– Lo sé. Y nunca podré agradecértelo lo suficiente -le dijo dándole un abrazo.

– Has luchado mucho por sobrevivir y ya no te queda casi nada para volver a tu casa. Rezaré por ti -le dio una palmada en la espalda-. Voy a decirle a Gerard que te traiga un teléfono a la habitación para que puedas hablar totalmente en privado.

– Gracias, Louise.

– Buena suerte.

Tracey iba a necesitar mucho más que buena suerte para enfrentarse con su marido. Después de que Gerard le trajera el teléfono, Tracey pasó varios minutos intentando reunir valor para descolgar el auricular.

Sabía bien que tenía que hablar con Julien para salir del hospital; así que, finalmente, empezó a marcar su número de teléfono, el cual se sabía todavía de memoria.

Solange descolgó. ¡La buena de Solange! Llevaba muchísimos años como asistenta de los Chapelle.

– ¡Tracey, cariño! -exclamó Solange al reconocerle la voz. Luego le dijo que Julien, después de dejar en casa a Rose, se había marchado disparado en el coche, y le preguntó si quería hablar con su tía.

Tracey no se sentía con ganas de hablar con ella en esos momentos y le dijo a Solange que volvería a llamar más tarde. Colgó y marcó el teléfono del trabajo de Julien. Solía ir allí cuando algo lo inquietaba. Eran las 22:45. De estar en la oficina, estaría solo.

– ¿Sí? -respondió una voz después de seis pitidos.

De pronto, Tracey no sabía qué decir, hasta que, después de tragar saliva, preguntó por Julien.

– ¿Eres tú, Tracey? -preguntó su marido.

– Sí. Soy yo.

– No imaginas cuanto tiempo llevo esperando este momento -dijo en un tono en el que se mezclaba el amor, la tensión y otros muchos sentimientos-. ¿De veras eres tú, preciosa mía? ¿No estoy alucinando?

– No, soy yo. De verdad. Siento haberme puesto enferma delante de ti esta tarde. Louise dice que, a veces, algunos recuerdos…

– ¿Quieres decir que…? -la interrumpió.

– Julien -dijo Tracey sin dejarle acabar la frase-. Tenemos que hablar.

– Voy en seguida.

– ¡No! -exclamó presa de un súbito pánico-. Esta noche no.

«No puedo verte esta noche. Pensaba que podía, pero no. Necesito descansar para estar preparada», pensó Tracey.

– Después de todos estos meses, todo el tiempo rezando por oírte decir mi nombre, deseando que no me hubieras olvidado… ¿me pides que siga esperando? -preguntó con tono de desesperación.

– Lo siento. Es que estoy muy cansada. Preferiría que vinieses mañana por la mañana.

– Imposible, he estado a tu lado durante meses, viéndote tumbada, esperando… Voy ahora mismo, pero te juro que no te despertaré si estás dormida. Sólo quiero estar contigo en tu habitación. ¿Es eso mucho pedir, amor mío?

«Sí, es mucho; pero, ¿cómo puedo negarme?», se preguntó Tracey.

– No, está bien -respondió finalmente.

– Hasta luego, pequeña.

Tracey colgó el auricular. Sabía que ya sí que no conseguiría dormirse; no mientras él estuviera observándola en su habitación. No podía estar segura de que Julien no fuera a intentar abrazarla y besarla; no, si estaba tan emocionado como parecía.

Le gustara o no, tendría que hacerle frente en breves instantes, así que tenía que vestirse para poder recibirlo en la sala de espera. Prefería verlo allí, para que Julien no gozara de la intimidad que desearía.

Se fue al baño inmediatamente para darse una ducha. No había tiempo que perder. A esas horas de la noche apenas habría tráfico. Julien no tardaría en llegar al hospital con su Ferrari.

Como a él siempre le había gustado que se dejara el cabello suelto, Tracey se lo recogió en un moño como el de su tía y se puso una blusa y una falda muy funcionales para que casi pareciera un encuentro de negocios.

Prescindió de colonias y maquillajes. Quería tener buen aspecto para que Julien se convenciera de que se encontraba bien; pero no deseaba estar atractiva.

– ¿Gerard? -preguntó cuando salió a la sala de espera.

– ¿Qué haces aquí a estas horas? -preguntó sorprendido.

– Estoy esperando a mi marido.

– ¿Te apetece una taza de té?

– Mejor cuando venga, ¿no te importa?

– Lo que tú quieras.

Tracey tomó asiento en una de las sillas y empezó a hojear una de las revistas que había en la mesa de enfrente, sin apenas ver las fotos ni las palabras de nerviosa que estaba.

Cada vez que oía una pisada en los pasillos de su planta, el corazón le daba un vuelco.

– ¿Preciosa? -la llamó finalmente su marido. Había llegado hasta ella con mucho sigilo y la había sorprendido.

Tracey sabía que tenía que mirarlo y, cuando lo hizo, notó algunos cambios en su aspecto: empezaba a tener arrugas en la frente, llevaba el pelo más largo y estaba más delgado, aunque, de algún modo, parecía más fuerte. Sea como fuere, resultaba más atractivo y perturbador que nunca.

Sabía que él estaba esperando a que se levantase para darle un fuerte abrazo, como solía hacer tiempo atrás. La presencia de Julien despertaba en Tracey tal amor y pasión que ésta no podía disimular sus sentimientos, a pesar de que no estaban a solas.

– Me alegro de verte -lo saludó con tanta serenidad como pudo-. Siéntate. Gerard me ha dicho que nos prepararía un té en cuanto llegaras.

– ¿Eso es todo lo que tienes que decirme después de doces meses infernales? -le preguntó Julien aún de pie.

– No quiero precipitarme con muchas efusiones. Hoy ha sido un día lleno de sorpresas. No sólo he descubierto que fuiste tú quien me ingresó en este hospital y quien ha pagado todo, sino que, además, me he enterado de que no hemos llegado a divorciarnos; de que nunca firmaste los papeles que te mandé… Por eso te he llamado: porque quiero el divorcio. No te pido nada más que mi libertad.

– Pero, ¿por qué? -preguntó decepcionado por la determinación de Tracey.

– No te mentiré, Julien. Los dos sabemos que no hay ningún motivo.

Julien echó la cabeza hacia atrás, como si hubiera recibido un puñetazo de sinceridad. Luego Tracey se levantó, se acercó a su marido y lo miró a los ojos.

– Te quiero, Julien -prosiguió Tracey-. Y jamás querré a otro hombre. No te quepa la menor duda de eso. Pero me he dado cuenta de que no puedo estar casada. Quiero regresar a San Francisco y seguir adelante con mi vida.

– ¿Por qué? -volvió a preguntar estrechándola contra su cuerpo. Estaba desesperado.

– Me gustaría poder explicarlo, pero no puedo. Cuando volvimos de nuestra luna de miel, comprendí que quería volver a ser libre; elegí el camino más cobarde al escaparme sin decir nada -admitió. Sentía la presión de sus dedos sobre los brazos-. Sé que me equivoqué y siempre lamentaré haberte hecho tanto daño. Y también sé que tú nunca serías tan cruel conmigo, lo que quizá te explique un poco como soy de verdad: yo no soy la mujer con la que deseas pasar el resto de tu vida.

Julien la miró dolido a la cara e intentó en vano hallar algún síntoma de debilidad.

– Si me marché así -prosiguió Tracey- es porque sabía que me preguntarías que por qué quería divorciarme, y yo no podría ofrecerte ningún motivo que te resultara convincente.

– Tienes razón -exclamó furioso-. Después de lo que compartimos durante la luna de miel, nada de lo que me dices o haces tiene sentido.

– Ahí tienes la respuesta, Julien. En Tahití vivimos una experiencia indescriptible, fuera de lo común. Nadie podrá quitarnos nunca ese recuerdo; pero es imposible que aquellos mágicos días se repitan: la vida no es así. Ahora hemos vuelto a la cruda realidad y quiero ir por mi camino. Sola.

– No te creo -dijo con incredulidad. Entonces la besó para intentar renovar la pasión que sus besos solían despertar en ella.

Pero antes del accidente que la había enviado al estado de coma, Tracey había descubierto algo que la obligaba a resistirse; de modo que, aunque estuvo a punto de sucumbir al deseo de la carne, sabía que aquello no estaba bien y no cedió a sus instintos.

Cuando Julien separó sus labios de los de ella, Tracey se sintió mortificada al ver el dolor, la ira y la confusión que expresaban los negros y preciosos ojos de su marido, quien, intentando encontrar algún punto vulnerable, le acarició los brazos con suavidad.

– Tengo entendido que de ti depende el que pueda marcharme del hospital. Bien, me gustaría irme mañana mismo -dijo Tracey con firmeza.

– Todavía no has recuperado toda tu memoria -comentó.

– Lo sé. Louise me ha dicho que tal vez no llegue nunca a recuperarla del todo, pero que ya me encuentro lo suficientemente bien como para irme. Parece que mi destino está… en tus manos -dijo, temblando por primera vez desde el inicio de aquella conversación-. Con todo el daño que te he hecho marchándome furtivamente, tienes la oportunidad de vengarte, de negarte a concederme el divorcio y de obligarme a quedarme aquí hasta que recuerde todo, lo cual puede o no suceder.

– ¿Piensas que soy tan despiadado como para encerrarte aquí? -preguntó estremecido.

– No -respondió angustiada-. Pero alguien que no fuera tan bueno como tú tal vez sí lo haría. Te he hecho daño, Julien, y no era ésa mi intención. No te lo merecías y jamás me atrevería a pedirte que me perdonaras, porque sé que eso es imposible.

Julien se quedó callado y la miró hasta que Tracey empezó a ponerse nerviosa.

– Si esto tiene algo que ver con Jacques -arrancó Julien finalmente-, puedes estar segura de que nunca podrá acercarse a ti.

– Jacques no tiene nada que ver.

Jacques, el hermano pequeño de Julien, se había enamorado de Tracey mucho antes de que ésta conociera a su hermano, que por aquel entonces se encontraba en Cambridge estudiando. Cuando Julien volvió a Lausana, Jacques notó el interés que aquél despertó en Tracey y una noche intentó aprovecharse de ésta a la fuerza. Por suerte, Julien intervino a tiempo y expulsó a su hermano de sus vidas para siempre.

Después de aquella noche, Julien, diez años mayor que ella, se había ocupado constantemente de Tracey: la había ido a recoger a la salida del instituto y le había dado un puesto de trabajo en su empresa. Tracey, que siempre había sentido curiosidad por el enigmático carácter de Julien, acabó perdidamente enamorada de él. Un amor eterno. Un amor prohibido.

– Firmaré los papeles del divorcio con una condición -suspiró Julien tras un largo silencio-. Que antes vivas conmigo en nuestra casa durante un mes entero. Si al final del mes crees que nuestro matrimonio no funciona y aún quieres divorciarte, firmaré.

«¡No, por favor! ¿Cómo puedes pedirme eso?», pensó Tracey.

– ¡Qué barbaridad! Te has quedado blanca. Tranquila, no te pediré que te acuestes conmigo.

– No podría.

– ¿Crees que no lo sé?

– Entonces, ¿por qué…?

– Quiero tener pruebas de que realmente quieres vivir sola -la interrumpió-. Llevábamos muy poco tiempo casados cuando te marchaste. Digo yo que después de tenerme un año horrible esperándote, podrías darme, darnos, un mes de esperanza.

– Pero no sería justo para ti, Julien.

– No estás en situación de juzgar qué es justo para mí. El amor no es lo único que importa en un matrimonio.

– Pero si no hay amor, todo lo demás se viene abajo -dijo sin fuerzas, sabedora de que perdería la batalla.

– Como tú misma has dicho, los dos meses que pasamos en Tahití hablan a las claras de la pasión que compartimos. Sea cual sea tu problema, éste no tiene nada que ver con como nos entendemos en la cama. Se trata de algo más importante y creo que me debes un mes para que pueda descubrirlo. Quizá podría ayudarte.

Tal como le había dicho Louise, Tracey iba a tener que ser fuerte. Julien no estaba dispuesto a renunciar a ella sin luchar.

– De acuerdo. Puedes venir a recogerme por la mañana, después de la visita del doctor Simoness. Tengo que hacer la maleta y despedirme. Todos se han portado de maravilla conmigo.

– Entonces, hasta las nueve -respondió.

– Julien… me gustaría pagar parte de mi estancia con el dinero que mi padre me dejó.

– De momento, todavía soy tu marido -le recordó-. Y mientras estemos casados, soy responsable de ti. Juré amarte, honrarte y protegerte en la salud y en la enfermedad y ofrecerte mis bienes materiales. Me gustaría cumplir con mi juramento, Tracey.

«Lo sé, cariño, lo sé», se dijo Tracey mientras Julien se daba la vuelta y echaba a andar hasta desaparecer al final del pasillo. «Pero no es posible».

Capítulo 3

Tracey aspiró el olor del Lago de Ginebra mientras Julien maniobraba, dispuesto a salir del hospital: arrancó, fue cambiando de marchas y, poco a poco, fue acelerando por la carretera. Iba muy rápido, pues tenía muchas ganas de dejar atrás para siempre aquellos últimos doce meses. Desde su llegada al hospital a las nueve de la mañana, se había comportado con una alegría que revelaba su confianza en que, después de un mes de convivencia, recuperaría a Tracey. Pero ésta sabía que nada podría disuadirla de su idea de abandonarlo, lo cual tampoco le resultaba un motivo de satisfacción a ella misma.