Los enfermos oían los disparos desde sus habitaciones, pero Alejandra les aseguró repetidamente que solo eran sus propios soldados, de maniobras. Sin embargo, aquella noche envió un mensaje a Nicolás, rogándole que regresara a casa. Sin comprender todavía la gravedad de la situación, el zar regresó por el camino más largo porque no quiso alterar las rutas utilizadas por los trenes de transporte de tropas. Le parecía inconcebible que ya no tuviera un ejército leal. Tanto la Garde Equipage como la guardia imperial, integradas en buena parte por amigos personales, cuya misión fue siempre la salvaguardia del zar, la zarina y sus hijos, habían abandonado sus puestos. Hasta los soldados de la guarnición de Tsarskoe Selo habían desertado traidoramente. San Petersburgo había caído. Era el miércoles, 14 de marzo, y todo cambió tan de repente que resultaba casi imposible prever las consecuencias.

Los ministros y generales instaban a Nicolás a abdicar en favor de su hijo, nombrando regente al gran duque Miguel. Sin embargo, los telegramas urgentes enviados a Nicolás cuando regresaba del frente, explicándole la situación, no recibían respuesta. En medio de aquel silencio, también Zoya y su abuela permanecían sin noticias. Konstantin llevaba dos días sin aparecer por casa y no había modo de contactar con él. Al final, Fiodor salió a la calle y regresó con la noticia que Eugenia temía: Konstantin había muerto en el Palacio de Invierno junto con los últimos soldados leales, asesinado por sus propios hombres. Ni siquiera fue posible trasladar su cadáver a casa. Se desembarazaron del cuerpo junto con los de otros muchos caídos. Fiodor regresó a casa con lágrimas en los ojos y, sin poder reprimir el llanto, contó a Eugenia lo ocurrido. Mientras Zoya escuchaba horrorizada, su abuela se volvió en redondo y ordenó a las criadas que cosieran más rápido. Sus alhajas y las de Natalia ya habían sido escondidas, lo demás tendrían que dejarlo. A Nicolai lo enterrarían en el jardín. Eugenia, Fiodor y tres de los servidores más jóvenes fueron a la casa principal y permanecieron silenciosos unos momentos en la habitación de Nicolai. Llevaba muerto tres días y ya no podían esperar más. Eugenia lo miró solemnemente sin llorar, pensando en su propio hijo. Aunque hubiera querido llorar por todos ellos, ya era demasiado tarde para las lágrimas. Ahora tenía que pensar en Zoya y también en Natalia, por respeto a la memoria de Konstantin.

Cuando se disponían a retirar el cuerpo, entró Natalia como un fantasma enloquecido, con una bata blanca y el cabello desgreñado.

– ¿Adónde vais con mi niño? -preguntó, y miró con expresión autoritaria a su suegra. Todos comprendieron que había perdido la razón. Parecía incluso no reconocer a Zoya-. ¿Qué estáis haciendo, insensatos?

Extendió una mano semejante a una garra para impedir que los hombres se llevaran el cadáver, pero la anciana condesa la retuvo y la miró a los ojos.

– Tienes que venir con nosotros, Natalia.

– Pero ¿adónde os lleváis a mi niño?

Eugenia no contestó para evitar confundirla o provocarle una crisis de histerismo. Siempre tuvo una mente muy débil y, sin la protección y los mimos de Konstantin, no podía enfrentarse a la realidad. Zoya comprendió que su madre había enloquecido por completo.

– Vístete, Natalia. Nos vamos.

– ¿Adónde?

Zoya se quedó de una pieza al oír la respuesta.

– A Tsarskoe Selo.

– Pero no podemos ir allí. Es verano y todo el mundo se ha ido a Livadia.

– Ya nos reuniremos con ellos más tarde. Pero primero tenemos que ir a Tsarskoe Selo. Ahora vamos a vestirnos, ¿de acuerdo? -dijo la anciana condesa, tomando firmemente a su nuera de un brazo e indicándole a Zoya por señas que la tomara del otro.

– ¿Tú quién eres? -dijo Natalia, apartando el brazo de la asustada muchacha. Solo la penetrante mirada de su abuela impidió que Zoya huyera horrorizada de la mujer que antaño fuera su madre-. ¿Quiénes sois vosotras? -repitió una y otra vez mientras la anciana le contestaba con calma.

En cuatro días, Eugenia había perdido a su hijo y a su nieto en una revolución que nadie acertaba a comprender del todo. Pero ahora no había tiempo para preguntas. Sabía que tenían que abandonar San Petersburgo antes de que fuera demasiado tarde. En ningún otro lugar podrían estar más seguras que en Tsarskoe Selo. Sin embargo, Natalia se negaba a colaborar e insistía en quedarse en casa, diciendo que su marido regresaría de un momento a otro y darían una fiesta.

– Tu marido te espera en Tsarskoe Selo -le mintió Eugenia mientras Zoya se estremecía de miedo. Con una fuerza que la muchacha nunca hubiera supuesto en ella, la condesa cubrió a Natalia con una capa y la obligó a bajar la escalera y salir con ella por la puerta trasera mientras se oía un súbito estruendo. Habían llegado los saqueadores y estaban intentando penetrar en el palacio de Fontanka-. Rápido -susurró Eugenia al oído de la joven que la víspera era apenas una niña-. Ve en busca de Fiodor. ¡Dile que prepare los caballos… y la troika de tu padre!

Después, la condesa corrió hacia el pabellón sin soltar el brazo de Natalia. Una vez allí ordenó a las criadas que recogieran toda la ropa donde habían cosido las alhajas y la metieran en varias bolsas. No tenían tiempo de hacer las maletas. Todo lo que se llevaran tendrían que cargarlo en la troika. Mientras daba órdenes, miró por el rabillo del ojo el palacio al otro lado del jardín. Sabía que los asaltantes no tardarían mucho en abandonarlo y dirigirse al pabellón. De repente, advirtió que Natalia ya no estaba a su lado y, al volverse, vio una figura blanca corriendo por el jardín. Echó a correr tras su nuera, pero ya era demasiado tarde. Natalia había regresado al palacio. Casi inmediatamente, la condesa vio fuego en las ventanas del piso superior del edificio y percibió los jadeos de Zoya a su espalda.

– ¡Abuela!

Ambas vieron la figura de blanco, corriendo de una a otra ventana. Natalia corría por entre las llamas, gritando, riéndose y dando voces como si llamara a sus amigos. El espectáculo era tan espantoso que, de repente, Zoya dio media vuelta y echó a correr hacia la puerta, pero su abuela la agarró con firmeza y le impidió salir.

– ¡No! ¡No puedes ayudarla ahora! Hay hombres allí dentro. ¡Te matarán, Zoya!

– ¡No puedo permitir que la maten!… ¡No puedo!… ¡Abuela! ¡Por favor!

Zoya lloraba y se debatía con tanta fuerza que su abuela apenas podía controlarla. En ese momento entró Fiodor.

– La troika está a punto…, detrás de los setos…

Con buen criterio, Fiodor había dejado la troika en la calle lateral para que los asaltantes no los vieran desde el palacio.

– ¡Abuela! -gritó Zoya, forcejeando todavía con la condesa.

De repente, Eugenia la abofeteó.

– ¡Ya basta! Ella ha muerto… ¡Tenemos que irnos ahora!

No había tiempo que perder. La condesa ya había visto varios rostros mirando hacia el jardín desde las ventanas de la planta baja del palacio.

– ¡No puedo dejarla aquí!

La muchacha suplicó que la soltara, pero la condesa fue inflexible.

– Tienes que hacerlo.

Después, la voz de Eugenia se suavizó y por un instante abrazó a su nieta. Entonces se oyó un terrible sonido, como una explosión. Todo el piso superior ardía; de repente, vieron que Natalia saltaba por una ventana con la bata blanca en llamas. Hubiera sido imposible que sobreviviera entre las llamas y la caída. Sin duda había muerto, lo que en el fondo era una suerte para ella. Jamás hubiera recuperado la razón tras el doble golpe que representaba la pérdida del hijo y el marido, en medio de la total destrucción de su mundo.

– ¡Dense prisa! -instó Fiodor.

Con un rápido movimiento, la condesa recogió a Sava del suelo, la depositó en brazos de Zoya y corrieron hacia la troika que aguardaba.

5

Cuando la troika se puso en marcha, Zoya contempló las llamas que se elevaban por encima de los árboles, devorando lo que fuera su hogar y era ahora solo el caparazón de su antigua vida. En cuestión de momentos, Fiodor las guió hábilmente hacia calles secundarias. Ellas se abrazaban la una a la otra. Las bolsas que ocultaban las joyas estaban amontonadas a sus pies y la pequeña Sava temblaba de frío sobre el regazo de Zoya. En las calles había soldados, pero nadie los detuvo mientras se dirigían a las afueras de la ciudad. Era jueves, 15 de marzo, y allá lejos, en Pskov, Nicolás leía los telegramas de sus generales, aconsejándole la abdicación. Tenía el rostro mortalmente pálido a causa de la traición que lo rodeaba por todas partes, pero no tan pálido como el de Zoya cuando contempló cómo San Petersburgo desaparecía a su espalda. Tardaron más de dos horas en llegar a las carreteras secundarias que conducían a Tsarskoe Selo. Durante el recorrido, no tuvieron ninguna noticia ni una visión más clara de los acontecimientos. Zoya recordaba una y otra vez la imagen de su madre envuelta en llamas lanzándose a la muerte desde una ventana, y el cuerpo de su hermano rodeado por el fuego en la habitación donde ella tantas veces lo visitó de pequeña… Nicolai, «tonto» le llamó. Nunca se lo podría perdonar. Le pareció que justo ayer todo iba bien y la vida era normal.

Llevaba la cabeza cubierta con un viejo chal y le dolían los oídos a causa del frío. Pensó en Olga y Tatiana que sufrían dolor de oídos a causa del sarampión. Hacía pocos días, sus únicas tragedias eran la fiebre, el dolor de oído y el sarampión. Estaba tan trastornada que apenas podía pensar. Apretó con fuerza la mano de su abuela y se preguntó en silencio qué encontrarían en Tsarskoe Selo. La aldea apareció ante sus ojos por la tarde y Fiodor la rodeó con cuidado. Los soldados le ordenaron detenerse un par de veces y estuvo tentado de seguir adelante sin obedecer, pero el instinto le dijo que podrían dispararles y entonces se detuvo cautelosamente. Explicó que conducía a una anciana enferma y a la idiota de su nieta. Ambas mujeres miraron a los soldados con rostro inocente como si no tuvieran nada que ocultar, y la anciana se alegró de que Fiodor hubiera elegido la troika más vieja de las que poseían, con la pintura medio desprendida pero los patines todavía en buen estado. Llevaban años sin usarla y ya no era bonita. Solo los hermosos caballos sugerían que eran gente acomodada. El segundo grupo de soldados les arrebató entre risas dos de los mejores caballos negros de Konstantin. Llegaron a las puertas de Tsarskoe Selo con solo un caballo que piafaba nerviosamente mientras tiraba de la vieja troika. La Guardia Cosaca no se veía por ninguna parte. No había guardias en ningún sitio, solo unos cuantos soldados de aire intranquilo.

– Identificaos -gritó ásperamente un hombre.

Zoya se echó a temblar en tanto Fiodor daba explicaciones y Eugenia se levantaba del asiento. Iba vestida sencillamente y, como Zoya, solo llevaba un viejo chal de lana en la cabeza, pero, aun así, miró al hombre con aire autoritario mientras empujaba a Zoya a su espalda.

– Eugenia Petrovna Ossupov. Soy una anciana prima del zar. ¿Queréis disparar contra mí?

Habían matado a su nieto y a su hijo y no le importaba que también la mataran a ella. Sin embargo, estaba dispuesta a matarles si tocaban a Zoya. Esta no lo sabía, pero su abuela ocultaba en la manga una pequeña pistola con incrustaciones de perlas y estaba dispuesta y preparada para utilizarla.

– Ya no hay zar -dijo el hombre con fiereza.

El brazal rojo pareció de repente más siniestro que antes y el corazón de Eugenia empezó a latir con fuerza mientras Zoya se llenaba de espanto. ¿Qué había pretendido decir? ¿Qué lo habían matado? Eran las cuatro de la tarde y todo su mundo se había desmoronado. Pero a Nicolás, ¿lo habrían matado también? Como a Konstantin y a Nicolai…

– Debo ver a mi prima Alejandra -dijo Eugenia, mirando al soldado con aire desafiante-. Y a sus hijos.

¿O acaso los habían matado también a ellos? Con el corazón desbocado, Zoya permaneció sentada detrás de su abuela mientras Fiodor contemplaba la escena en tenso silencio. Hubo una interminable pausa, en cuyo transcurso el soldado las estudió detenidamente. Después dio un paso atrás y gritó por encima del hombro de sus compañeros:

– Que pasen. Pero recuérdalo, vieja -añadió, mirando a Eugenia-. Ya no hay zar. Abdicó hace una hora en Pskov. Estamos en una nueva Rusia. -Se apartó a un lado y Fiodor puso en marcha la troika. Pasó junto a él confiando en cortarle los dedos de los pies. Una nueva Rusia…, el final de la antigua vida…, todo lo viejo y lo nuevo mezclándose en aterradora confusión. Sentada al lado de su nieta, Eugenia estaba muy pálida. Zoya le habló en susurros mientras pasaban por delante de la iglesia Fedorovsky, incapaz de creer lo que acababa de escuchar. El tío Nicolás no hubiera hecho semejante cosa…