Pero, a pesar de intentar no prestarle atención, no podía evitar lanzar alguna mirada furtiva a Julien. Tracey sabía que distaban mucho de ser una pareja ideal y se sintió morir, pues cada uno de sus poros respiraba amor por el hombre que tenía a su lado.

Presa del pánico que le producía comprobar que sus sentimientos hacia Julien no sólo no se enfriaban, sino que cada vez eran más apasionados, se alejó de él a toda velocidad nada más llegar a la residencia. Ni siquiera esperó a que Julien quitara la llave del contacto.

Una de las criadas la saludó mientras subía la escalera y Tracey le devolvió el saludo, aunque no se dio la vuelta ni detuvo su marcha decidida hacia el cuarto de los niños.

Abrió la puerta de la habitación guardería y se encontró a una niñera cambiándole los pañales a uno de los bebés, que estaba tumbado sobre una cunita. Era rubio como su abuelo, Henri Chapelle; pero no era momento de atormentarse con eso.

– ¿Quién de los dos es? -preguntó en voz baja.

– Raoul -respondió su marido, que acababa de unirse a ella-. Buenas tardes, Jeannette.

– Es el más tranquilo de sus dos hijos, señora -respondió la niñera con tono amable-. Salvo cuando tiene hambre. Creo que de mayor va a ser muy serio; me recuerda mucho a su marido.

Aquellas palabras pillaron a Tracey desprevenida. Jeannette había sido la madre de su hijo Raoul mientras ella había estado en coma. ¡Cuanto la envidiaba!

– ¡Raoul! -exclamó mientras se acercaba a levantarlo.

Capítulo 6

Apenas terminó de decir su nombre y ya lo tenía entre los brazos. No podía creerse que fuera ese niño tan robusto y mofletudo el que había tenido tantos problemas al principio para respirar.

La enfermedad había hecho que Tracey se sintiera especialmente unida a él. Recordaba las horas que había pasado rezando para que lograra respirar con normalidad.

– Ratita mía -exclamó mientras le daba un sonoro beso en su rosada mejilla.

Durante los siguientes minutos, Tracey no paró de darle besos y pellizquitos, examinando el cuerpecito de Raoul centímetro a centímetro.

Por sorprendente que pareciera, el bebé no extrañó a Tracey, a pesar de los meses de ausencia. Tenía unos ojos idénticos a los de Julien; eran igual de negros y expresaban la misma amabilidad.

Tracey empezó a sollozar; procuró calmarse sofocando su llanto contra el pijamita de Raoul, que en ese momento rompió a llorar, sin duda asustado al percibir la agonía de su madre.

– Perdona, Raoul -le dijo mientras lo mecía entre los brazos-. Mamá siente haberte asustado. Es que te quiero mucho -le repetía una y otra vez, sin lograr apaciguar su llanto.

– Antes de que usted llegara, lloraba porque tenía hambre -intervino Jeannette-. Me da la impresión de que es como muchos hombres, que se ponen gruñones si no tienen el estómago lleno.

Tracey no quería seguir dejando a Raoul en manos de la niñera, aunque no tenía nada en realidad en contra de ésta.

– Mientras tú intentas calmar tu insaciable apetito -dijo Julien dándole un beso a Raoul en la cabeza-, tu madre y yo vamos a ver qué tal se encuentra tu hermano mayor.

Aunque no había estado durante el parto, Julien parecía saber todo acerca de sus hijos, de las precarias circunstancias en que nacieron y hasta del orden en que lo habían hecho: Jules, Valentine y Raoul.

El doctor Learned le había explicado a Tracey que, como Raoul había salido el último, tal vez había tenido poco espacio en el útero, motivo al cual podía deberse el que hubiera nacido con los pulmones poco desarrollados.

Pero, a juzgar por sus gemidos, era evidente que se había recuperado. El pobre, después de haber sido el centro de atención, tal vez se sentiría un poco abandonado.

A Tracey no le importó que Jeannette alimentara una vez más a Raoul, pues estaba ansiosa por tener cuanto antes en sus brazos a sus otros dos bebés.

Salió de la habitación en la que estaba la niñera y, evitando el contacto visual con Julien para que éste no notara su emoción, fue hacia el dormitorio contiguo.

Cuando entró, una segunda niñera, a la que Julien saludó como Lise, pareció sorprendida. Pero Tracey sólo tenía ojos para su otro hijo: aunque él también era rubio, si bien no tanto como Raoul, se parecía una barbaridad a Julien. Sin duda, con sus largas piernas y delgado cuerpo, él sería quien más se asemejaría a su padre cuando fuera mayor.

Tracey se acercó a Jules y se arrodilló delante de él para ver el color de sus ojos, marrones y con grandes pestañas, muy parecidos a los de ella misma. Tenía restos de su última papilla en el labio superior.

– ¡Jules! ¡Eres adorable! -exclamó al tiempo que abarcaba su carita con las manos y la llenaba de besos.

De pronto, Jules rompió a llorar y echó los brazos hacia su padre, que nada más levantarlo lo tranquilizó. Se quedó allí, escondiéndose tras el cuello de su padre. Tracey rodeó a Julien e intentó captar la atención del niño, pero éste giró la cabeza, como si le asustara que ella fuera a separarlo de Julien.

Tracey comprendía la reacción del bebé, pero la lógica no tenía nada que ver con el sentimiento de frustración que experimentó al saberse rechazada por su propio hijo.

– ¿Por qué no te acercas a ver a Valentine mientras calmo del todo a Jules? -le sugirió Julien, que había intuido el calvario que estaba pasando Tracey.

No quería, pero, ¿qué iba a hacer si no? Mientras siguiera con ellos, Jules no se atrevería a levantar la cabeza ni terminaría de comer. A Tracey le habría gustado que ese primer encuentro hubiese sido más satisfactorio.

Después de aceptar la propuesta de su marido con un gesto de la cabeza, se fue en busca de Valentine, agradeciendo que Raoul no hubiera tenido la misma reacción que su hermano. No lo habría podido soportar.

Cuando entró en la habitación de Valentine, Clair le estaba poniendo un pijamita y unos zapatos. En esta ocasión, después de la experiencia con Jules, se aproximó a Valentine con cuidado.

– ¿Ha comido ya? -le preguntó a Clair en voz baja. Valentine, nada más escuchar la voz de su madre, giró la cabeza en dirección a ella.

– Sí, ha comido muy bien. Iba a darle un pequeño biberón y a acostarla. ¿Quieres dárselo tú? -le preguntó Clair.

– Si me deja…

– Vamos a ver. Venga, siéntate.

Una vez se hubo sentado, la niñera le acercó el bebé. Al principio, Valentine se resistió un poco e hizo algunos gestos de protesta. Pero se calmó y empezó a beber en cuanto Tracey le colocó la tetilla del biberón en la boca.

– Valentine, amor mío.

No dejaba de chupar y de hacer sonidos con la nariz mientras respiraba y miraba a los ojos de Tracey, igual de verdes que los de ella.

¿Era posible que Valentine recordara la voz y el olor de su madre? Durante el mes que había estado con ellos en el hospital, los había tenido siempre en sus brazos en esa posición. ¿Se debía a eso que Valentine estuviera tan relajada en el regazo de su madre?

Tracey no cabía en sí de gozo y no dejaba de hacer arrumacos a Valentine, que la miraba con absoluta confianza.

De repente, Tracey sintió la necesidad de estar con los tres bebés al mismo tiempo y, respondiendo a un instinto maternal, se levantó de la silla y salió de la habitación meciendo a Valentine en los brazos. Fue hacia la habitación de Raoul y se alegró de que aún no se hubiera dormido.

– ¿Jeannette? ¿Te importaría pedirle a una de las doncellas que traiga un edredón grande?

– En absoluto -respondió algo sorprendida por tal petición. Salió de la habitación y, entonces, Tracey acarició la cara de Raoul con la mano que tenía libre.

Raoul estiró la mano izquierda, agarró un dedo de Tracey e intentó metérselo en la boca.

– Aquí está -dijo Jeannette cuando regresó.

– ¿Te importa colocarlo sobre la silla? Luego, Clair y tú podéis tomaros el resto del día libre -dijo Tracey, que, al ver el gesto de sorpresa de la niñera, se vio obligada a dar una explicación-. Necesito tiempo para estar con mis hijos.

– Muy bien. Pero no nos alejaremos mucho, no vaya a necesitarnos.

Tracey no estaba segura de si Jeannette no quería separarse de Raoul debido al apego que sentía por él o a que estuviera preocupada por su salud. Sería una suma de ambas cosas.

Sin duda, si ella hubiera estado con Raoul tanto tiempo como Jeannette, sería incapaz de renunciar a él llegado el momento. No podía permitir que las niñeras siguieran encariñándose con los bebés. Tenía que pedirles que abandonaran su trabajo y que intentaran contratarse en otra familia. Tracey sintió algo de lástima por ellas, pues sabía que en ningún sitio las tratarían tan bien como las habría tratado Julien. Cuando se quedó a solas con los dos bebés, colocó a Valentine dentro de la cuna en la que ya estaba Raoul y, durante unos minutos, no dejó de mirarlos, mientras éstos sujetaban con sus manitas los biberones y terminaban de bebérselos.

Aprovechando que estaba sola, extendió el edredón junto a la cuna sobre la moqueta. Luego se quitó la chaqueta y los zapatos, todo lo cual colocó sobre una silla, sacó a Raoul de la cuna y empezó a jugar con él poniéndolo boca abajo. Después le tocó el turno a Valentine y así estuvo jugando durante varios minutos con uno y otro alternativamente.

Tracey estaba disfrutando muchísimo, se sentía exultante, inmensamente feliz y no dejaba de besar a sus hijos, de acariciarles la espalda y contarles los planes que tenía para ellos.

– Vaya, vaya, Jules -dijo una voz familiar que aceleró los latidos de Tracey-. Parece que mi familia está de reunión. ¿Nos unimos a ver de qué están hablando?

Acto seguido, Julien colocó a Jules entre sus dos hermanos y luego se tumbó tan cerca de Tracey que habría podido tocarla con sólo mover ligeramente la mano.

Tracey se sentía muy alterada por la proximidad de su marido. En cuanto a Jules, tampoco él parecía muy contento, aunque, en su caso, su desdicha se debía a que lo alejaran de su padre.

Movida por un deseo de calmar a su niño, Tracey fue acercándose centímetro a centímetro hacia Jules y empezó a jugar con sus deditos. Al principio no hizo caso de su madre, pero ésta siguió hablándole y jugando con él y, finalmente, dejó de protestar.

Tracey tenía la cabeza tan cerca de los otros dos bebés que empezó a acariciarlos con su rubia melena. De todos modos, no lograba dejar de notar el calor que le producía estar junto a su marido, que seguía pegado a ella. Casi perdió el conocimiento al oler la fragancia varonil de su cuerpo mezclada con el olor de su jabón.

Se tumbó boca arriba y siguió jugando con Jules, a quien fue levantando y bajando con los brazos alternativamente, a la vez que le daba besitos en la tripa. Los otros dos bebés se entretenían con el pelo de su madre, sin que los molestara el que Jules estuviera acaparando la atención de Tracey.

De pronto, se dio cuenta de que Julien la estaba mirando. Estaba quieto y sus ojos refulgían como llamas ardientes. Aunque no hizo ningún movimiento concreto, nada de lo que pudiera acusarlo, el deseo de su marido era casi palpable, o al menos ella se sentía rozada por aquella mirada tan penetrante y peligrosa.

Tracey se vio obligada a cambiar de posición para darle la espalda y vencer cualquier posible tentación. Empezó a mecer a Jules entre sus temblorosas manos y decidió cantarle una nana. Tal vez fuera la música lo que más lo serenara, porque Jules dejó que su madre lo besara y lo mimara sin oponer resistencia.

Estaba viviendo un momento agridulce y las lágrimas, de alegría y dolor, se le agolpaban en las esquinas de los ojos. Alegría, porque se sentía realizada y rebosante como madre; pero estaba pagando un precio que le destrozaba el corazón. A su lado yacía el hombre al que amaría toda su vida; el hombre que no le estaba destinado.

Con todo, parte de ella se rebelaba contra aquel descubrimiento que había destruido su mundo de felicidad; parte de ella quería olvidar que eran hermanos y seguir amando a Julien como antes de que Henri Chapelle hiciera su confesión.

Pero Dios sabía ese terrible secreto, y Tracey no podía fingir que lo ignoraba. No podían ocultarse en ningún sitio; no existía ningún limbo perdido donde Julien y ella pudieran vivir felices el resto de sus días.

Dio un beso a Jules en un intento de disimular su dolor e intentó aceptar la idea de que, a partir de entonces, sólo sus hijos serían su razón de ser.

– ¿Preciosa?

«No, por favor. No digas nada», pensó Tracey.

Pero era demasiado tarde. Ya había hablado. Su voz, dulce y aterciopelada, tampoco escondía el ferviente deseo que sentía hacia ella.

– Estos meses atrás -prosiguió Julien-, cuando estabas sumida en la oscuridad, soñaba con momentos como éste, en casa, rodeado por mis hijos y mi mujer… ¿Cómo es posible que no sientas la misma dicha que yo?, ¿que no quieras que este estado de felicidad se prolongue eternamente? Respóndeme si puedes, amor mío. Convénceme de que no perteneces a mis brazos, de que no echas de menos aquella pasión arrebatada que compartimos hasta que desapareciste de mi vida.