Después del bazar, Eddie comenzó a evitar el salón de la hermana Regina hasta que tenía la certeza de que ya se había ido. Pensaba a menudo en la hermana y decidió que sus sospechas eran falsas. Ella no podía estar enamorada de él. Sencillamente no estaba en su naturaleza. Era la monja más dedicada que hubiera conocido. De seguro él había hecho algo para alejarla y esa idea lo molestaba mucho; no dejaba de preguntarse qué podría haber sido.
Una noche, después de que Anne le había preguntado en la cena por qué las monjas no podían ser madres, Eddie tuvo el sueño más extraño. Soñó con Krystyna, de pie en la cripta de piedra frente a la escuela; no dijo una palabra. Le sonreía con una expresión de profunda paz, pero estaba vestida con un hábito negro de la Orden de las Benedictinas.
El primero de noviembre, el día de la fiesta de Todos los Santos, no había clases. Era el día perfecto para que Eddie encerara los pisos de las aulas. Cuando llegó al salón de tercero y cuarto con su enceradora eléctrica se sorprendió al encontrar ahí a la hermana Regina, que trabajaba en el escritorio; cortaba algo en un papel marrón. Levantó la mirada cuando él apareció, pero de inmediato volvió al trabajo.
– Buenas tardes, hermana -saludó al tiempo que empujaba la máquina al interior-. Un clima terrible, ¿verdad? -observó mientras conectaba el aparato.
– Sí -las ráfagas de nieve golpeaban contra las ventanas.
– Parece que nevará con fuerza antes de que el día termine.
Ella no le respondió. Siguió su labor con las tijeras.
– Es día de descanso obligatorio. ¿Qué hace trabajando?
– ¡Oh! Esto no es trabajo. Estoy recortando un cuerno de la abundancia para el friso. Esto es… creatividad.
Eddie se acercó y miró lo que hacía.
– ¡Ah, es cierto! Pronto será el día de Acción de Gracias. Va a ser difícil dar gracias este año sin Krystyna -cuando ella no le respondió y continuó mostrándose distante, Eddie decidió que algo había cambiado en ella y que iba a averiguar qué era-. ¿Le molesta si me siento un momento? -preguntó.
Ella lo miró finalmente y Eddie notó un leve rubor que la hermana no logró ocultar, pero habló con total compostura.
– No -respondió ella en voz baja.
Se sentó en el primer asiento de la fila, frente a ella.
– Hermana, ¿he hecho algo para ofenderla? -preguntó también en voz baja.
– No.
– Usted parece tomarse muchas molestias para evitarme.
– Yo no trato de evitarlo en lo absoluto -hablaba con la misma reserva de siempre.
– Sí, hermana Regina. Me había acostumbrado a venir a su salón después de la escuela y a que charláramos sobre Anne y Lucy, y de Krystyna y mis sentimientos después de perderla. Ahora usted se asegura de no estar aquí cuando yo vengo. Sólo me preguntaba si le dije o hice algo que no fuera correcto.
– Usted no ha hecho nada.
– Extraño nuestras charlas, ¿sabe? -continuó con suavidad-. Supongo que podría conversar con otras monjas, pero… no me siento tan cómodo hablando con ellas como con usted.
Ella no despegó los ojos de la calabaza anaranjada que estaba recortando.
– Puede hablar conmigo ahora, señor Olczak.
– Soñé con Krystyna la otra noche -le contó Eddie-. Se hallaba de píe en la cripta y usaba un hábito como el de usted. No sé por qué soñé eso -titubeó. Esperaba una respuesta que jamás llegó-. Supongo que fue porque Anne me preguntó ese día por qué las monjas no podían ser madres; yo le dije que era porque ustedes estaban casadas con Cristo.
– Sí, así es -respondió ella; con mucho cuidado puso las tijeras en el escritorio-. Y por eso mismo, conversaciones como ésta están prohibidas para mí. Sin duda sabe, señor Olczak, que en nuestra orden la conversación con los legos se limita estrictamente a lo necesario.
Eddie enderezó la espalda.
– No, no lo sabía.
Ella se levantó y se acercó a la ventana; miraba hacia afuera para no tener que verlo al rostro. Con las manos metidas en las mangas del hábito le explicó:
– La vida de una monja es de silencio y reflexión. Eso forma parte de la obediencia. Y uno de los votos que tomamos es el de obedecer. Tal vez tenga razón. Tal vez sí he estado evitándolo, porque me he dado cuenta de que cuando estoy con usted me olvido con facilidad de las reglas sobre el silencio ordinario y hablo demasiado.
Él miró su espalda, muy recta.
– Quiere decir, hermana, que cada vez que vengo aquí y charlo con usted, ¿la hago pecar?
Ella no le respondió.
– ¿Lo hago? -insistió Eddie.
– Sí. Nuestros votos son perpetuos y las obligaciones que nos imponen deben cumplirse so pena de pecado.
– ¿Por qué no dijo nada antes? -preguntó.
– Porque parte de las conversaciones eran una necesidad. Su necesidad. Pensé que usted necesitaba a alguien con quién hablar, así que decidí escucharlo. Y ya que a nosotras, como monjas, se nos exige que practiquemos "la más cordial caridad", y estoy citando la Santa Regla, pensé: ¿cuándo se necesita más la caridad que después de una pérdida como la que usted sufrió? Usted y sus hijas. Estos últimos dos meses, desde la muerte de Krystyna, han sido… -no pudo terminar. Tenía un nudo en la garganta.
– Hermana -susurró él, horrorizado-. La he hecho llorar.
– No, no fue usted -sacó un pañuelo de su manga e inclinó la cabeza para usarlo.
– Entonces, ¿qué pasa? -él atravesó la habitación y se colocó detrás de su hombro-. Por favor, hermana, vuélvase.
– No, no puedo -ella sorbió por la nariz una vez-. Yo misma me he hecho llorar, no ha sido usted. Estoy pasando por una crisis personal y es un momento difícil para mí. Por favor perdóneme, pero debo irme.
Se volvió y se apresuró a salir de la habitación a una velocidad que hizo flotar su velo.
– ¡Hermana, espere! ¡Lo lamento! Yo no quise… -pero Regina ya no estaba.
Solo en el salón, Eddie no sabía qué hacer, no sabía qué pensar o creer. ¿La habría hecho pecar? ¿Y llorar? "Jesús, María y José, ayúdenme a comprender lo que le he hecho, porque ella es la última mujer en el mundo a la que quisiera perturbar de este modo".
Aquella noche se quedó despierto en la cama durante horas; repasaba la escena una y otra vez en su mente. De pie detrás de ella, cuando la hermana perdió la compostura, tuvo una explosión de sentimientos que sólo había experimentado con Krystyna. Hubiera querido confortarla, abrazarla mientras lloraba, como lo haría con cualquier mujer que sufriera, pero la mera idea de hacerlo estaba fuera de lugar, dado que ella era una monja. ¿Abrazarla?
¿Tenerla entre sus brazos?
Las monjas eran representantes de Dios. Eran criaturas santas. Lo más cercano posible a ser ángeles aquí en la Tierra. Y no había en la Tierra ningún hombre que reverenciara más a las monjas que Eddie Olczak.
Entonces, ¿qué hacía él ahora, acostado en su cama con la idea de abrazar a una? Extrañaba a Krystyna, eso era todo. La extrañaba y la hermana Regina era la única mujer con la que se sentía bien. Pasaría mucho tiempo antes de que dejara de extrañar a Krystyna, mas si alguna vez se casaba de nuevo, sería con alguien como la hermana Regina, de eso estaba seguro. Anne la quería muchísimo y Lucy también.
"Hermana Regina… Hermana Regina… ¡Oh, hermana! ¿Será posible que todos la amemos de una manera que no está permitida?", pensó.
Al día siguiente se celebraba el Día de Muertos, en el que los católicos obtienen indulgencia plenaria si se confiesan y comulgan, además de rezar un cierto número de plegarias por las pobres ánimas del purgatorio y por el Papa.
La hermana Regina se prometió que cumpliría con todos esos requisitos, con la idea de que así lograría una remisión de sus castigos temporales por el grave pecado que había cometido el día anterior al hablar de nuevo con el señor Olczak en un terreno tan personal.
Aquella mañana después de los rezos detuvo al padre Kuzdek en el vestíbulo principal.
– Padre, ¿podría hablar con usted?
– Por supuesto, hermana.
– Quisiera confesarme, por favor.
– ¿Ahora?
– Sí, padre, si tiene tiempo.
– Muy bien. Abríguese. Iremos directo a la iglesia.
Afuera del convento el aire olía a ropa recién lavada y el cielo estaba aún oscuro; eran las seis y media de la mañana. La noche anterior habían caído casi doce centímetros de nieve y todavía se dejaban sentir algunas ráfagas. El señor Olczak ya estaba allí y había cavado un sendero temporal. No se podía escapar a la distracción que él representaba, porque aun en aquel momento oía su pala en alguna parte en el atrio de la iglesia, donde quitaba la nieve de los escalones altos y anchos antes de la primera misa.
¡El señor Olczak! Aquel nombre se hallaba casi siempre en su mente. ¿Cómo iba a quitárselo de la cabeza si lo tenía presente en su mundo a cada hora del día?
El padre entró en la iglesia. La guió por el presbiterio y los dos se arrodillaron camino del confesionario. En el interior siempre se percibía un vago olor a moho y a estiércol, por los zapatos de los granjeros. La hermana Regina entró en el pequeño espacio y se arrodilló, oculta por una pesada cortina de terciopelo marrón que dejaba pasar una corriente helada. Oyó al padre que se acomodaba en su asiento antes de que la división entre ellos se abriera y pudo ver la sombra de su mano hacer el signo de la cruz en el aire.
– In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amén.
Ella se persignó con él y comenzó con las palabras que le habían enseñado desde que era una niña:
– Perdóneme padre, porque he pecado. Mi última confesión fue hace dos semanas. He venido a confesar algo muy grave -emitió un suspiro entrecortado.
El la escuchó y dijo:
– Dígame, hermana.
– Sí -susurró ella-. Esto es muy difícil -aspiró hondo para darse ánimos antes de continuar-. Casi sin darme cuenta me he hecho amiga de un seglar. Sólo somos amigos, aunque en el curso de nuestra amistad me he permitido hablar con demasiada libertad y nuestras conversaciones han tratado a veces de asuntos personales. Sé que estoy infringiendo mi voto de obediencia al hablar así con esta persona, pero cuando lo hago no siento que esté mal. ¿Cómo puede ser, padre?
– Esta persona… ¿es un hombre?
– Sí, padre -sintió que su corazón se aceleraba por el temor.
– ¿Y se siente atraída por él?
Después de varios latidos interminables respondió:
– Sí.
– ¿Y esas conversaciones con él la hacen dudar de su vocación?
– No, padre. Comencé a dudar de mi vocación mucho antes de que se iniciaran.
El corazón le latía cada vez más de prisa y se dio cuenta de que tenía lágrimas en los ojos. Era la primera vez que admitía abiertamente, ante alguien, que tenía dudas sobre su vocación. Mientras no hubiera pronunciado esas palabras, todavía tenía oportunidad de retractarse, de decirse a sí misma que estaba equivocada y de que aquellas insatisfacciones eran sólo temporales.
El padre se tomó su tiempo para responder.
– ¿Ha hablado con la madre superiora sobre esto?
– Padre yo… tengo miedo de hacerlo.
– Pero la hermana Agnes es su consejera espiritual. Debe depositar su confianza en ella. Esto podría afectarla decisivamente durante el resto de su vida.
– Sí, padre. Voy a tratar. Y, padre, debe comprender que no sólo se trata de este hombre. Va mucho más allá de eso. He comenzado a encontrar defectos en gran parte de mi vida dentro de la comunidad religiosa… en la forma de ser de las hermanas: en cómo la hermana Samuel estornuda sobre nuestra comida en la mesa o cómo la hermana Mary Charles castiga a los niños con su cinta. Y luego la hermana Agnes me amonesta y me dice que guarde mi distancia con los niños, y eso me hace enfurecer, pero no se me permite discutirlo con nadie. La Santa Regla me dice que mi furia es en sí misma un pecado. Recientemente, he comenzado a dudar cada vez más de la Santa Regla y de las normas que gobiernan nuestra orden.
– La furia es un sentimiento humano. Cómo la manifestamos es lo que la convierte en un pecado o no. Hermana, tal vez, está usted siendo demasiado dura consigo misma.
– No lo creo. Una y otra vez he roto la Santa Regla y cada vez que ocurre hago penitencia, pero sigo pensando que yo tenía razón. Ha sido terrible, padre.
– ¿Cree usted, hermana, que ninguno de nosotros ha tenido dudas sobre nuestra vocación alguna vez? -ella no respondió, así que el padre continuó-. A veces, cuando luchamos con la duda y la tentación y triunfamos, salimos de la prueba más fuertes que antes y más seguros de que la vocación que seguimos era por completo adecuada para nosotros. Rece, hermana. Rece mucho para obtener respuestas; sé que las recibirá. Haga penitencia. Medite lo más que pueda. Y hable con la hermana Agnes. Tal vez se sorprenda de lo que escuche.
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