– Necesita una mano de pintura o una puesta a punto o algo, ¿no?
– Necesita mucho más que eso, pero ahora, por lo menos, está limpia -dijo Pascale con humildad.
– ¿No estaba limpia cuando llegaste? -preguntó Diana, con una mirada de estupefacción.
– No exactamente. -Entonces, Pascale rompió a reír. No tenía sentido tratar de ocultarles nada. Ahora que estaban allí, le pareció mejor decirles la verdad-. Estaba hecha una pocilga cuando llegué. He pasado los dos últimos días limpiándola, con la ayuda de un equipo de diez personas. Las buenas noticias son que nos han devuelto la mitad del dinero, porque la verdad es que nos engañaron.
John pareció entusiasmado al oír aquello. Para él, era casi como conseguir unas vacaciones gratis y eso le encantaba.
– ¿Es de verdad tan horrible, Pascale? -preguntó Diana que, de repente, parecía preocupada.
Eric se dispuso a tranquilizarla. Lo último que quería era que Diana se fuera.
– No, no es horrible, pero todo está bastante viejo y maltrecho y no hay muchos muebles. Y la cocina parece salida de la Edad Media -dijo Pascale con franqueza.
– Bueno, ¿y qué? ¿A quién le importa? -dijo John riendo.
Una vez que había conseguido recuperar la mitad del dinero, la casa le encantaba. Era lo mejor que podrían haberle dicho, antes de que viera la casa de cerca.
Cuando entraron, Diana soltó una exclamación ahogada. Se estremeció al ver lo vacía y destartalada que estaba, pero tenía que admitir que los chales de Pascale sobre los muebles eran un toque inteligente. Supo que la tapicería debía de estar hecha un desastre para que Pascale los hubiera puesto allí. Sin embargo, cuando echaron una mirada más a fondo, decidieron que no estaba tan mal. No era lo que esperaban, claro, pero por lo menos, Pascale los había preparado. Cuando les contó el aspecto que tenía cuando ella llegó y lo que había hecho, se sintieron impresionados y agradecidos por sus esfuerzos.
– Fue una suerte que vinieras antes que nosotros -dijo Eric, cuando vieron la cocina.
Estaba impecablemente limpia, pero era tan anticuada como Pascale les había advertido.
– ¿Cómo diablos se las arreglaron para las fotos? -dijo John con un aire estupefacto.
– Parece que las tomaron hace unos cuarenta años, en los sesenta.
– ¡Qué falta de honradez! ¡Es vergonzoso! -dijo Eric, con una mirada de desaprobación, pero parecía satisfecho con la casa.
Era cómoda, estaba limpia y tenía un ambiente muy informal. No era la lujosa villa que esperaban, pero gracias a Pascale y a sus esfuerzos en beneficio de todos, tenía cierto encanto, especialmente con aquellas flores que había puesto por todas partes, y las velas.
Aunque Pascale ofreció cederles la habitación principal a los Morrison, cuando se dieron cuenta de todo lo que había hecho por ellos, insistieron en que ella y John se la quedaran.
– Lo hice solo para que no me odiarais -admitió ella y todos se echaron a reír. Luego John fue a buscar una botella de vino y se dio de cara con Agathe, que estaba en la cocina. Llevaba unos shorts blancos, la parte de arriba de su biquini rojo y sus sandalias rojas de tacones altos. John se quedó inmóvil, sin poder apartar los ojos de ella durante un instante. Como de costumbre, tenía un ojo cerrado y un Gauloise entre los labios.
– Bonjour-dijo John con torpeza.
Ese era casi todo el francés que había aprendido la primera vez que fue a París para conocer a la madre de Pascale.
Agathe le sonrió y, un instante después, apareció Marius, con los perros pisándole los talones.
– ¡Oh, Dios! -fue lo único que se lo ocurrió decir a John, cuando uno de los perros se le agarró a la pernera del pantalón y, en menos de cinco segundos, consiguió atravesarla con los dientes.
Marius le abrió la botella de vino y Agathe desapareció con los perros. John, con un aire un poco aturdido, fue arriba, con la botella de vino y cuatro copas.
– Acabo de encontrarme con los perros de los Baskerville y con la malvada hermana gemela de Tina Turner.
Pascale se echó a reír al oír esa descripción y le pareció que una sombra de tristeza cruzaba el rostro de Diana, pero cuando miró a Eric, no vio nada. Se preguntó si Diana estaría pensando en Anne y en lo mucho que le hubiera gustado estar allí con ellos. También a ella le había pasado esa idea por la cabeza cuando llegó, pero desde entonces había estado demasiado ocupada para pensar en ella. Y estaba segura de que lo mismo le sucedería a Robert. Todos echaban muchísimo de menos a Anne, pero era importante no pensar en su ilusión por pasar un mes allí.
– ¿Has visto el barco? -preguntó Eric, esperanzado, mientras John les servía vino a todos.
– Sí -confesó Pascale-. Se remonta a la época de Robinson Crusoe. Espero que todavía podáis navegar en él.
– Estoy seguro de que conseguiremos hacer que navegue -afirmó, mirando a su esposa con una sonrisa, pero Diana no dijo nada.
Pascale preparó la cena. Agathe ya había puesto la mesa y se ofreció para servir la comida, pero Pascale dijo que podía arreglárselas sin ella. Más tarde, mientras ella y Diane recogían los platos y John y Eric fumaban un cigarro en el jardín, Pascale no pudo menos de mirar a su amiga y hacerle una pregunta. Estaba preocupada por ella.
– ¿Estás bien? Hace ya un tiempo que pareces estar disgustada y, en Nueva York, me decía que estabas cansada. ¿Te encuentras bien, Diana?
Se produjo una larga pausa mientras esta la miraba, empezaba a asentir y luego negaba con la cabeza enérgicamente. Se dejó caer en una silla, junto a la mesa de la cocina, y las lágrimas empezaron a correrle por las mejillas. Levantó los ojos hacia Pascale, desconsolada, incapaz de ocultarle su dolor a su amiga.
– ¿Qué te pasa? Pobrecita… ¿Qué ha pasado?
Pascale le rodeó los hombros con el brazo y Diana se secó los ojos con el delantal.
No podía pronunciar ni una palabra. Se apoyó contra Pascale unos momentos y esta la sostuvo como si fuera una niña, preguntándose qué le había pasado para disgustarla hasta ese punto. Nunca había visto así a Diana.
– ¿Estás enferma? -Diana negó con la cabeza y continuó sin decir nada. Lo único que podía hacer era sonarse con el papel de cocina que Pascale acababa de darle-. No se tratará de Eric y tú, ¿verdad? -Para Pascale aquella era una pregunta retórica, pero en cuanto vio la expresión en la cara de Diana comprendió que había acertado. Diana la miró fijamente durante un largo momento y finalmente asintió-. ¡No, no es posible! ¿Cómo puede ser?
– No sé cómo puede ser. Llevo un mes haciéndole la misma pregunta a él.
– ¿Qué ha sucedido? -Pascale estaba estupefacta y Diana parecía destrozada.
– Tiene un lío con una de sus pacientes -dijo y volvió a sonarse.
En cierto modo, era un alivio contárselo a Pascale. No se lo había dicho a nadie desde que él se lo confesó. Era su secreto, horrible y solitario.
– ¿Estás segura de que no son imaginaciones tuyas? Es que no puedo creérmelo.
– Pues es verdad. Él me lo ha dicho. Desde hacía unos dos meses, yo sabía que algo andaba mal, pero no sabía qué y hace cuatro semanas, él me lo confesó. El bebé de Katherine cogió difteria y hubo que llevarlo al hospital en mitad de la noche, así que llamé a Eric para pedirle que se reuniera con ellos en urgencias y me dijeron que no había estado allí en toda la noche. Él me había dicho que tenía que atender un parto. Incluso me había llamado para decirme que estaba atrapado allí hasta por la mañana y que después se iría directamente a la consulta. De repente, comprendí que la mayoría de veces que me decía que estaba en el hospital por la noche, no era así.
– ¿Eric? -A Pascale se le quebró la voz. Eric siempre le había parecido el marido perfecto. Poco exigente, de buen carácter, considerado, amable con su esposa, el marido y el padre ideal-. ¿Está enamorado de ella?
– Dice que no está seguro. Dice que ha dejado de verla y quizá lo ha hecho porque ella lo ha estado llamando a casa todas las noches. Creo que está muy disgustado. Dice que ella es una buena persona. Era una de sus pacientes y su marido la dejó justo después de nacer el bebé. Dice que sentía lástima por ella. Y debe de ser muy guapa; es modelo.
– ¿Qué edad tiene? -preguntó Pascale, angustiada por su amiga.
Era la peor pesadilla de cualquier mujer. Diana parecía hecha añicos por lo que acababa de contarle.
– Treinta años -dijo Diana, con el corazón destrozado-. Soy lo bastante vieja como para ser su madre. Tiene la misma edad que Katherine. Me siento como si tuviera seiscientos años. Probablemente, él estaría mejor con ella. -Miró a Pascale con una mirada acongojada-. Creo que nunca más podré confiar en él. Ni siquiera estoy segura de poder seguir estando casada con él.
– No puedes hacer eso -dijo Pascale, con aire horrorizado-. No puedes divorciarte. No después de tanto tiempo. Eso sería horrible. Si ha dejado de verla, entonces es que se ha acabado. La olvidará-dijo Pascale, con un tono esperanzado, pero sintiendo mucha lástima de su amiga.
– Puede que él la olvide, pero yo no -dijo Diana sinceramente-. Cada vez que lo mire, sabré que me ha traicionado. Lo odio por haberlo hecho.
– Es lógico -dijo Pascale, comprensiva-. Pero es algo que, a veces, pasa. Incluso podría haberte pasado a ti. Si ha puesto fin a lo de esa chica, tienes que procurar perdonarlo. Diana, no puedes divorciarte. Arruinarás tu vida, y la suya también. Os queréis.
– Al parecer, no tanto como yo pensaba. Por lo menos, en su caso no.
No había nada en sus ojos que hablara de perdón, solo rabia, dolor y desilusión. Pascale se sintió muy triste por ella.
– ¿Y él, qué dice?
– Que lo siente. Que no volverá a pasar nunca más. Que lo lamentó en el momento mismo de hacerlo, pero siguió haciéndolo durante tres meses y quizá hubiera continuado más tiempo, si el bebé de Katherine no se hubiera puesto tan enfermo aquella noche. Puede que incluso me hubiera dejado por ella -dijo Diana, llorando todavía con más fuerza al pronunciar esas palabras.
– No puede ser tan estúpido.
Pero era atractivo y tenía un aspecto fabuloso para su edad y trataba con mujeres todo el tiempo. Tenía más oportunidades de conocer mujeres que la mayoría de hombres. Todo era posible, incluso para un hombre tan responsable y digno de confianza como Eric. Sin embargo, veía en los ojos de Diana lo que le había hecho. Le sorprendía que hubiera ido de vacaciones y se lo preguntó.
– Cuando lo descubrí, no quería hacerlo, pero él me rogó que viniera. Ahora dice que solo puede quedarse dos semanas y, si se va, cada minuto, pensaré que está con ella.
– Quizá tendrías que creerlo cuando dice que se ha acabado -dijo Pascale, tratando de apaciguarla, pero Diana parecía furiosa.
– ¿Por qué tendría que creerlo? Me ha mentido. ¿Cómo se puede esperar que confíe en él? -Tenía razón y Pascale no sabía qué responder, pero le rompía el corazón pensar que iban a poner fin a su matrimonio-. Es que no creo que pueda seguir casada con él, Pascale. Nunca volverá a ser lo mismo para mí. Probablemente, no tendría que haber venido de vacaciones. Le dije que iba a llamar a un abogado antes de marcharnos y me pidió que, al menos, esperara hasta que acabara el viaje. Pero no creo que esto cambie nada. -Era una carga muy pesada para llevársela con ellos, como un juego de maletas llenas de plomo. Y no era un buen augurio para las vacaciones-. ¿Tú seguirías casada con John si te engañara? -preguntó Diana mirándola directamente a los ojos con una expresión amarga.
Ni siquiera parecía la misma mujer. Siempre se había mostrado tan despreocupada y tan feliz, igual que Eric. Y tenían una relación tan estupenda… De las tres parejas, Pascale siempre había pensado que era la que tenía un matrimonio mejor; o quizá el mejor era el de Robert y Anne. John y ella siempre habían tenido sus diferencias y discutían mucho más que los otros. Y ahora Anne estaba muerta y Diana hablaba de divorciarse de Eric. No podía soportar la idea.
– No sé qué haría -contestó Pascale sinceramente-. Estoy segura de que querría matarlo. -John hablaba mucho de mujeres, pero Pascale opinaba que no hacía nada. En realidad, estaba segura de ello. Era solo que le gustaba el aire que eso le daba. En su caso, era todo palabrería y bravatas-. Creo que lo pensaría muy bien antes de hacer nada y, quizá, tratara de volver a confiar en él. Mira, Diana, a veces la gente hace estas cosas.
– No seas tan francesa -dijo Diana con un gemido y luego rompió a llorar de nuevo.
Se sentía absolutamente desdichada y todavía lamentaba haber ido de vacaciones. Cada vez que miraba a Eric, se alteraba. No sabía cómo iba a superar aquel mes, ni siquiera un solo día, con él.
– Quizá los franceses tengan razón en algunas cosas -dijo Pascale, con delicadeza-. Hay que pensarlo muy bien antes de hacer algo que luego puedas lamentar.
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