Konstantin se enteró aquella noche y estuvo ausente de su casa varias horas, tratando de averiguar lo que ocurría para cerciorarse de que Nicolai estaba bien. De repente se llenó de espanto al comprender que su hijo corría peligro. Sin embargo, solo pudo averiguar que los guardias del Pavlovsky habían sido desarmados con muy pocas bajas. Las «muy pocas» le parecieron demasiadas y enseguida regresó a casa para esperar noticias. Por el camino, vio las luces del palacio de los Radziwill y se preguntó qué locura se habría apoderado de aquella ciudad que seguía con sus bailes mientras la gente era asesinada en las calles, y pensó que acaso Nicolai tenía razón al preocuparse tanto por lo que pudiera ocurrir. Quería hablar con Paleólogo y decidió visitarlo al día siguiente. Cuando regresó al palacio de la calle Fontanka y vio los caballos junto a la entrada, sintió que el corazón se le helaba de miedo. Quiso detenerse y echar a correr. Había por lo menos media docena de guardias de la Preobrajensky, corriendo y dando voces. Al ver que llevaban algo, gritó y saltó de la troika casi antes de que Fiodor la detuviera.

– Oh, Dios mío, oh, Dios mío… -gritó. Fue entonces cuando lo vio. Lo cargaban dos hombres y había sangre sobre la nieve. Era Nicolai-. Oh, Dios mío… -exclamó, adelantándose hacia ellos con lágrimas en los ojos-. ¿Está vivo?

Uno de los hombres asintió y le dijo en voz baja:

– Apenas.

– Uno de los guardias del Pavlovsky, uno de los suyos, uno de los hombres del zar, disparó siete veces contra él, pero Nicolai tuvo fuerzas para repeler el ataque y abatirlo de un disparo.

– Llevadlo dentro, rápido… -dijo Konstantin. Después llamó a Fiodor y le ordenó-: ¡Avisa ahora mismo al médico de mi mujer!

Los jóvenes guardias lo miraron impotentes. Sabían que no se podía hacer nada, por eso lo habían llevado a casa. Nicolai miró a su padre con los ojos empañados, pero aun así lo reconoció y le sonrió como un chiquillo mientras Konstantin lo tomaba en sus poderosos brazos y entraba en la casa, tendiéndole en un sofá del salón principal. Todos los criados acudieron corriendo.

– Traed vendas, sábanas, agua caliente… ¡Rápido! -les dijo Konstantin sin saber qué haría con todo aquello, pero algo se tenía que hacer.

Algo…, cualquier cosa… Tenían que salvarlo. Era su chiquillo y lo habían llevado a casa para que muriera allí, pero él no lo permitiría. Lo impediría antes de que fuera demasiado tarde. De repente, sintió que una mano firme lo apartaba y vio a su propia madre que acunaba la cabeza del joven en sus manos mientras le besaba suavemente la frente y le decía en voz baja:

– Tranquilízate, Nicolai, la abuela está aquí…, y también papá y mamá…

Las tres mujeres habían cenado sin aguardar el regreso de Konstantin, pero al oír entrar a los hombres Eugenia adivinó inmediatamente lo que ocurría. Estos permanecían ahora de pie en el vestíbulo sin saber qué hacer. Cuando vio a su hijo, Natalia emitió un grito desgarrador y se desmayó.

– ¡Zoya! -gritó Eugenia, y la muchacha corrió hacia ella. Konstantin contemplaba impotente cómo la sangre de su hijo se extendía por el suelo de mármol y empapaba lentamente la alfombra. Zoya se acercó a su abuela y se arrodilló temblando junto a su hermano, más pálida que la cera.

– Nicolai -le dijo en un susurro al tiempo que tomaba su mano-. Te quiero… Soy Zoya…

– ¿Qué haces aquí? -preguntó el joven con un hilillo de voz.

Por su gesto, Eugenia comprendió que ya no podía verlos.

– Zoya -ordenó la condesa como un general al mando de la tropa-, desgárrame la enagua en tiras…, rápido…, date prisa…

Zoya empezó a tirar delicadamente de la enagua, pero al oír la apremiante voz tiró con fuerza y la desgarró en unas tiras que su abuela aplicó a las heridas en un intento de detener la hemorragia, pero ya era casi demasiado tarde.

Konstantin se arrodilló y llorando besó a su hijo.

– ¿Papá?… ¿Estás aquí, papá?… -dijo Nicolai con voz de chiquillo desvalido-. Papá…, te quiero… Zoya…, sé buena chica…

Poco después, en brazos de su padre, murió con una sonrisa en los labios. Konstantin le besó los ojos y se los cerró suavemente, sollozando con amargura mientras estrechaba contra el pecho al hijo que tanto amaba. El chaleco se le empapaba de sangre. Zoya lloraba a su lado y Eugenia acariciaba la mano inerte del joven, temblando de pies a cabeza. Después, la anciana condesa se volvió despacio y con señas indicó a los hombres que se retiraran y los dejaran solos con su dolor. El médico había llegado e intentaba reanimar a Natalia, todavía desmayada en la puerta. Los criados la llevaron a sus aposentos del piso de arriba y Fiodor lloró desconsolado mientras la casa se llenaba de gemidos. Todos los criados acudieron presurosos, pero demasiado tarde…, demasiado tarde para que alguien pudiera salvar al joven.

– Ven, Konstantin -dijo la abuela-, deja que lo suban arriba.

Con gesto suave, Eugenia apartó a su hijo, lo guió hacia la biblioteca, lo hizo sentar en un sillón y le ofreció una copa de coñac. No podía decir nada que aliviara su dolor. Por eso ni siquiera lo intentó. Le hizo señas a Zoya de que se acercara y, al ver su extrema palidez, la obligó a tomar un sorbo de la copa que había llenado para sí misma.

– No, abuela…, no…, por favor.

Zoya se atragantó con los vapores, pero Eugenia la obligó a beber y después se volvió a mirar de nuevo a Konstantin.

– Era tan joven… Dios mío, Dios mío…, me lo han matado…

La condesa lo abrazó con fuerza mientras él se balanceaba hacia delante y hacia atrás en el sillón, llorando por su único hijo varón. De repente Zoya se arrojó en brazos de su padre, como si fuera la única roca que quedaba en el mundo, y recordó la tarde en que llamó «tonto» a Nicolai… Nicolai tonto, y ahora había muerto. Su hermano había muerto, pensó, y miró horrorizada a su padre.

– Papá, ¿qué ocurre?

– No lo sé, pequeña…, han matado a mi niño…

Konstantin la estrechó y ella sollozó en sus brazos. Poco después, se levantó y la dejó al cuidado de la abuela.

– Llévatela a casa contigo, mamá. Yo debo ir junto a Natalia.

– Ya está más calmada -dijo la condesa.

Eugenia estaba mucho más preocupada por su hijo que por su insensata nuera. Temía que la pérdida de Nicolai lo destrozara. Extendió la mano para acariciar la de Konstantin y, cuando este la miró a los ojos, vio en ellos un dolor inconmensurable y una tristeza infinita.

– Oh, mamá -exclamó Konstantin entre sollozos, y la abrazó largo rato. Eugenia extendió una mano para que Zoya se acercara también.

Después Konstantin se apartó muy despacio de ellas y se dirigió a la escalinata para subir a los aposentos de su mujer. Zoya lo miraba desde el pasillo. Los criados habían limpiado la sangre de Nicolai del suelo de mármol y retirado la alfombra. El joven ya descansaba en silencio en la habitación que ocupó desde su infancia. Allí nació y allí murió en veintitrés cortos años, llevándose consigo el conocido mundo que todos ellos amaban. Era como si, a partir de aquel momento, ya nadie pudiera estar a salvo. Eugenia lo comprendió mientras conducía a Zoya a su pabellón, temblando de pies a cabeza bajo su capa, con los ojos llenos de espanto y horror.

– Tienes que ser fuerte, pequeña -dijo la condesa mientras Sava corría a su encuentro en el salón y Zoya rompía de nuevo a llorar-. Tu padre te necesitará ahora más que nunca. Y puede que ya nada vuelva a ser igual para ninguno de nosotros. Sin embargo, suceda lo que suceda… -se le quebró la voz al pensar en su nieto muriendo en sus brazos. Zoya tembló con violencia. La estrechó con fuerza y besó su suave mejilla-, recuerda, pequeña, lo mucho que él te quiso…

4

El día siguiente fue una pesadilla. Nicolai yacía perfectamente limpio y lavado en la habitación de su infancia, vestido con su uniforme y rodeado de cirios. El regimiento Volinsky se amotinó, y más tarde lo hicieron el Semonovsky, el Ismailovsky, el Litovsky, el Oranienbaum y finalmente el más orgulloso, la Guardia Preobrajensky a la que pertenecía Nicolai. Todos se pasaron a la revolución. Las banderas rojas ondeaban por todas partes y los soldados, con sus andrajosos uniformes, ya no eran los hombres de antaño. Ya nada volvería a ser como antes porque aquella misma mañana los revolucionarios incendiaron el palacio de Justicia. El arsenal de la Liteiny ardió muy pronto en llamas y poco después fueron destruidos el Ministerio del Interior, el edificio del gobierno militar, la central de la Okhrana, la policía secreta zarista y varias comisarías de policía. Todos los presos fueron liberados de las cárceles, y al mediodía, la Fortaleza de Pedro y Pablo se encontraba también en manos de los rebeldes. Estaba claro que debían tomarse medidas urgentes, y el zar tenía que regresar de inmediato y nombrar un gobierno provisional que pudiera controlar de nuevo la situación. Pero eso tampoco parecía muy factible. Cuando el gran duque Miguel le llamó aquella tarde al cuartel general de Mogilev, el zar prometió regresar enseguida. No acertaba a comprender lo que había ocurrido en San Petersburgo durante su breve ausencia e insistía en regresar para verlo todo con sus propios ojos antes de nombrar nuevos ministros capaces de resolver la crisis. Solo empezó a comprender lo que ocurría cuando aquella noche el presidente de la Duma le envió un mensaje, comunicándole que la familia real corría peligro. La zarina no era consciente de ello, pero, para entonces, ya era demasiado tarde.

Lili Dehn visitó a Alejandra en Tsarskoe Selo y la encontró totalmente ocupada en el cuidado de sus hijos enfermos. Lili le habló a su amiga de los desórdenes callejeros, sin comprender que no eran simples disturbios, sino una auténtica revolución.

En medio de una fuerte tormenta de nieve, el general Jabalov envió a la mañana siguiente un mensaje a la zarina aconsejándole que se marchara enseguida con sus hijos. Por su parte, él y mil quinientos hombres leales estaban resistiendo el asedio al Palacio de Invierno de San Petersburgo, pero, al mediodía, todos lo abandonaron. Pese a ello, la zarina seguía sin comprender nada y se negó a salir de Tsarskoe Selo antes del regreso de Nicolás. Se sentía a salvo bajo la protección de sus leales marineros de la Garde Equipage y, además, sus hijos estaban demasiado enfermos para viajar. María padecía incluso una pulmonía.

Aquel mismo día, varias mansiones de los alrededores de la ciudad fueron saqueadas e incendiadas. Konstantin ordenó que los criados enterraran toda la plata, el oro y los iconos en el jardín. Zoya permanecía encerrada con todas las criadas en el pabellón de su abuela, cosiendo a toda prisa las alhajas en el interior de los forros de las gruesas prendas de invierno. Natalia gritaba y corría de un lado a otro en la casa principal, entrando y saliendo incesantemente de la habitación donde yacía Nicolai. En medio de la atmósfera revolucionaria que los rodeaba, cualquier intento de sepultarlo hubiera sido imposible.

– Abuela -dijo Zoya en un susurro mientras introducía un pequeño pendiente de brillantes en el interior de un botón que iba a coser de nuevo a un vestido-, abuela… ¿qué vamos a hacer ahora?

Sus ojos se llenaron de terror cuando oyó disparos de artillería a lo lejos. Los dedos le temblaban tanto que apenas podía coser.

– No podemos hacer nada hasta que terminemos esto… Date prisa, Zoya. Toma, cose estas perlas en mi chaqueta azul.

La anciana condesa se mostraba muy serena y trabajaba sin desmayo. Desde primeras horas de la mañana, Konstantin estaba en el Palacio de Invierno con Jabalov y los últimos hombres leales.

– ¿Qué haremos con…?

Zoya no pudo pronunciar el nombre de su hermano, pero mientras cosía las alhajas en los dobladillos de los vestidos de su abuela le parecía espantoso tener que dejarlo allí.

– Nos encargaremos de todo a su debido tiempo. Cálmate, niña. Tenemos que aguardar las noticias de tu padre.

La pequeña Sava gruñía a los pies de Zoya como si comprendiera que hasta su vida corría peligro. Aquella mañana la anciana condesa había intentado llevarse a Natalia a su pabellón, pero esta se negó a abandonar la casa principal. Estaba completamente trastornada y hablaba con su hijo muerto, asegurándole que todo iba bien y que su padre pronto regresaría a casa. Eugenia la dejó allí y condujo a los criados a su casa para que hicieran todo lo posible antes de que el populacho entrara y lo saqueara todo. Eugenia se había enterado de que la chusma ya había asaltado la mansión Kschessinska, y quería salvar lo más posible. Por eso cosía sin desmayo y se preguntaba si podrían llegar a Tsarskoe Selo.

En Tsarskoe Selo la zarina permanecía totalmente entregada al cuidado de sus hijos enfermos. María era la que estaba peor y Ana aún no se había restablecido. Los soldados amotinados llegaron a la aldea a última hora de la tarde, pero temiendo la reacción de la guardia de palacio se conformaron con saquear la aldea y disparar al azar contra cualquiera.