– ¿Y los demás?
– Hoy mismo les diré que son libres de marcharse si lo desean, pero que nunca podrán regresar. ¿Es así, general?
– Exactamente.
– ¿No les causarán ustedes ningún daño cuando se marchen y tampoco a nuestra familia y nuestros leales amigos, aunque ahora sean tan pocos?
– Os doy mi palabra, señora.
La palabra de un traidor, hubiera querido escupirle Alejandra a la cara, pero se mantuvo altiva y serena mientras el militar se retiraba. Aquella tarde comunicó a todos que eran libres de marcharse y los instó a hacerlo si así lo deseaban.
– No podemos esperar que os quedéis aquí en contra de vuestra voluntad. Nosotros saldremos hacia Inglaterra dentro de unas semanas y podría ser más seguro para vosotros que os marcharais ahora…
Mejor incluso antes de que regresara Nicolás. Alejandra no acababa de creerse que los pusieran bajo arresto domiciliario para protegerlos.
Sin embargo, los demás se negaron a irse. Al día siguiente, en una gélida mañana nublada, Nicolás regresó finalmente a casa, pálido y muy fatigado. Entró en el vestíbulo principal del palacio y permaneció largo rato de pie sin decir nada. Los criados avisaron a la zarina y esta bajó a recibirlo. Lo miró desde el otro extremo del interminable vestíbulo con los ojos llenos de palabras que no podía pronunciar y el corazón rebosante de compasión por quien tanto amaba. Nicolás se acercó en silencio y la estrechó con fuerza entre sus brazos. No les quedaba nada por decirse cuando subieron lentamente al piso de arriba para reunirse con sus hijos.
6
Los días posteriores al regreso de Nicolás fueron de temor y silenciosa tensión, aunque también de alivio debido a que el zar se encontraba sano y salvo en casa. Lo había perdido todo, pero por lo menos no lo habían matado. Nicolás se pasaba largas horas junto al zarevich mientras Alejandra atendía a sus hijas. María había contraído pulmonía a causa del sarampión. Padecía una persistente tos que la atormentaba sin cesar y la fiebre no cedía. Zoya permanecía constantemente a su lado.
– Mashka, bebe un poquito…, hazlo por mí…
– Es que no puedo, la garganta me duele mucho.
Apenas podía hablar y cuando la tocó, Zoya notó la piel ardiente y seca. De vez en cuando le humedecía la frente con agua de lilas y le comentaba en voz baja los partidos de tenis del verano anterior en Livadia.
– ¿Recuerdas aquella fotografía tan tonta que nos tomó tu padre a todos colgados boca abajo? La tengo aquí, Mashka… ¿quieres verla?
– Luego…, los ojos me duelen mucho, Zoya…, me encuentro muy mal.
– Chis…, procura dormir. Cuando despiertes te enseñaré la fotografía.
Trajo incluso a la pequeña Sava para que la animara, pero María no sentía el menor interés por nada. Zoya esperaba que se repusiera lo bastante como para poder viajar hasta Murmansk y luego embarcar rumbo a Inglaterra. Faltaban tres semanas para la partida y Nicolás decía que para entonces todos tendrían que estar recuperados. Dijo que aquella sería su última orden como zar, y todos lloraron al oír sus palabras. Nicolás intentaba alegrarlos por todos los medios, pero tanto él como Alix estaban cada día más agotados. Tres días después, Zoya lo vio en el pasillo de acceso al dormitorio malva con el rostro mortalmente pálido. Una hora más tarde averiguó por qué. Su primo inglés se negaba a recibirlo por razones todavía sin aclarar. Por consiguiente, la familia imperial no viajaría a Inglaterra. Inicialmente, Nicolás había pedido a Zoya y a la condesa que los acompañaran, pero ahora nadie sabía qué ocurriría.
– ¿Qué pasará, abuela? -le preguntó Zoya aquella noche a la condesa.
¿Qué pasaría si los mantuvieran allí, en Tsarskoe Selo, y al final los mataran?
– No lo sé, pequeña. Ya nos lo dirá Nicolás cuando esté decidido. Probablemente irán a Livadia.
– ¿Crees que nos matarán?
– No seas tonta.
Sin embargo, Eugenia temía lo mismo aunque en aquellos momentos las respuestas no resultaban fáciles. Incluso los ingleses le habían fallado a Nicolás. No había ningún lugar seguro adonde ir. El viaje a Livadia hubiera sido muy peligroso. Se encontraban atrapados en Tsarskoe Selo. No obstante, Nicolás parecía muy tranquilo y los instaba a no preocuparse, cosa evidentemente imposible.
A la mañana siguiente, cuando salió de puntillas de la habitación y miró por la ventana, Zoya vio a Nicolás y a su abuela paseando lentamente por el jardín cubierto de nieve. Nadie más los acompañaba. Mientras los miraba -él con sus orgullosos hombros erguidos y ella con su capa negra recortada contra la blancura de la nieve-, Zoya creyó ver llorar a su abuela. El zar la abrazó cariñosamente y después ambos doblaron la esquina del palacio.
Zoya regresó a su habitación y al poco entró su abuela con expresión abatida. Se sentó despacio en una silla. Miró a su encantadora nieta, y pensó que apenas unas semanas antes parecía una niña. Ahora de repente se había convertido en una mujer adulta. Estaba más delgada y más frágil, pero su abuela sabía que los horrores de las semanas transcurridas contribuirían a fortalecerla. Todos tendrían que ser fuertes.
– Zoya…
No sabía cómo decírselo, pero Nicolás tenía razón. Además, lo más importante era la seguridad de la joven. Zoya tenía una larga vida por delante y ella gustosamente hubiera dado la suya para protegerla.
– ¿Ocurre algo, abuela?
A la luz de lo sucedido en las dos semanas anteriores, la pregunta parecía ridícula, pero Zoya intuyó la inminencia de un nuevo desastre.
– Acabo de hablar con Nicolás, Zoya Nicolaevich…, quiere que nos vayamos ahora…, mientras podamos hacerlo…
A Zoya se le llenaron los ojos de lágrimas.
– ¿Por qué? -preguntó, levantándose aterrorizada-. Dijimos que nos quedaríamos aquí con ellos y que pronto se marcharían… Se irán, abuela, ¿verdad que sí?…, se irán, ¿verdad?
La condesa no supo qué contestar, sopesó la verdad y la mentira hasta que, al final, como siempre ganó la verdad.
– No lo sé. Puesto que los ingleses se niegan a aceptarlos, Nicolás teme que las cosas se compliquen. Teme que los mantengan encarcelados aquí mucho tiempo e incluso que los lleven a algún otro sitio. En tal caso, también tendríamos que separarnos… y él ya no puede ofrecernos su protección porque nada tiene. Y yo no puedo salvarte de esos cerdos. Él tiene razón, tenemos que irnos mientras podamos.
La condesa miró tristemente a la niña convertida de súbito en mujer, sin haber previsto su estallido de furia.
– ¡No iré contigo! ¡No pienso ir! ¡No los dejaré!
– ¡Debes hacerlo! Insensata, podrías acabar sola en Siberia… ¡sin ellos! Tenemos que irnos dentro de uno o dos días. Nicolás teme que las cosas empeoren. Los revolucionarios no lo quieren aquí y si los ingleses lo rechazan, ¿quién lo aceptará? ¡La situación es muy grave!
– ¡Pues, entonces, moriré con ellos! ¡No puedes obligarme a ir contigo!
– Puedo hacer lo que quiera y tú harás lo que yo diga, Zoya. Ese es también el deseo de Nicolás. ¡No debes desobedecer sus órdenes!
La condesa estaba casi agotada de tanto discutir, pero sabía que necesitaría toda su fuerza para convencerla.
– No puedo dejar a María aquí, abuela, está muy enferma… y es lo único que me queda…
Zoya rompió a llorar y apoyó la cabeza en los brazos sobre la mesa como una chiquilla. Era la misma mesa junto a la cual se había sentado con María hacía apenas un mes, mientras su prima le trenzaba el cabello y ambas conversaban y reían alegremente. ¿Dónde estaba aquel mundo? ¿Qué les había ocurrido a todos?… Nicolai, su madre y su padre…
– Me tienes a mí, pequeña… -le dijo la condesa, acariciándole suavemente el cabello tal como hiciera María tantas veces-. Debes ser fuerte. Ellos lo esperan de ti. No tienes más remedio, Zoya. Tenemos que hacer lo más conveniente en estos momentos.
– Pero ¿adónde iremos?
– Todavía no lo sé. Nicolás dice que ya lo arreglará. Quizá podamos pasar a Finlandia y desde allí ir a Francia o Suiza.
– Pero allí no conocemos a nadie -exclamó Zoya horrorizada, mirando a Eugenia con los ojos llenos de lágrimas.
– Son cosas que ocurren a veces, querida. Debemos confiar en Dios y marcharnos cuando Nicolás lo disponga.
– Abuela, no puedo…
Sin embargo, la condesa fue inflexible. Era una mujer más fuerte que el acero y tan firme como una roca. Zoya no podía competir con ella, por lo menos todavía no, y ambas lo sabían.
– Puedes y lo harás, y no debes decirles nada a los niños. Bastantes preocupaciones tienen ya. No debemos agobiarlos con las nuestras. No sería justo.
– ¿Qué le diré a Mashka?
La condesa miró con lágrimas en los ojos a la muchacha a quien tanto amaba. Al final, recordando a los seres que habían perdido y pensando en los que muy pronto iban a perder, habló en un susurro:
– Dile simplemente que la quieres mucho.
7
Zoya entró de puntillas en la habitación donde dormía María y la contempló largo rato en silencio. Lamentó tener que despertarla, pero no podía marcharse sin despedirse. Nicolás lo había organizado todo y su abuela aguardaba abajo. Seguirían la larga ruta escandinava a través de Finlandia y Suecia, y desde allí irían a Dinamarca. El zar facilitó a Eugenia los nombres de unos amigos de su tía danesa y Fiodor las acompañaría para protegerlas. Todo estaba decidido. A Zoya le quedaba tan solo despedirse por última vez de su amiga. La vio agitarse febrilmente bajo las sábanas hasta que, al final, María abrió los ojos y la contempló sonriente mientras ella pugnaba por reprimir las lágrimas.
– ¿Cómo te encuentras? -preguntó Zoya en voz baja. Anastasia dormía en la habitación contigua con sus otras dos hermanas y, poco a poco, las tres iban mejorando. Solo María seguía muy enferma, pero Zoya trató de no pensar en eso ahora. No podía pensar en nada, no podía mirar hacia atrás ni hacia delante porque no le quedaba esperanza. Tan solo disponía de aquel último momento con su amiga del alma.
– Mashka… -dijo, extendiendo la mano para acariciarle la mejilla.
María trató de incorporarse y miró extrañada a su amiga.
– ¿Ocurre algo?
– No…, es que… vuelvo a San Petersburgo con la abuela.
Había prometido a Alejandra no decirle la verdad a María. En aquellos momentos hubiera sido demasiado para ella. Aun así, María la miró, preocupada. Siempre tuvo un sexto sentido para adivinar los sentimientos de su prima. Tomó la mano de Zoya y la estrechó fuertemente con la suya.
– ¿El camino es seguro?
– Pues claro -mintió Zoya, echando su melena pelirroja hacia atrás-. En caso contrario, tu padre no permitiría que fuéramos.
Dios mío, te lo suplico, no permitas que me eche a llorar…, te lo pido con todo mi corazón, rezó Zoya en silencio, ofreciéndole a María un vaso de agua que esta rechazó sin dejar de mirarla a los ojos.
– Ocurre algo, ¿verdad? Te marchas a algún sitio.
– Solo a casa durante unos días… Pronto volveré. -Zoya se inclinó hacia delante y estrechó a María en sus brazos. Sus ojos se llenaron de lágrimas-. Ahora tienes que ponerte bien. Has estado enferma demasiado tiempo.
Ambas jóvenes permanecieron abrazadas un instante y, cuando se apartó, Zoya sonrió alegremente, sabiendo que estaban esperándola.
– ¿Me escribirás?
– Pues claro. -Zoya se quedó allí de pie, tratando de absorberlo todo, el contacto de la mano de su amiga, la suavidad de las sábanas, la expresión de sus grandes ojos azules-. Te quiero, Mashka -dijo en un leve susurro-, te quiero muchísimo…
– Yo también a ti -contestó María, recostándose en la almohada con un suspiro.
El solo hecho de incorporarse y hablar la agotó y provocó un fuerte acceso de tos.
– Por favor, ponte bien… -dijo Zoya, inclinándose por última vez para besarle la mejilla y acariciarle los suaves bucles.
Después apartó bruscamente el rostro y fue hacia la puerta. Se volvió para saludar silenciosamente con la mano a su prima, pero María ya había cerrado los ojos. Zoya cerró la puerta muy despacio, inclinó la cabeza y lloró en silencio y con el corazón desgarrado por la pena. Ya se había despedido de los demás hacía media hora y quiso ver un momento al pequeño Alexis. Nagorny y Pierre Gilliard estaban con él y el doctor Fedorov, este a punto de marcharse.
– ¿Puedo entrar? -preguntó Zoya, y se enjugó las lágrimas de las mejillas cuando en gesto de silenciosa simpatía el médico apoyó una mano en su brazo.
– Está durmiendo.
Zoya se limitó a asentir con la cabeza. Bajó corriendo por la conocida escalera y se reunió con su abuela, el zar y la zarina, que la aguardaban en el vestíbulo principal. Fiodor ya estaba fuera con dos de los mejores caballos del zar enganchados a la vieja troika en la que habían efectuado el viaje de ida. Era una situación insoportable y la joven apenas podía resistir la angustia. Hubiera deseado que todo se detuviera, retrasar el reloj, subir de nuevo junto a su amiga. Tenía la impresión de que abandonaba a todos y, sin embargo, eran ellos quienes la obligaban a marcharse en contra de su voluntad.
"Zoya" отзывы
Отзывы читателей о книге "Zoya". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Zoya" друзьям в соцсетях.