Aquella tarde, Zoya vio de nuevo a su hermano y se distrajo con él. Mientras esperaban el regreso del padre a casa, Nikolai la llevó a dar un paseo en la troika de la madre, que no había salido de su habitación en todo el día, disgustada por la noticia de la enfermedad de María y porque Zoya se hubiera expuesto al contagio. Zoya sabía que su madre era capaz de pasarse varios días sin salir y por eso le alegró doblemente la presencia de su hermano.

– ¿Por qué has venido a ver otra vez a papá? ¿Ocurre algo, Nicolai?

– No seas tonta. ¿Por qué piensas que ocurre algo? Qué boba eres.

Pero qué lista también. Nicolai se asombró de que su hermana hubiera intuido la razón de su regreso para ver a Konstantin. La víspera, durante la reunión de la Duma, Alexander Kerensky había pronunciado un discurso muy agresivo que incluía una incitación para asesinar al zar, y Nicolai temía que parte de lo que el embajador Paleólogo le había dicho se hiciera realidad. Quizá la situación era más grave de lo que pensaban y el pueblo estaba más alterado por la falta de víveres de lo que sospechaban. El embajador británico, sir George Buchanan, le comentó lo mismo antes de marcharse a pasar diez días de vacaciones a Finlandia. Por eso deseaba conocer una vez más la opinión de su padre.

– Tú nunca vienes a visitarnos a no ser que ocurra algo, Nicolai -dijo Zoya mientras la troika recorría velozmente la hermosa avenida Nevsky.

Había nieve recién caída en el suelo y la calle estaba más bonita que nunca. Nicolai insistió en que no pasaba nada y, aunque sintió una extraña punzada de temor, su hermana decidió creerle.

– Es un comentario encantador, Zoya. Pero no es verdad. Dime más bien si es cierto que has vuelto a disgustar a mamá. Me han dicho que está en cama por tu culpa y que el médico la visita dos veces al día.

Zoya encogió los hombros y esbozó una sonrisa pícara.

– Todo se debe a que el doctor Fedorov le dijo que Mashka tiene sarampión.

– ¿Y tú serás la próxima? -preguntó Nicolai mientras ella soltaba una carcajada.

– No seas tonto. Yo nunca me pongo enferma.

– No estés tan segura. Pero no se te ocurra volver allí, ¿de acuerdo?

Por un instante, Nicolai pareció inquietarse, pero su hermana sacudió la cabeza con infantil decepción.

– No me lo permitirán. Nadie puede visitarlas ahora. Y la pobre Anastasia tiene un terrible dolor de oído.

– Pronto se curarán y podrás ir a verlas.

Zoya asintió sonriendo.

– Por cierto, Nicolai, ¿cómo está tu bailarina?

Nicolai se sobresaltó por un momento y después tiró de un mechón del cabello de su hermana que asomaba bajo su gorro de piel.

– ¿Qué te induce a pensar que tengo una «bailarina»?

– Eso lo sabe todo el mundo, tonto… Tal como se sabía lo de tío Nicolás antes de la boda con tía Alix.

Zoya hablaba abiertamente con Nicolai porque era su hermano, pero, aun así, él se escandalizó. Aunque la joven no tenía pelos en la lengua, Nicolai esperaba por lo menos un poco de recato.

– ¡Zoya! ¡Cómo te atreves a hablar de esas cosas!

– Contigo puedo decir lo que me apetezca. ¿Cómo es ella? ¿Es guapa?

– ¡No es nada porque no existe! ¿Es eso lo que te enseñan en el Smolny?

– No me enseñan nada -contestó la joven, pasando por alto la sólida educación que había recibido allí, semejante a la que tiempo atrás recibiera su hermano en el Corps des Pages imperial, la academia militar destinada a hijos de nobles y militares de alta graduación-. Además, estoy a punto de terminar.

– Supongo que estarán encantados de perderte de vista, querida.

Zoya se encogió de hombros y ambos se echaron a reír. Nicolai pensó por un instante que había logrado desviar su atención, pero su hermana volvió a la carga y lo miró con una sonrisa perversa.

– Aún no me has dicho nada de tu amiga, Nicolai.

– Eres una chica imposible, Zoya Nikolaevna.

La muchacha rió mientras regresaban lentamente a su palacio de la calle Fontanka. Para entonces, su padre ya había vuelto a casa y ambos hombres se encerraron en la biblioteca de Konstantin, cuyos ventanales daban al jardín. La estancia estaba llena de preciosos libros encuadernados en cuero y de objetos reunidos por Konstantin a lo largo de los años, particularmente piezas de malaquita y la colección de huevos de Pascua de Fabergé que Natalia le regalaba cada año, similares a los que el zar y la zarina se intercambiaban en las ocasiones señaladas. Mientras permanecía de pie junto a la ventana escuchando a su hijo, Konstantin vio que Zoya atravesaba el jardín nevado para visitar a su abuela y a Sava.

– Bien, padre, ¿qué piensas?

Cuando se volvió de nuevo hacia su hijo, Konstantin advirtió una seria preocupación en Nicolai.

– No creo que eso tenga ningún significado especial. Y, aunque haya un poco de agitación en las calles, el general Jabalov es capaz de hacer frente a cualquier cosa. No hay por qué preocuparse. -Konstantin se alegró de que su hijo se interesara tanto por el bienestar de su ciudad y su país-. Todo va bien. Pero nunca está de más permanecer alerta. Es la marca que distingue al buen soldado.

Su hijo era tan buen soldado como él en su juventud y también como su abuelo. De haber podido, Konstantin hubiera marchado a luchar al frente, pero ya era demasiado viejo, por mucho que amara a su primo el zar y a su patria.

– Padre, ¿cómo no te preocupa el discurso de Kerensky en la Duma? ¡Pero si ese hombre ha insinuado una traición!

– En efecto, pero nadie puede tomarlo en serio, Nikolai. Nadie va a asesinar al zar. Nadie se atrevería. Por otra parte, ya cuidará él de estar bien protegido. Creo que ahora corre mucho más peligro en casa con tantos hijos y criados enfermos de sarampión que en medio de su pueblo -dijo Konstantin, mirando cariñosamente a su hijo-. De todos modos, visitaré al embajador Buchanan en cuanto regrese y le hablaré, si tan preocupado está. Será interesante escuchar sus puntos de vista sobre la cuestión, y también los de Paleólogo. Cuando Buchanan regrese de sus vacaciones, organizaré un almuerzo con ellos al que por supuesto estás invitado.

– Me tranquiliza hablar contigo, padre.

Pero esta vez los temores de Nicolai no se acallaron tan fácilmente y, cuando el joven abandonó su casa, aún experimentaba una desagradable sensación de desastre inminente. Estuvo tentado de ir a Tsarskoe Selo para reunirse en privado con su primo, pero sabía que no era el momento oportuno, pues el zar estaba muy cansado y preocupado por la salud de su hijo.

Una semana más tarde, el 8 de marzo, Nicolás abandonó San Petersburgo para regresar al frente de Mogilev, a ochocientos kilómetros de distancia. Aquel mismo día se produjeron los primeros disturbios en las calles, cuando en las colas del pan la gente se alborotó e irrumpió en las panaderías al grito de «¡Queremos pan!». Al anochecer llegó un escuadrón de cosacos para controlar a la multitud. Pese a todo, nadie parecía excesivamente inquieto. El embajador Paleólogo incluso ofreció una fastuosa fiesta a la que asistieron entre otros el príncipe y la princesa Gorchakov, el conde Tolstoi, Alexander Benois y el embajador español marqués de Villasinda. Natalia estaba todavía indispuesta e insistió en que no podría ir, y Konstantin no quiso dejarla. Al día siguiente se alegró de no haber ido al enterarse de que los alborotadores habían volcado un tranvía en las afueras de la ciudad. Sin embargo, nadie se alarmó demasiado. Como para tranquilizar a todo el mundo, el día después amaneció claro y soleado, y la avenida Nevsky se llenó de una alegre multitud y, por si fuera poco, todas las tiendas permanecieron abiertas. Había cosacos vigilando las calles, pero la gente parecía entenderse con ellos. El sábado 10 de marzo se produjo un inesperado saqueo y, al día siguiente, varias personas resultaron heridas en los disturbios.

Aquella noche, los Radziwill darían una fastuosa fiesta. Era como si todo el mundo intentara ignorar la situación. Sin embargo, no era fácil obviar las noticias sobre los disturbios y alborotos.

Ese mismo día, Gibbes, el profesor de inglés de María, le trajo a Zoya una carta de su prima. La joven lo recibió alborozada, pero se llevó un gran disgusto al leer que María se encontraba «terriblemente mal» y que a Tatiana también le dolía el oído. En contrapartida, el niño estaba un poco mejor.

– La pobre tía Alix debe de estar muy cansada -le dijo Zoya a su abuela aquella tarde, sentada en el salón con la pequeña Sava sobre las rodillas-. Estoy deseando ver a María, abuelita.

Se pasaba los días sin hacer nada. Su madre no le permitió ir a clase de ballet debido a la agitación callejera, y esta vez su padre había confirmado la prohibición.

– Un poco de paciencia, querida -le recomendó la abuela-. No querrás salir a la calle con tantas personas hambrientas y desgraciadas rondando por ahí.

– ¿Tan mala es su situación, abuela? -No acertaba a imaginarlo entre los lujos de los que ella disfrutaba. Se le partía el corazón de pensar que pudiera haber personas tan desesperadas y hambrientas-. Ojalá pudiéramos darles algo de lo que tenemos.

Su vida era cómoda y tranquila, y le pareció cruel que a su alrededor hubiera gente que sufría hambre y frío.

– Todos lo pensamos alguna vez, pequeña. -Los brillantes ojos de la condesa se clavaron en los de Zoya-. La vida no siempre es justa. Hay muchas, muchísimas personas que nunca tendrán lo que nosotros damos por sentado a diario… Ropa abrigada, camas mullidas, comida en abundancia…, por no hablar de frivolidades como vacaciones, fiestas y vestidos bonitos.

– ¿Todo eso está mal? -preguntó Zoya.

La sola idea le parecía increíble.

– Ciertamente que no. Pero es un privilegio y nunca debemos olvidarlo.

– Mamá dice que son personas vulgares y nunca podrían disfrutar de lo que tenemos. ¿Lo crees así?

Eugenia miró a Zoya con irritada ironía, sorprendida de que su nuera todavía fuera tan ciega e insensata.

– No seas ridícula, Zoya. ¿Crees que alguien podría hacerle ascos a una cama caliente, un estómago lleno, un vestido bonito o una troika maravillosa? Tendrían que ser completamente estúpidos.

Zoya no añadió que su madre los calificaba así porque sabía muy bien que eso no era cierto.

– Es una pena, abuelita, que no conozcan a tío Nicolás, a tía Alix, al niño y sus hermanas. Son tan buenos que nadie podría enfadarse con ellos si los conociera.

Era un comentario muy acertado y, sin embargo, en extremo simplista.

– No se trata de ellos, cariño…, sino de las cosas que ellos representan. A la gente del otro lado de las ventanas de palacio le cuesta mucho recordar que los de dentro también tienen penas y dificultades. Nadie sabrá lo mucho que se preocupa Nicolás por todos ellos, lo que sufre por sus enfermedades y cómo sangra su corazón por el mal de Alexis. Nadie lo sabrá ni lo verá jamás…, y eso a mí también me entristece. El pobrecillo soporta unas cargas terribles. Ahora ha regresado al frente y Alix debe de estar pasando momentos muy difíciles. Ojalá los niños se pusieran bien para poder ir a visitarlos.

– Yo también quiero ir, pero papá no me deja dar un paso fuera de casa. Tardaré muchos meses en ponerme al día con las clases de madame Nastova.

– No lo creo.

Eugenia la miró y pensó que cada día estaba más guapa a medida que se acercaba su decimoctavo cumpleaños. Era graciosa y delicada, con una llameante melena pelirroja, grandes ojos verdes y una cinturita que hubiera podido rodearse con dos manos. Se le quitaba a uno la respiración con solo mirarla.

– Abuelita, eso es muy aburrido -dijo Zoya, girando sobre un pie mientras Eugenia se reía.

– No es muy halagador lo que me dices, querida. Muchas personas me encuentran aburrida desde hace mucho tiempo, pero nunca me lo habían dicho a la cara.

– Perdona -dijo Zoya, y se unió a las risas de su abuela-, no me refería a ti. Hablo de mi encierro en casa. También me parece una estupidez que hoy no haya venido Nicolai a visitarnos.

Aquella tarde averiguaron el porqué. El general Jabalov había mandado colocar enormes letreros en todas las calles, prohibiendo las reuniones públicas y ordenando a todos los huelguistas volver al trabajo al día siguiente. Quienes no obedecieran serían reclutados y enviados de inmediato al frente. Sin embargo, nadie obedeció. Grandes multitudes de manifestantes llegados del barrio de Vyborg cruzaron los puentes del Neva y se concentraron en el centro de la ciudad. A las cuatro y media de la tarde aparecieron los soldados y hubo varios tiroteos en la avenida Nevsky, a la altura del palacio de Anitchkov. Esa tarde murieron cincuenta personas y otras doscientas en las horas sucesivas. De pronto se produjeron divisiones entre los soldados. Una compañía del Regimiento Real de Caballería Pavlovsky se negó a disparar contra la multitud y en su lugar lo hizo contra su comandante. Fue necesario enviar a la Guardia Preobrajensky para desarmar a los rebeldes.