Eddie estaba enamorándose de una manera tan intensa que sentía como si algo se retorciera en el interior de su estómago.
– Ven acá -la tomó de la mano y la atrajo hacia él-. Apuesto a que nunca has ido a dar un paseo en camioneta abrazada de un hombre.
– No, nunca -Eddie se dio cuenta de que su broma hizo que Jean se sonrojara.
– Bueno, pues ahora lo harás -le colocó el brazo por encima de los hombros y lo dejó ahí, gentilmente, al tiempo que le frotaba el desnudo brazo derecho.
Jean se quedó muy quieta. Él notó que ella estaba absorbiendo la novedad de que le acariciaran el hombro. Se dio cuenta también de que se le ponía la carne de gallina.
Cuando iban a medio camino hacia Little Falls, a Eddie se le ocurrió una idea, pero decidió que lo mejor sería dejar de acariciarla mientras la sugería. Retiró el brazo y le comentó:
– En Little Falls también hay un autocinema.
¡Ella no era tan inocente! Sabía lo que pasaba en los autocine-mas y por qué la iglesia católica estaba en contra de ellos.
– ¿Un autocinema? -repitió y se sentó más derecha.
– Mira -le explicó él-, tú me conoces. Si crees que te llevaría a un autocinema sólo para ponerte en una situación comprometedora, estás equivocada. Sólo pensé que tal vez nunca habías ido a uno antes y que te gustaría probar.
La miró luchar contra las dudas que aún le quedaban. Finalmente le respondió:
– Está bien. Vamos.
Fueron al autocinema de Little Falls y vieron cómo Doris Day y Gordon MacRae se enamoraban y cantaban su noviazgo musical en On Moonlight Bay. A Jean le brillaron los ojos de placer a lo largo de toda la película, en especial cuando los protagonistas cantaron juntos. En el momento en que interpretaron Cuddle Up a Little Closer y se besaron en la pantalla. Eddie miró a Jean y deseó poder besarla también.
Pero le había dado su palabra y se mantuvo firme tras el volante y nada más la miraba cuando ella reía o le susurraba algún comentario sobre los lindos trajes que usaba Doris Day. Cuando la película terminó y las luces de los faros de un centenar de autos iluminaron la enorme pantalla, se quedaron a charlar sobre la historia; a ella le había gustado mucho, en especial por las canciones y los hermosos vestidos. Pronto se inició la segunda función, pero él le bajó al volumen y siguieron conversando. Los temas de los que podían hablar parecían no tener fin.
Luego, en cierto momento, Eddie sujetó la mano de Jean y se miraron a los ojos en lugar de ver la pantalla.
– ¿Jean? -susurró él y bastó esa única palabra para desatar sus sentimientos. Se encontraron justo en mitad del asiento y se besaron con ansia suficiente para olvidarse de las buenas intenciones.
– ¡Oh, Dios! ¡Cómo te extrañé! -susurró él cuando el beso terminó en un fuerte abrazo-. Llegué a pensar que esta semana no terminaría nunca.
– ¡Oh, también yo! -ella lo apretó con fuerza-. También yo.
Se besaron de nuevo mientras pasaban las manos por la espalda del otro y sentían el enorme poder de la tentación. Fue algo conocido para él y un descubrimiento para ella. Cuando el beso terminó, ella le susurró sin aliento al oído.
– ¡Oh, Eddie! ¿A esto renuncié cuando entré en el convento? Nunca me sentí así. Nunca.
– Te deseo.
– Calla, Eddie, no lo digas.
– Pero es cierto. Quiero más que esto, más que sólo abrazarte y besarte. Ya te deseaba cuando eras monja. Fui a confesarme y se lo dije al padre, pero no pude alejarte de mis pensamientos. Y no es porque haya estado sin mujer durante mucho tiempo ni tampoco se debe a que extrañe a Krystyna. Eres tú. Te amo, Jean, y temo que sea demasiado pronto para decirlo, pero, ¿qué puedo hacer?
– Yo también te amo, Eddie -lo tranquilizó ella.
– ¿De veras?
– Te he amado desde poco después de que Krystyna murió.
– Te amo, me amas, mis hijas te adoran, y si no me equivoco, tú las quieres mucho. ¿Te casarías conmigo?
Ella dejó languidecer el abrazo.
– ¿Y dónde viviríamos? -ella esperó un instante y luego pro siguió-: ¿En Browerville?
Eddie sabía lo absurdo que se oiría, pero ¿qué otra cosa podía ofrecerle a Jean?
– Ahí vivo. Ahí está mi casa. Mi trabajo.
– Ahí fui monja. ¿De verdad crees que la gente llegue a aceptarme como tu esposa?
El contestó con una furia apenas contenida.
– ¡Se supone que son cristianos! ¡Buenos católicos! ¿Y qué fue lo que me dijiste antes? Nuestra fuerza reside en nuestra verdad, y nuestra verdad volverá impotente a la calumnia… tal vez hará lo mismo con cualquiera de sus… de ¡sus malditas opiniones!
– Vamos a pensarlo un poco -respondió ella-. Sólo nos hemos visto tres semanas…
– Pero te conozco desde hace cuatro años… cinco el próximo septiembre. No voy a cambiar de opinión.
– De todas maneras, pensémoslo otra semana, Eddie. Por favor… sólo regresa el próximo sábado. A la misma hora. Estaré lista. Creo que ya es hora de que me lleves a casa.
Fue difícil despedirse cuando llegaron. El la atrajo hacia sí, la abrazó y la besó; la garganta se le cerraba ante la idea de que se marcharía y no volvería a verla en siete días.
Caminó hacia atrás, alejándose de ella, y extendió el brazo hasta que sus dedos ya no se tocaron. Sólo entonces se volvió para irse.
Capítulo 10
El sábado siguiente era apenas el cuarto día que Eddie y Jean pasaban juntos. En vez de ir al autocinema se quedaron en la granja de los padres de ella. Cuando llegó, Eddie le solicitó:
– ¿Podríamos sólo sentarnos en el patio y conversar?
Ella ocultó su desencanto y respondió:
– Claro, si es lo que quieres.
– Es que abrigo la esperanza de que antes de marcharme el día de hoy necesitemos llamar a tus padres para que podamos hablar con ellos también.
Se sentaron en el patio, en un par de sillas de madera para exteriores, debajo de los manzanos. Y Eddie volvió a preguntarle:
– ¿Te quieres casar conmigo, Jean?
Ella tenía lágrimas en los ojos, apretó ocho dedos contra los labios y asintió una y otra vez hasta que recuperó el control.
– ¿De veras? -él se sorprendió de no tener que insistir más.
Ella volvió a asentir, porque todavía no podía hablar.
– ¡Gracias, Dios! -susurró Eddie y cerró los ojos.
Se inclinó hacia el frente y le tomó las manos.
Ella trató de decir:
– ¡Oh! ¡Eddie, soy muy feliz! -pero apenas podía pronunciar palabra, así que él se acercó a ella y la besó con suavidad. Cuando se separaron, ella sonreía y lloraba a la vez.
– ¡Imagínate! ¡Voy a ser la mamá de Anne y de Lucy!
– ¿O sea que por fin puedo decirles?
– ¡Oh, sí!
– Y tal vez tengamos otros dos algún día. ¿Qué te parecería?
– Con sólo pensar en tener a tus bebés me siento feliz.
– Bueno, en ese caso… -buscó tanteando con la mano en su bolsillo- tengo algo para ti.
Sacó un modesto anillo de diamantes y se lo puso en el dedo donde alguna vez había llevado una argolla de oro.
– ¡Oh, Eddie! -exclamó ella mientras admiraba el anillo con el brazo extendido-. Eddie -se inclinó hacia él y lo abrazó-. Te amo tanto…
– Yo también te amo, Jean.
Se quedaron así un rato, mientras la tarde refrescaba en el patio y las ranas comenzaron un vibrante concierto en los estanques.
– ¿Vamos ya a buscar a tus padres? -preguntó Eddie.
Ella asintió contra su hombro.
– ¿Cuándo les diremos que queremos casarnos?
– Pronto, por favor -respondió ella con voz apagada.
El sonrió y le pasó una mano por el cabello, le apretó con cariño el cuello y susurró:
– Vamos, pues.
Cuando les dieron la noticia, Berta lo aceptó con estoicismo mientras Frank declaraba:
– La fiesta de la boda pueden hacerla aquí. Ninguna hija mía se casará sin una despedida adecuada. Tu madre matará los pollos y tus hermanas vendrán a ayudar con la comida. No es menos de lo que hicimos por cada una de ellas -así quedó todo arreglado.
Cuando Eddie le dio a Jean un beso de despedida al lado de su camioneta, ella le dijo:
– Quiero saber lo que piensan Anne y Lucy. Y diles que no puedo esperar a ser su mamá. ¿O debería decir "madrastra"?
– Mamá está bien. No le quita nada a Krystyna.
Cuando le contó a sus hijas que iba a casarse con su ex maestra, Lucy hizo una mueca de sorpresa y felicidad.
– ¿De verdad? ¿Y ese día puedo usar mi vestido blanco y arrojar los pétalos?
– Bueno -rió él-. No lo había pensado. Tal vez sí.
– Annie también podría hacerlo, ¿verdad?
– Pues sí. Si ella quiere.
– ¿Eso quiere decir que la hermana Regina va a venir a vivir aquí con nosotros?
– Ahora se llama Jean, y sí, vendrá a vivir con nosotros.
– ¿Y nos cuidará como lo hacía mamá?
– Sí, como lo hacía mamá.
– ¡Qué bien! -exclamó Lucy y aplaudió.
Eddie le puso la mano en la espalda a Anne con suavidad.
– Y tú, ¿estás de acuerdo en que me case con ella y que venga a vivir con nosotros?
Anne se acercó y se acurrucó a su lado.
– Si ya no puedo tener a mi verdadera mamá, ella es lo que más se le parece.
Con un nudo en la garganta, Eddie besó a Anne en la frente y después a Lucy.
Se anunciaron las amonestaciones durante tres semanas y una radiante tarde de fines de agosto se casaron en San Pedro y San Pablo en Gilman, una semana antes del aniversario de la muerte de Krystyna. La mitad de Browerville estuvo ahí, incluyendo al padre Kuzdek y a tantos parientes de los Olczak que aquello parecía una reunión familiar. Toda la familia de Jean asistió también, incluyendo a la abuela Rosella. Richard y Mary Pribil estuvieron presentes, aunque no Irene. Explicaron que no se había sentido bien ese día y en el último momento decidió quedarse en casa.
Anne y Lucy sí llevaron los pétalos de flores. Usaron unos vestidos largos del color de los pétalos de rosa, con enaguas esponjadas, que con todo cariño les hizo su tía Irene. Les envió una nota con sus padres en la que les decía cuánto lamentaba no verlas caminar por el pasillo, pero les aseguró que pensaría en ellas todo el día.
La novia llevaba un vestido y un velo blancos por segunda ocasión, pero esta vez su novio la esperaba frente a la iglesia, un hombre real, de carne y hueso, a quien amaba y que había consentido, ante su insistencia, en no mirarla sino hasta el momento en que ella apareció al pie del pasillo y caminó hacia él.
Avanzó mientras el órgano hacía vibrar la iglesia con música de Mendelssohn y las niñas arrojaban pétalos de flores cultivadas en el jardín de los abuelos. Frente a Jean, Liz iba avanzando, primero un paso, luego otro, con un vestido largo de un tono rosado un poco más oscuro que el de las chiquillas. Al lado de Eddie, su hermano Romaine esperaba con dos argollas de matrimonio en el bolsillo.
Con su traje nuevo de lana peinada azul, Eddie esperaba con las manos unidas, rígido y quieto, salvo por una rodilla que no podía evitar mover de un lado a otro por el nerviosismo. Un sonrojo delator que se notaba bajo su bronceado veraniego apareció en su cara mientras veía a la novia acercarse con el rostro cubierto por un velo corto y arrastrando una inmensa cola.
El padre de Jean le apretó la mano y se la entregó a Eddie. Cuando ella le tocó la manga, él la tomó de la mano y la sintió temblar; la miró y le sonrió. No la soltó sino hasta que se vio forzado a hacerlo en la ceremonia.
– In nomine Patris…. -comenzó el sacerdote de la parroquia, el padre Donnelly, y Eddie tuvo que persignarse, pero en cuanto terminó volvió a estrechar la mano de Jean.
Inclinaron la cabeza y el sacerdote oró. Liz retiró el velo de la cara de Jean y luego el padre dijo a los novios:
– Tómense de la mano derecha, por favor.
Los corazones les latían al unísono cuando oyeron las palabras:
– Repitan después de mí…
– Yo, Edward Olczak, te tomo a ti, Jean Potlocki, como mi legítima esposa, para amarte y respetarte desde este día, para bien o para mal, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe.
Luego Jean dijo con voz dulce.
– Yo, Jean Potlocki, te tomo a ti, Edward Olczak… -sintió que las lágrimas le humedecían los ojos mientras repetía las palabras que la atarían a Eddie por el resto de su vida-… hasta que la muerte nos separe.
El padre hizo el signo de la cruz en el aire y santificó su unión.
Pidió los anillos, los bendijo, y Eddie repitió:
– Con este anillo te desposo -sostuvo la delgada mano de su esposa y le colocó la alianza donde apenas cuatro meses antes había llevado otra.
Ella también susurró:
– Con este anillo te desposo -y le puso un nuevo anillo donde antes llevaba el de Krystyna.
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