosa es tan ñoño que me entran ganas de vomitar. Llevaré éste.

– Eres muy cruel, Victoria. Las dos sabemos qué pretendes, pero deja que te diga que la de ayer no fue la noche más importante de la vida de Toby Whitticomb, pero tú nunca la olvidarás si decides arruinar tu futuro por culpa de ese hombre. -Olivia escupió sus palabras mientras arrancaba del armario un traje idéntico al que pensaba lucir su hermana-. No me gusta este vestido y me arrepiento de haberlo diseñado, sobre todo si con él vamos a parecer unas idiotas.

– Te repito que no tienes por qué ponértelo -replicó Victoria mientras se cepillaba el pelo.

No intercambiaron palabra mientras se bañaban, ni cuando se vistieron, empolvaron la cara y perfumaron. Victoria sorprendió a su hermana al aplicarse carmín. Ninguna se había pintado los labios antes, y el color la hacía más hermosa y le daba un aspecto más atrevido.

– Yo no pienso ponerme eso -refunfuñó Olivia mientras terminaba de arreglarse el pelo y contemplaba a Victoria.

– Nadie te ha dicho que lo hagas.

– Te estás adentrando en aguas peligrosas.

– Quizá sepa nadar mejor que tú.

– Te ahogarás -predijo Olivia con tristeza antes de que su hermana abandonara la habitación arrastrando tras de sí la capa de satén y terciopelo.

Cuando las dos jóvenes descendieron por la escalera su padre las observó en silencio. Estaba claro que ya no eran unas niñas, sino unas mujeres de belleza deslumbrante. Victoria fue la primera en bajar, y su manera de moverse indicaba que, instintivamente, formaba parte de muchos mundos que ni siquiera conocía. En cambio Olivia no parecía sentirse muy cómoda con un vestido tan llamativo. El traje destacaba la piel nacarada de las jóvenes, sus estrechas cinturas y sus pechos bien formados.

– ¿ De dónde habéis sacado estos vestidos? -preguntó sorprendido de que llevaran un atuendo tan moderno.

– Creo que los diseñó Olivia -respondió Victoria con tono meloso.

– Los copié de una revista, pero no salieron como quería -aclaró la otra mientras el mayordomo la ayudaba a ponerse la capa.

– Seré la envidia de todos los hombres -afirmó su padre antes de encaminarse con ellas hacia la limusina.

Su aspecto corroboraba lo que había pensado esa tarde, ya no eran unas niñas, y sería un milagro si no se les declaraban todos los caballeros del baile esa noche. En cierto modo le desagradaba que tuvieran una apariencia tan sensual y atractiva, pero no tanto como a Olivia, que estaba furiosa con su hermana por obligarla a llevar ese vestido que tanto odiaba.

La residencia de los Astor en la Quinta Avenida semejaba un palacio inundado de luz. En total había cuatrocientos invitados, sobre muchos de los cuales las hermanas habían leído u oído hablar: los Goelet y los Gibson, el príncipe Alberto de Mónaco, un conde francés, un duque inglés y otros aristócratas menores de diversos países. También se hallaba presente la flor y nata de Nueva York, incluso los Ellsworth, que habían permanecido dos años recluidos tras la muerte de su hija mayor. Asimismo habían acudido varios supervivientes del Titanic, algunos de los cuales afirmaban que era la primera vez que salían desde la tragedia, y Olivia pensó inmediatamente en Charles Dawson. Luego saludó con un gesto de cabeza a Madeleine Astor, que había perdido a su esposo el año anterior en el hundimiento y que ese día estaba muy hermosa. El hijo que tuvo tras el fallecimiento de su marido ya contaba casi un año, y a Olivia le entristecía pensar que el pequeño no había conocido a su padre.

– Está muy hermosa esta noche -oyó que decía una voz familiar a sus espaldas y, al dar media vuelta, vio a Charles Dawson-. Estoy seguro de que es usted la señorita Henderson y podría fingir que sé cuál de las dos, pero me temo que tendrá que ayudarme.

– Soy Olivia -dijo con una sonrisa tras resistir la tentación de hacerse pasar por su hermana para averiguar cómo reaccionaba el abogado-. ¿Qué hace aquí, señor Dawson? -preguntó al recordar que la noche anterior le había explicado que jamás asistía a fiestas.

– Espero que no me engañe y en verdad sea usted Olivia -repuso, como si hubiera adivinado sus pensamientos-, pero supongo que no tengo más remedio que creerla. En cuanto a su pregunta, estoy emparentado con los Astor por matrimonio. Mi difunta esposa era sobrina de la anfitriona, que con gran amabilidad ha insistido en que viniera. De todos modos creo que no hubiera acudido si no llega a ser por la velada de ayer; usted me ayudó a romper el hielo. Aun así esto es peor de lo que imaginaba; parece una jaula de grillos.

No obstante, la mansión de los Astor era lo bastante grande para albergar a tanta gente, y de hecho Victoria había desaparecido en el mismo momento en que entraron.

La pareja comenzó a conversar sobre el hijo de Charles y luego Olivia habló acerca de las pocas personas que conocía de la fiesta. Mencionó a Madeleine Astor, que estaba a bordo del Titanic cuando pereció su esposo, y el rostro del abogado reflejó tal tristeza que la joven quedó desolada. Temía que la pena de Charles fuera tan fuerte que no lograra superarla.

– Supongo que su hermana también está aquí, no la he visto.

– Yo tampoco, desapareció tan pronto como llegamos. Lleva un vestido espantoso, idéntico al mío -refunfuñó Olivia.

Por fortuna, entre tanta gente no destacaba demasiado. De hecho había otros trajes como el suyo e incluso alguno más atrevido. Charles se rió de su comentario.

– Deduzco que no le gusta mucho, pero es muy bonito. La hace parecer mayor, pero tal vez no deba utilizar esta palabra con una mujer tan joven como usted.

– Yo lo encuentro de todo punto inapropiado. Le dije a Victoria que me hacía sentir como una prostituta, fue ella quien lo escogió, pero el diseño es mío, de modo que me echa la culpa a mí, y hasta mi padre cree que fui yo quien lo eligió.

– ¿ Acaso no le ha gustado? -preguntó Charles divertido.

Olivia estaba pendiente de sus ojos, tan verdes y profundos.

– Al contrario, le ha encantado.

– A los hombres les agradan las mujeres con trajes de terciopelo rojo.

Olivia asintió, y se dirigieron juntos al salón, donde Charles la presentó a un grupo de jóvenes con las que ella entabló conversación. Luego se acercó a los primos de su mujer para comentarles que su hijo estaba enfermo y no deseaba quedarse hasta muy tarde. Al poco tiempo Olivia divisó a su hermana en la pista, en brazos de Toby, bailando un vals. Minutos después observó con horror cómo atacaban un moderno fox-trot.

– Es como ver doble -exclamó una muchacha del grupo mientras las miraba fascinada-. ¿ Sois idénticas en todo? -preguntó con curiosidad.

Olivia sonrió. Siempre sucedía lo mismo, todos deseaban saber lo que significaba tener una hermana gemela.

– Casi. Somos como imágenes contrapuestas; lo que yo tengo en la derecha, ella lo tiene en la izquierda. Por ejemplo, yo tengo la ceja derecha más curvada, ella, la izquierda. Yo tengo el pie izquierdo más grande, ella, el derecho.

– ¡Qué divertido debía de ser cuando erais pequeñas! -exclamó una prima de los Astor.

Un par de jóvenes Rockefeller se habían unido al corrillo. Olivia había conocido a una en la residencia Gould y coincidido con la otra en un té que los Rockefeller habían ofrecido en Kyhuit. Dado que esta familia no bailaba ni bebía, pocas veces celebraban fiestas como los Vanderbilt o los Astor, pero a menudo organizaban discretas veladas o comidas en Kyhuit.

– ¿Os hacíais pasar la una por la otra? -preguntó una chica.

– No siempre, sólo cuando nos apetecía cometer una travesura o salir de algún lío. Mi hermana odiaba los exámenes, de modo que yo los hacía por ella. Cuando éramos muy pequeñas, me convenció de que bebiera su medicina, pero me puse muy enferma porque tomaba ración doble; menos mal que nuestra niñera se percató. Ella sí nos distingue, pero a veces encargaba a un miembro del servicio que nos diera el aceite de ricino u otra cosa que no nos gustaba y siempre les engañábamos.