– Eso es lo que él tendría que haber hecho, antes de acostarse con esa mujer -dijo Diana furiosa.

Le parecía especialmente cruel que la mujer fuera mucho más joven. Hacía que se sintiera vieja y poco atractiva. Eric la había herido de la forma más dolorosa posible y no sabía cómo iba a superarlo ni si su matrimonio iba a sobrevivir.

– ¿Se lo has contado a alguien? -preguntó Pascale con cautela.

– Solo a ti -respondió Diana-. Me sentía tan avergonzada… No sé por qué tendría que sentirme avergonzada, pero lo estoy. Me hace sentir como si fuera menos que una persona, como si no fuera lo suficientemente buena para él.

Parecía estar completamente deshecha.

– Diana, sabes que eso no es verdad. Él hizo algo muy estúpido. Y estoy segura de que también se siente avergonzado -dijo Pascale, esforzándose por ser justa con los dos-. Creo que has sido muy valiente viniendo.

Realmente la admiraba por ello, aunque era evidente que Diana no tenía ningunas ganas de estar allí. Estaba demasiado angustiada para que le importara el viaje.

– No quería dejarte colgada -dijo Diana tristemente-, ni tampoco a Robert. Sé lo difícil que será para él venir aquí. Sentía que se lo debía. He venido más por él que por Eric.

– Puede que estar aquí os haga bien a los dos -dijo Pascale, esperanzada.

Pero necesitaban más que unas vacaciones; necesitaban cirugía mayor, no unas tiritas.

– Creo que no se lo perdonaré nunca -dijo Diana, llorando de nuevo.

– Todavía no, seguro. Pero tal vez con el tiempo -dijo Pascale, sensatamente.

Rodeó con el brazo a su amiga y se abrazaron. Al cabo de un rato, volvieron a la sala a reunirse con sus maridos. Cuando los hombres entraron, después de acabarse los cigarros, Pascale vio claramente el abismo que se había abierto entre Eric y Diana. Se miraban como si se hubieran perdido y a Pascale le dolió el corazón al mirarlos.


Todavía se sentía deprimida cuando ella y John subieron a su dormitorio y él lo observó inmediatamente, lo cual era inusual en él. A veces, era mucho menos perceptivo en todo lo relativo a ella.

– ¿Pasa algo malo? -le dijo, preguntándose si habría hecho o dicho, sin darse cuenta, algo que la había disgustado.

– No, solo estaba pensando.

Pascale no quería decirle nada, a menos que Diana la autorizara. No quería traicionar su confianza. Tenía intención de preguntarle si podía contárselo a John, pero no lo había hecho.

– ¿Sobre qué? -preguntó este, con aire inquieto.

Pascale parecía verdaderamente preocupada.

– Nada importante, el almuerzo de mañana -respondió mintiéndole, pero solo para proteger el secreto de Eric y Diana.

– No te creo. ¿Es algo importante?

– En cierto modo.

– Me parece que sé de qué se trata. Eric me ha dicho que él y Diana tienen problemas. -John también parecía disgustado.

– ¿Te ha dicho qué clase de problemas?

– No. Los hombres no solemos ser tan específicos. Solo dijo que estaban pasando un mal momento.

– Diana quiere divorciarse -dijo Pascale, consternada-. Eso sería terrible, para los dos.

– ¿Se trata de otra mujer? -preguntó John y ella asintió.

John parecía tan apenado como ella.

– Eric le ha dicho que ya se ha acabado, pero Diana dice que está demasiado dolida para perdonarlo.

– Confío en que lo solucionen -dijo John, con aire preocupado-. Han pasado treinta y dos años juntos. Eso cuenta para algo. -La atrajo hacia sí y la rodeó con los brazos, con una expresión cariñosa que no era corriente en él. La mayor parte del tiempo se mostraba brusco y áspero, pero ella sabía que, debajo de aquella apariencia, la quería-. Te he echado de menos -dijo John con dulzura.

– Yo también a ti -respondió ella sonriendo.

Él la besó y, un momento después, apagó la luz y la cogió entre sus brazos. Habían pasado seis semanas sin verse, un largo tiempo en cualquier matrimonio, pero él sabía lo mucho que significaba para ella estar en París y nunca la habría privado de ir. Pascale vivía para esas semanas en su ciudad cada año.

Después de hacer el amor, siguieron abrazados mucho rato, con la luz de la luna llena entrando por la ventana. Cuando él se quedó dormido, ella permaneció junto a él, mirándolo y preguntándose cómo se sentiría si él le hiciera lo que Eric le había hecho a Diana. Sabía que estaría completamente destrozada. Igual que Diana. Lo único que podía pensar en aquel momento era lo afortunada que era por tenerlo. Era lo único que necesitaba y quería, y siempre lo había sido.

Capítulo7

A la mañana siguiente, mientras Pascale preparaba el desayuno para todos, John apareció en la cocina con aire de estar presa del pánico. Llevaba una manija de bronce en una mano. En aquel momento, pasó Agathe por allí, con un biquini leopardo, zapatos de plataforma y un walkman, llevando un cubo de basura y cantando a voz en grito. John se quedó quieto, con la mirada clavada en ella, como si no pudiera creer lo que veía. Pascale continuó preparando huevos revueltos, completamente indiferente a la visión que ofrecía Agathe. A esas alturas, ya estaba acostumbrada y parecía totalmente ajena al aspecto que presentaba.

– ¡El baño se está inundando! -anunció John, agitando la manija ante los ojos de Pascale-. ¿Qué se supone que tengo que hacer?

– No lo sé. ¿No puedes resolverlo tú? Estoy cocinando. -Pascale parecía ligeramente divertida, mientras él continuaba blandiendo la manija en dirección a ella-. ¿Por qué no llamas a Marius y haces que te ayude? -propuso y él levantó los ojos al cielo, exasperado.

– ¿Y cómo sé dónde encontrarlo? ¿Y cómo le digo lo que ha sucedido?

– Pues enseñándoselo -dijo Pascale, haciendo señas a Agathe, que seguía cantando, para captar su atención.

Finalmente, la mujer se quitó los auriculares y Pascale le explicó el problema. No pareció sorprendida; se limitó a coger la manija de la mano de John y, balanceando las caderas, se marchó a buscar a su marido. Este apareció unos minutos más tarde, con un cubo, una fregona y un desatascador. Llevaba pantalones cortos y una camiseta transparente y parecía víctima de una espantosa resaca.

Agathe le estaba explicando a Pascale que eso pasaba constantemente, pero que no era un gran problema y, justo mientras lo decía, del techo de la cocina empezó a caer un hilillo de agua. John y Pascale miraron hacia arriba aterrados. Él salió a todo correr para volver a la escena del crimen y Marius lo siguió, más lentamente. Agathe volvió a colocarse los auriculares y a cantar a pleno pulmón mientras ponía la mesa.

Eric y Diana entraron entonces en la cocina y él se sobresaltó al ver a Agathe con su biquini leopardo y su delantal.

– Es toda una visión -constató, circunspecto, y Diana soltó una carcajada.

– ¿Siempre tiene ese aspecto? -preguntó Diana, cuando Pascale se apartó de los fogones y le sonrió.

Estaba contenta al ver que los dos parecían un poco más relajados y descansados que la noche anterior.

– Más o menos. A veces lleva puesto más, a veces menos, aunque suele ser el mismo tipo de ropa. Pero limpia muy bien. Me ayudó a poner la casa en condiciones antes de que llegarais.

– En cualquier caso, es original -dijo Eric y cogió un melocotón del cuenco que había encima de la mesa de la cocina. La fruta que Pascale había comprado era deliciosa-. ¿Está lloviendo aquí dentro o tenemos un problema? -preguntó Eric, mirando hacia el continuo chorrito de agua que caía del techo.

– John dice que el váter se sale -dijo Pascale y Eric asintió mientras ella le servía los huevos.

Unos minutos más tarde John se reunió con ellos. Parecía agobiado y un tanto fuera de quicio.

– Hay cinco centímetros de agua en el suelo del baño. He hecho que Marius cortara el agua hasta que llame a un fontanero.

– ¿Cómo te las has arreglado para decírselo? -Pascale parecía impresionada. En veinticinco años, John apenas había dicho diez palabras en francés a su madre, la mayoría bonjour, au revoir y merci y solo cuando no tenía más remedio.

– Solía hacer charadas cuando estaba en la secundaria -dijo él, zambulléndose en los huevos.

En ese momento, Marius entró y colocó un cubo debajo de la gotera. Parecía que ahora el agua salía más rápidamente y con más fuerza, pero él no parecía preocupado; desapareció de nuevo y Agathe lo siguió.

– ¿Has dormido bien? -le preguntó Pascale a Eric mientras tomaban los huevos.

Les sirvió a todos unas humeantes tazas de café fuerte.

– Perfectamente -respondió Eric, mirando de soslayo a Diana.

Parecía que no se hablaban o, por lo menos, no más de lo absolutamente necesario. Y había una clara sensación de tensión entre ellos. En cuanto acabaron de comer, Pascale le propuso a Diana que fueran al mercado. John quería quedarse para hablar con el fontanero y Eric anunció que iba a ver si el velero podría hacerse a la mar.

Fue una mañana tranquila para todos ellos. Hacía un tiempo de fábula y Diana y Pascale charlaron de camino al mercado. Pascale comentó que Eric parecía estar haciendo un esfuerzo para ser agradable con ella y Diana asintió, sin apartar la mirada de la ventanilla.

– Es verdad -reconoció-, pero no estoy segura de que eso cambie nada.

– Quizá tendrías que esperar y ver qué pasa durante las vacaciones. Estos días pueden haceros mucho bien a los dos, si tú lo permites.

– ¿Y luego qué? ¿Lo olvidamos todo y fingimos que no ha pasado nada? ¿Tú crees que puedo hacer una cosa así? -Diana parecía irritada ante la idea.

– No estoy segura de que yo pudiera tampoco -dijo Pascale, sinceramente-. Probablemente mataría a John si él me hiciera algo así. Pero quizá sea justamente eso lo que tienes que hacer para arreglar las cosas.

– ¿Por qué tengo que ser yo quien arregle las cosas? -dijo Diana y sonaba furiosa de verdad-. Fue él quien lo hizo, no yo.

– Pero quizá tengas que perdonarlo, si quieres que sigáis casados.

– Eso es algo que todavía no he decidido.

Pascale asintió y unos minutos más tarde llegaron al mercado. Dedicaron dos horas a comprar pan, quesos, fruta, vino, unas terrinas maravillosas y una tarta de fresas que hizo que a Pascale se le hiciera la boca agua, con solo mirarla. Cuando volvieron a la casa con la compra, encontraron a Eric y John tumbados en las hamacas del jardín, mientras John fumaba su cigarro; los dos parecían relajados y felices. Cuando las mujeres entraron con sus bolsas de red y un gran cesto, John les dijo que había venido el fontanero a arreglar el váter, pero que, en cuanto se había ido, el del cuarto de baño de Eric y Diana había empezado a salirse y que Marius estaba arriba tratando de arreglarlo.

– No creo que debamos comprar la casa -dijo Eric con total naturalidad.

– Les hemos ofrecido un avance de las noticias -dijo John, moviendo el cigarro en dirección a su mujer-. Espero que no hayáis gastado demasiado dinero en comida.

– Por supuesto que no; solo he comprado quesos pasados, pan de hace varios días y fruta podrida. Todo junto, una ganga.

– Muy graciosa -dijo él, volviendo a Eric y a su cigarro.

Los cuatro tomaron el almuerzo al aire libre. Luego fueron a nadar y Eric se llevó a Diana en el barco. Al principio, parecía resistirse a ir con él, pero, finalmente, logró convencerla. Diana no era muy marinera y, además, parecía decidida a no darle ninguna oportunidad, pero Pascale se había ido a dormir la siesta y John desapareció poco después y, como no había nada más que hacer, decidió ir.

Cuando los Donnally salieron finalmente de su habitación hacia las seis, Eric y Diana estaban hablando y parecían mucho más relajados que por la mañana. Era evidente que, aunque las cosas no iban perfectamente entre ellos, sí que habían mejorado un poco.

Pascale cocinó pichón para cenar, siguiendo una vieja receta de su madre, y comieron la tarta de fresas que ella y Diana habían comprado en el mercado. Estaba deliciosa. La completaron con café filtre y luego charlaron, sentados en torno a la mesa. Robert llegaba al día siguiente y Diana le preguntó a Pascale si sabía algo más del misterioso «alguien» que había dicho que quizá lo acompañaría.

– No he sabido nada más de él desde que salí de Nueva York. Supongo que nos lo dirá cuando llegue, pero no creo que sea aquella actriz. Apenas se conocen. Me parece que nos preocupamos por nada.

En el relajado ambiente de Saint-Tropez se sentía menos inquieta.

– Eso espero -dijo Diana, con aire adusto.

Especialmente después de la infidelidad de Eric, parecía haberse convertido en la guardiana de la moralidad. Se había prometido que no iba a dejar que Robert hiciera el ridículo y, si les decía que había invitado a Gwen Thomas, Diana tenía toda la intención de decirle que estaba cometiendo un terrible error y que era un enorme insulto a Anne que saliera con una de esas starlettes. Difícilmente podía ser una starlette, a su edad, pero Diana estaba absolutamente convencida, igual que Pascale, de que no podía ser una persona decente y lo único que ellas querían era proteger a Robert de sí mismo.