– Pero es normal que se parezcan a su abuelo, ¿no crees?

– ¡No! No me entiendes: Henri Chapelle también es mi padre.

– Ah…

Louise no sabía qué decir y permaneció mirando a Tracey mientras intentaba asimilar el secreto que con tanto celo había guardado su paciente milagrosa.

– Dime una cosa, Tracey. ¿Henri Chapelle era un hombre alto y moreno de mirada penetrante?

– Sí, exactamente así. ¿Cómo lo sabes? ¿Has visto alguna foto de él?, ¿tanto se le parecen mis hijos? -preguntó desesperada.

– Nunca he visto a tus hijos, pero sí tengo un retrato suyo. El que tú me dibujaste anteayer -dijo con calma.

– ¿Qué?

– No era un animal lo que tú estabas dibujando. Era un hombre con forma de un ave de rapiña, de un águila, para ser exactos. Acabas de darme la pieza del puzzle que me faltaba: él, y no Julien como te dije, era la causa de las pesadillas que tanto te atormentaban -explicó mientras Tracey lloraba desconsolada-. Me extrañó que aquel retrato fuera el de tu marido, y estaba claro que no era el de tu padre, porque tu tía ya me había enseñado fotos suyas.

– Sólo que mi padre no es mi padre -susurró Tracey con tono patético.

– Supongo que fue el propio Henri Chapelle el que te reveló ese terrible secreto después de que volvieses con tu marido de vuestra luna de miel -comentó Louise.

– Sí.

– Eso explica el que te marcharas tan precipitadamente.

– Sí -repitió sollozando.

– ¿Se arrepintió en el lecho de muerte?

– Me confesó su aventura con mi madre justo antes de que monseñor Louvel procediera con los últimos sacramentos -respondió.

– Querida, no sabes cuanto lo siento. Ojalá supiera unas palabras mágicas para hacer desaparecer tu dolor…

– Ojalá estuviera muerta.

– Entiendo que te sientas así -dijo Louise-. Después de vivir como marido y mujer, pedirte que trates a tu amado Julien como si fuera un hermano es pedirte demasiado. Ahora ya está claro porqué tu memoria borró todo lo referente a tu embarazo y a tu parto durante tanto tiempo. Es completamente lógico. Y también comprendo que te sientas culpable, porque sólo puedes ver a Julien como tu amante.

– Sí -afirmó Tracey que no podía parar de llorar, aunque agradecía el abrazo de Louise. Era tan comprensiva…

– Pero por mucho que te duela, tienes dos hijos monísimos y una niña preciosa. Debes pensar en ellos, porque necesitan a su madre. Debes vivir por ellos, Tracey.

– Lo sé -respondió después de un largo silencio durante el cual permaneció quieta, abrazada a Louise.

– Es lógico que tengas miedo a que tus hijos, siendo Julien y tú medio hermanos, padezcan algún tipo de deficiencia, lo cual puede suceder, pero tal vez no. Debes ir al pediatra cuanto antes.

– Ya había pensado en eso esta mañana.

– Muy bien. Pero, por favor, recuerda una cosa: te diga lo que te diga, nada puede ser peor que el infierno que has pasado después de tu luna de miel. Eso tiene que darte fuerzas -la animó.

– Eso mismo pensé anoche -susurró con voz lastimera.

– Y una cosa más: no puedes seguir manteniéndolo en secreto; tienes que contárselo a Julien.

Capítulo 5

– ¡No puedo! ¡Imposible! -exclamó Tracey denegando con la cabeza.

– Cada día es como una pesadilla para él -razonó la doctora-. No se merece algo así.

– Pero la verdad lo destrozará. Hará que cambie radicalmente su forma de ver la vida. Nada volverá a ser lo mismo para él -respondió desesperada.

– Todo cambió para él cuando desapareciste. ¿Es que no sabes que tú y tus hijos sois lo único que le importa en esta vida?

– Por favor, no digas eso. Las personas se divorcian todos los días y sobreviven…

– No las personas que se han amado y se aman tan profundamente como vosotros dos.

– En algún momento encontrará a otra mujer -se resistió Tracey.

– Tiene derecho a saberlo, Tracey. Y tú no tienes derecho a ocultárselo. Mira el daño que os ha hecho el silencio que guardaron tu madre y Henri Chapelle durante tantos años.

– Es lógico que me pidiera volver a la residencia -pensó Tracey en voz alta, sumida de pronto en una especie de trance.

– Cuéntame algo sobre esa parte de tu vida. Antes no podíamos hablar de eso porque no recordabas nada.

Tracey no necesitó que se lo pidiera dos veces. Ya que Louise sabía la verdad, sería sencillo aclararle cualquier detalle que le interesara.

– No sé, supongo que cuando mi madre y Henri Chapelle descubrieron lo que estaba ocurriendo entre nosotros, intentaron separarnos y ya no hubo nunca más visitas familiares. Sólo a Isabelle la dejaban quedarse allí con Angelique unas pocas semanas al año. A mí, en cambio, nunca me volvieron a invitar. Me pregunto si papá lo sabría -dijo con gran tristeza.

– De ser así, está claro que eso nunca cambió sus sentimientos hacia ti. Es más: tiene que haber amado muchísimo a tu madre para haberla perdonado -comentó Louise-. Si no, no tiene sentido que siguiera siendo su marido hasta el día de su muerte.

– Seguro que tienes razón -afirmó Tracey mientras se pasaba una mano por los ojos-. Cuando pienso en ello, la verdad es que nunca me creí que el motivo por el que nos empezamos a quedar en San Francisco fuera que la salud de Celeste había empeorado. Ella siempre había estado muy delicada, de modo que no me parecía lógico que, de repente, no pudiera atender a las visitas. Además, Henri siempre tuvo a muchas personas a su servicio para que la cuidaran.

Tracey hizo una pausa recordando lo extrañada que se había quedado con el corte repentino de relación con los Chapelle.

– Nunca le pregunté nada al respecto a Julien -prosiguió Tracey-, pero estoy segura de que tampoco él se creía la excusa de la salud de Celeste. Lo más probable es que pensara que aquel distanciamiento definitivo se había debido a algún problema entre Jacques y yo. Por eso debió de insistir en que nos casásemos en secreto, sin que ningún familiar se enterase. No creo que les dijera nada sobre nuestra intención de casarnos cuando se marchó de Suiza en un viaje de negocios.

– Pues ha llegado la hora de que la verdad salga a la luz -intervino Louise-. Si le ocultas esto a tu marido, no sólo le harás un daño irreparable, sino que serás partícipe del pecado de tus padres, lo cual podría llegar a tener consecuencias directas sobre tus hijos.

– Louise -dijo Tracey aterrorizada por las últimas palabras de la doctora-, esto no nos afecta sólo a Julien y a mí. También hay que tener en cuenta a nuestros hermanos y hermanas. Una noticia tan escandalosa separaría nuestras familias por completo… De momento, sólo yo sé la verdad, aparte de ti. No puedo correr ese riesgo. Julien sufrirá durante un tiempo, pero logrará superarlo y seguirá adelante con su vida -concluyó mordiéndose el labio inferior con tanta fuerza que se hizo sangre.

– Sabes que eso no es verdad -se opuso Louise-. No lo superará, Tracey. Lo he visto al lado de tu cama idolatrándote durante meses todas las noches, intentando consolarte cuando tenías pesadillas, deseando tu recuperación con toda su alma. El amor que siente por ti supera todas las barreras imaginables. Si de verdad lo amas, debes contárselo. Tanto tus padres como los suyos están muertos ya, así que no hay riesgo de hacerles daño. Y los escándalos no duran toda la vida. Sabes que decirle la verdad es el único modo de liberar a tu marido. Una vez la sepa, pero nunca antes, será capaz de encontrar a otra mujer a la que amar, si es que ésa fuera su decisión. ¿No te das cuenta de que si te callas, lo estarás condenando a una prisión que no se merece?

– Si Henri hubiera pensado que Julien lo soportaría, él mismo le habría contado la verdad a él en vez de a mí -argumentó Tracey.

– Tonterías -replicó Louise convencida-. Por lo que me has contado de Henri Chapelle, creo que se comportó egoístamente y que se alegró de irse a la tumba sabiendo que su hijo mayor lo adoraba en su ignorancia. Para él era muy sencillo descargar la conciencia contigo, ya que tu madre también había muerto y no tenía que pedir permiso a nadie para desvelarte su secreto. Además, te conocía bien y sabía que le serías fiel; que preferirías guardar el secreto antes que poner en riesgo la armonía de la familia. ¡Piénsalo! Desapareciste en cuanto Henri murió. ¿No ves que te manipuló y que sigue manipulándote?

– No puedo decírselo, Louise -murmuró Tracey juntando las manos-. Julien estaba muy unido a su padre. No soportaría acabar con el cariño que le tenía. Tienes que prometerme que nunca se lo contarás a nadie.

– Esa promesa la hice cuando decidí ser doctora, Tracey. Cualquier cosa que me digas tendrá siempre carácter confidencial; pero te lo advierto: si guardas este secreto, será a costa de tu paz interior -suspiró-. Tengo que marcharme. Ya sabes donde encontrarme si quieres que sigamos hablando. Simplemente, recuerda que estoy de tu lado. Siempre lo estaré.

– Gracias, Louise.

Después de despedirla, Tracey se dio una ducha para relajarse. Tal vez pudiera ver al pediatra ese mismo día. Necesitaba estar vestida por si éste le pedía en algún momento que fuera a visitarlo.

Tenía que someter a sus hijos a una serie de pruebas para determinar si habían sufrido algún tipo de deficiencia genética. A Julien no le extrañaría que quisiera ver al pediatra; era lo mínimo que podía hacer, después de tanto tiempo de separación, si realmente quería a sus hijos. De hecho, le agradaría comprobar su interés por ellos. Sin duda, Julien lo interpretaría positivamente, como un síntoma de que se estaba haciendo a la idea de convertirse en una verdadera madre. Y en su esposa.

Se puso el mismo modelo que había usado para ir a la residencia desde el hospital y salió rápidamente de la habitación. Nada más cerrar la puerta, se encontró frente a Julien.

Desvió los ojos para no cruzarlos con los suyos, pero no pudo evitar registrar en la retina aquellos rasgos tan atractivos y masculinos. Vestía un polo y unos vaqueros como los que llevaba durante la luna de miel.

Julien no había metido en su equipaje ropa formal. Los dos se habían comportado como niños, jugando y amándose allá donde les apeteciera, con frecuencia despreocupados del paradero de su ropa olvidada…

También en aquella ocasión en la que fueron a cenar a un pueblo cercano iban los dos vestidos informalmente. Tracey no podía borrar esos recuerdos de su cabeza. Era imposible.

– Parece que la visita de Louise te ha hecho bien. Has recuperado el color de la cara -dijo con voz aterciopelada rompiendo la tensión de aquel encuentro inesperado.

– Sí. Hemos estado hablando de los bebés.

– Tracey, tenía que haberte puesto al corriente sobre los bebés anoche, cuando estábamos en el hospital. Pero, como a mí no me reconociste hasta que me oíste hablar, supuse que tendrías que verlos u oírlos llorar para que el milagro se repitiese.

– Se repitió. Tu plan funcionó como esperabas. Ya no tengo ninguna laguna en la memoria. Lo recuerdo todo, hasta el color del taxi que me atropelló.

– Sí, funcionó; pero, ¿a qué precio? -preguntó Julien, que había palidecido al recordar el accidente.

– Tranquilo, Julien. Tus instintos no suelen traicionarte. Me alegra saber por fin toda la verdad. Por eso había salido a buscarte: para decirte que ya me encuentro bien. No debes temer ningún tipo de recaída por mi parte.

Julien estaba quieto con sus robustas piernas clavadas en el suelo, mirándola con el ceño fruncido escépticamente y rascándose la nuca, un gesto que mostraba desconfianza por lo que estaba oyendo.

– De hecho, me siento con fuerzas para ir a ver al pediatra -prosiguió Tracey-. Hoy mismo, si es posible.

– ¿Por qué? ¿Estás preocupada por los niños? No hay ningún motivo para estarlo -respondió sorprendido-. Te prometo que se encuentran perfectamente.

Aquel comentario la tranquilizaba, pero quería estar plenamente convencida del estado de salud de los bebés.

– Preciosa -continuó hablando Julien-, si estás preocupada por Raoul, deja de hacerlo. Es cierto que antes del accidente tenía dificultades para respirar; pero ese problema se solucionó por sí solo un par de semanas más tarde.

– ¡Gracias a Dios! -exclamó con verdadero agradecimiento-. Julien, sabes que te creo; pero me he perdido tanto en estos últimos meses que quiero enterarme de todo lo que pueda saber sobre su historial médico antes de que vuelva a acostumbrarme a mis preciosos bebés. Quiero ver las gráficas que muestran como han ido creciendo; quiero saber qué han comido con gusto y a disgusto… Ese sinfín de pequeños detalles que cualquier madre sabe -concluyó saltándosele las lágrimas.

Julien no esperaba aquella reacción de su mujer y, a juzgar por la relajación de los músculos del cuerpo, parecía complacido.