– No puedes hacer nada -dijo con rudeza.
Entonces, para suavizar el golpe por el tono que había empleado, Robert le contó a Pascale el regalo que Gwen les tenía preparado para el día siguiente. Dijo que unos amigos suyos iban a venir en un yate de fábula y que quizá pudieran cenar en él.
– Odio los barcos -dijo Pascale, metiendo unas patatas en el horno con el asado.
La forma en que lo dijo convenció a Robert de que Gwen estaba en lo cierto respecto a sus amigos.
– Este te gustará -le aseguró y le explicó cómo era.
Eric parecía interesado mientras escuchaba. Justo entonces John entró en la habitación, en mitad de la conversación, y miró sonriente y con admiración a Gwen. Ella le devolvió la sonrisa. A Pascale no le pasó inadvertido el intercambio.
– ¿Qué barco? -preguntó John, sin saber de qué hablaban, mientras dejaba la cámara encima de la mesa y aceptaba una copa de vino que le tendía Eric-. ¿Vamos a alquilar un barco? Ya tenemos uno. -El que tenían era tan insignificante que todos rompieron a reír-. No tenemos por qué gastar más dinero -dijo John con firmeza, fingiendo un gruñido. Seguía sin poder apartar los ojos de Gwen.
– Pensaba que podríamos comprar uno -dijo Robert efusivamente y casi pudo ver cómo John palidecía debajo del bronceado.
– ¿Aquí? ¿En Francia? ¿Por qué? ¿Estás loco? -Luego, de repente, comprendió que le estaban tomando el pelo-. Está bien, está bien, ya lo entiendo. ¿De qué barco se trata?
Robert se lo dijo y cuando Diana entró en la habitación, con pantalones blancos y una blusa de colores vivos, les contó a todos quién estaría en el barco y quién iba a venir a visitarlos al día siguiente, gracias a Gwen.
– Estás bromeando, ¿verdad? -preguntó Diana, medio irritada, medio intrigada.
Era un cambio interesante.
– No, no bromeo -dijo Robert, orgullosamente.
Había algunos aspectos de la vida de Gwen que, en realidad, le divertían. Poder presentar a sus amigos a tres superestrellas del cine y a una supermodelo era, sin ninguna duda, uno de esos aspectos. Aunque había otras cosas que todavía le gustaban más en ella. Pero esto era divertido.
Miró agradecido a Gwen, que había llamado a los Adams antes de vestirse y había quedado en que estarían en la villa al día siguiente, a la hora del almuerzo. Todos saldrían en el barco por la tarde; quizá se detendrían en algún sitio para nadar y luego echarían el ancla frente a la villa para cenar. Por una vez, Pascale y Diana se quedaron sin palabras. Era difícil quejarse de una invitación así. Durante un rato, todos se pusieron a hablar animadamente, aunque no se acordaron de incluir a Gwen en la conversación ni de darle las gracias por lo que había hecho por ellos. Pero Robert lo hizo más tarde, cuando fueron a pasear por el jardín después de cenar. Los otros no se habían mostrado especialmente amables con ella, aunque Eric y John habían hecho un esfuerzo. Pero Pascale y Diana seguían reticentes. En realidad, John había pasado un buen rato charlando con Gwen, pese a las miradas incendiarias de Pascale. Cuando se sirvió el café, a John no le quedaba ninguna duda; le gustaba Gwen y ella valoraba el esfuerzo que él había hecho y le estaba agradecida. De todos ellos, con excepción de Robert, era el que más amable había sido. También Eric le había preguntado una serie de cosas sobre su trabajo, lo cual solo hizo que Diana se retrajera todavía más.
Fue un alivio salir a tomar el aire después de cenar y Gwen se dejó caer, contenta, en una de las tumbonas que Pascale había hecho volver a pintar.
– Siento que te estén haciendo pasar un mal rato. Me parece que tenías razón esta tarde -admitió Robert.
No tenía ni idea de qué hacer, pero era solo el primer día y confiaba que todo iría mejor cuando todos se hubieran adaptado a ella. La vendetta de las mujeres contra Gwen le parecía ridícula y no acababa de comprenderla, pero Gwen sí que la entendía. Estaba acostumbrada. Para ella, los celos de los demás, por su aspecto y su éxito, era un modo de vida. Pero Robert solo quería hacer que todo aquello le resultara más fácil.
– Mejorará con el tiempo -dijo ella, sin darle importancia- y mañana, el barco los distraerá -añadió, mientras permanecían sentados solos, afuera.
Era como tratar con niños. Para ganártelos, tienes que mantenerlos ocupados y entretenidos.
– Nunca me lo hubiera esperado -dijo Robert, con tristeza-. No puedo entender qué creen que están haciendo ni por qué. ¿Qué sentido tiene que sean groseros contigo?
Estaba disgustado por el comportamiento de Diana y Pascale para con ella. Ni siquiera él podía no darse cuenta por más tiempo.
– Te están protegiendo -dijo ella, con filosofía-. Tienen muchas ideas preconcebidas sobre quién soy y qué soy. Lo superarán. Yo no quiero sacar nada de ti.
– ¿Cómo pueden llegar a ser tan estúpidas? -preguntó Robert una vez más, con aire escandalizado. Ella asintió-. Pero ¿por qué? No podías ser más agradable con ellos.
– Eso no tiene nada que ver y tú lo sabes. Están honrando la memoria de Anne de la única forma que saben y creen que, además, están salvaguardando tu futuro. Desde su punto de vista, soy una especie de monstruo de Hollywood, Robert. Piénsalo.
– Espero que maduren pronto -dijo, con voz irritada. Y entonces se le ocurrió algo-. ¿Te gustaría ir a bailar? -le propuso.
Ella lo pensó durante un segundo; luego le sonrió y le dijo:
– Me encantaría. ¿Crees que les gustaría venir?
– No voy a invitarlos -dijo tajante, sintiéndose desafiante y harto de ellos-. Te mereces un poco de diversión, sin que nadie se meta contigo.
– Mira, no quiero herir los sentimientos de nadie -dijo ella prudentemente.
– En este momento vamos a pensar solo en tus sentimientos y en los míos. Ocupémonos de nosotros mismos y ya veremos qué hacemos con ellos mañana.
La emocionó que él estuviera dispuesto a hacer aquello. Cogieron el Deux Chevaux y esta vez condujo ella.
Abandonaron la casa sin decirles nada a los demás, pero los Morrison y los Donnally los oyeron marchar y se quedaron en la sala, con aspecto cabizbajo, hablando de Gwen.
– Me gusta -dijo John, sencillamente, decidido a defenderla ante los demás-. Es una mujer muy agradable -añadió, mirando acusador a Pascale.
– ¿Y qué esperabas? Es actriz -le respondió esta, furiosa.
Su marido se estaba pasando al otro bando y eso no le gustaba, aunque incluso ella se sentía dividida. Sin embargo, seguía pensando que si le gustaba demasiado Gwen, sería una deslealtad hacia Anne. Pensaba que le debía a Anne no ceder demasiado pronto, y no importaba lo que John dijera.
– Tendríais que dejar en paz a la pobre chica, aunque solo sea por Robert -añadió Eric. Era lo que había dicho por la tarde y, luego, volviéndose hacia su mujer, añadió-: Tienes que reconocer que es muy agradable con él.
– Es probable que no haya nada malo en ella, pero eso no significa que sea lo que le conviene a Robert. Necesita alguien más sólido.
Pero lo que todos estaban diciendo era que querían que Robert siguiera solo y llorando a Anne toda la vida. Después de la deserción de John y Eric, las dos mujeres seguían decididas a no ponerle las cosas fáciles a Gwen.
– Robert ni siquiera sabe qué le ha caído encima -añadió Diana, pensativa.
No se podía negar que Gwen era impresionante, pero ¿era sincera? A Diana no le importaba si lo era o no, no quería que le cayera bien. Se había metido en su trinchera y se negaba a moverse.
En la ciudad, Robert y Gwen se habían olvidado de ellos, como si fueran unos chiquillos traviesos a los que habían dejado en casa. Decidieron ir al puerto, a uno de los cafés al aire libre y charlar un rato. Para entonces, los dos estaban cansados de bailar, aunque se habían divertido. Robert trató de recordar cuándo fue la última vez que había bailado. Probablemente, en la boda de Mike. Cuando era joven, le gustaba bailar, pero Anne nunca había sido muy aficionada.
Robert y Gwen hablaron durante horas, sentados en el Gorilla Bar, admirando los barcos atracados en el puerto. Eran más de las dos de la madrugada cuando volvieron a la casa y, por suerte, todo el mundo estaba durmiendo y no los oyeron entrar.
– Gracias -dijo Gwen, en un susurro, frente a la puerta de la habitación de Robert-. He pasado una noche estupenda.
– Yo también -respondió él, susurrando igualmente. Luego se inclinó y la besó suavemente en la mejilla. Ninguno de los dos estaba listo para ir más allá. Así, la situación les resultaba más cómoda a ambos-. Hasta mañana, que duermas bien -dijo, deseando poder arroparla, aunque pensó que era una idea tonta. Era una mujer, no una niña.
En realidad, no tenía ni idea de qué hacer a partir de entonces, cómo empezar, cómo iniciar un idilio con ella, especialmente bajo el mismo techo que sus amigos. Ni siquiera estaba seguro de estar preparado y el hecho de preguntárselo le hizo darse cuenta de que no lo estaba.
Esperó hasta que ella cerró la puerta de su dormitorio y luego cerró su propia puerta sin hacer ruido. En cuanto lo hubo hecho, lo lamentó. Pero, como había observado al presentársela a los demás, esta parte tampoco era fácil. En realidad, todo era como un reto, pero el mayor reto era saber cómo manejar sus recuerdos de Anne, su sentido de lealtad hacia ella y su propia conciencia. Esa era la parte más difícil y, por el momento, no tenía ni idea de cómo superarla; además, sospechaba que Gwen tampoco, aunque no era su problema. Era él quien tenía que abordarlo y lo sabía. Mientras estaba tumbado en la cama, pensando primero en Anne y luego en Gwen, no podía menos de preguntarse si estaría dormida, qué aspecto tendría cuando dormía, qué llevaba puesto para dormir, si es que llevaba algo. Había muchas cosas que quería averiguar sobre ella. La cabeza seguía dándole vueltas cuando se quedó dormido y, al despertar a la mañana siguiente, descubrió que había soñado con ella. Mientras se duchaba, se afeitaba y se vestía, se dio cuenta de que estaba impaciente por verla.
Capítulo9
Cuando Robert bajó a desayunar, se encontró con que Gwen ya estaba allí, tomando café con leche y leyendo el Herald Tribune y que no había nadie más a la vista. Habían sido los primeros en aparecer y ella le preparó una taza de café y le cedió el periódico.
– ¿Has dormido bien?
Se mostraba interesada y preocupada por él, y tenía que admitir que eso le gustaba. Mucho. Era agradable que alguien se interesara de nuevo por él.
– Más o menos -admitió-. A veces, sueño con Anne.
Pero no le contó que no era con su esposa fallecida con quien había soñado la noche anterior; había soñado con ella y eso lo había perturbado. La verdad es que la deseaba, pero no pensaba que la mereciera. No tenía derecho a desertar de Anne, física o emocionalmente, incluso si ella no estaba allí. Se preguntó qué habría pensado Anne de todo aquello y si lo habría aprobado. Le hubiera gustado pensar que sí.
– Después de divorciarme de mi marido, me costó mucho volver a salir con alguien -dijo Gwen con sencillez, como si lo comprendiera y no quisiera presionarlo. Era otra cosa que le gustaba de ella. Había tantas cosas que le gustaban de ella, muchas más de las que hubiera esperado-. Es difícil pasar de una vida a otra. Solo estuve casada nueve años y tú lo estuviste treinta y ocho. ¿Cómo puedes esperar pasar de esa vida a la siguiente sin cierto estrés y cierta introspección y adaptación? Hace falta tiempo.
– Me parece que no lo había pensado nunca. No esperaba tener que hacerlo.
Ni enamorarse de otra persona, pero eso no se atrevió a decírselo.
– Yo tampoco -dijo ella-, pero a veces el destino nos obliga a enfrentarnos a las situaciones que menos esperábamos y más temíamos.
Robert nunca le había preguntado qué pasó para poner fin a su matrimonio, pero ahora lo hizo. Ella vaciló un instante antes de contestar.
– Tenía una relación con otra. Una relación muy seria, con una de nuestras mejores amigas, y yo me enteré.
– ¿Así que lo dejaste? -Robert parecía impresionado y lo sentía por ella.
– Sí. En unos cinco segundos. Ni siquiera lo pensé. Reaccioné y me marché.
– ¿Y él, qué hizo?
– Me pidió que volviera. En realidad, me lo suplicó, pero yo nunca volví a hablarle ni discutí la situación con él. Lo odié durante mucho tiempo, pero ya no. Nunca lo perdoné. Ella era mi mejor amiga y los culpé a los dos. En aquellos tiempos, era bastante rígida.
– ¿Lo has lamentado alguna vez? Dejarlo, quiero decir.
– Sí. Después de hacerlo, me daba de bofetadas, pero nunca dejé que él lo supiera. Era demasiado orgullosa. Mi orgullo parecía lo más importante. Mi ego estaba herido, tanto como mi corazón, lo cual era estúpido. De cara al exterior, no vacilé ni un solo momento. No quería que él supiera que todavía lo quería.
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