Amargo Pero Dulce
Titulo original: Bitter Sweet
Copyright © 1990 by LaVyrle Spencer
Quiero agradecer a las siguientes personas por la ayuda que me brindaron durante la investigación necesaria para el libro:
Christine y Sverre Falck-Pedersen
de Thorp House Inn, Fish Creek, Wisconsin
El capitán Paul de Captain Paul's Charter Fishing Fleet,
Gills Rock, Wisconsin
Mi colega Pamela Smith de Seattle, Washington
L.S.
Este libro está dedicado a mis amigas del colegio que siguieron siendo amigas de por vida…
Dodie Fread Nelson
Carol Judd Cameron
Carol Robinson Shequin
Judean Peterson Longbella
Nancy Thorn Rebischke
y
Nancy Norgren
Con amor y gratos recuerdos
de todos los buenos momentos,
Berle
Y en mis pensamientos, mientras escribía este libro, con frecuencia estuvieron amigos del colegio con los que perdí contacto hace mucho tiempo, pero que permanecen en mi memoria. Lona Hess… Timothy Bergein… Gaylord Olson… Sharon Naslund… Sue Staley… Anna Stangland… Janie Johnson… Keith Peters.
¿Adonde fueron?
Capítulo 1
En la habitación había una pequeña heladera repleta de jugos de manzana y gaseosas, un calentador eléctrico de dos hornallas, un fonógrafo, un círculo de confortables sillones gastados y un manchado pizarrón verde en el que se leía: TERAPIA DE ANGUSTIAS 14:00-15:00.
Maggie Stearn entró cinco minutos antes de la hora, colgó su impermeable y se sirvió un saquito de té y agua caliente. Lo movió dentro de una taza plástica y atravesó la habitación.
Al llegar a la ventana miró hacia abajo. El agua del canal, encrespada por los primeros monzones de agosto, tenía un aspecto sombrío y aceitoso. Los edificios de Seattle permanecían sólo en su memoria y el Canal Puget quedaba oculto bajo una gris cortina de lluvia. Un petrolero oxidado avanzaba con pesadez por el canal oscuro en dirección al océano. Las antenas y barandas de protección se ocultaban bajo el diluvio. Sobre la gastada cubierta, marinos mercantes parecían borrosos puntos amarillos, envueltos de la cabeza a los pies en trajes de goma.
Lluvia. Tanta lluvia, y todavía faltaba todo el invierno.
Suspiró, pensando en que debería pasarlo sola y se apartó de la ventana justo en el momento en que llegaban otros dos miembros del grupo.
– Hola, Maggie -dijeron al unísono desde la puerta: Diane, de treinta y seis años, cuyo marido había muerto de un derrame cerebral mientras buscaban almejas en la isla Whidbey con sus tres hijos; y Nelda, de sesenta y dos, que había perdido al suyo cuando éste cayó de un techo que estaba reparando.
Sin Diane y Nelda, Maggie no sabía cómo habría hecho para sobrevivir ese último año.
– Hola -respondió, sonriendo.
– ¿Qué tal salió la cita? -preguntó Diane, atravesando la habitación.
Maggie hizo una mueca.
– No me hables.
– ¿Tan mal te fue?
– ¿Cómo se hace para dejar de sentirse casada cuando ya no tienes marido? -Era una pregunta que todas estaban intentando responderse.
– Te comprendo -acotó Nelda-. Finalmente fui al bingo con George, lo recuerdan, ese hombre que conocí en mi iglesia. Durante toda la noche sentí que estaba engañando a Lou. ¡Y eso que sólo jugábamos al bingo!
Mientras intercambiaban comentarios, llegó un hombre delgado y de calvicie incipiente. Tendría unos cincuenta y siete años y vestía pantalones pinzados pasados de moda y un suéter decrépito que le colgaba del cuerpo huesudo.
– Hola, Cliff. -Las mujeres agrandaron el círculo para incluirlo.
Cliff hizo un movimiento con la cabeza. Era el miembro más nuevo del grupo. Su mujer había muerto al pasar un semáforo en rojo la primera vez que conducía luego de una operación de la carótida que la había dejado sin visión periférica.
– ¿Qué tal pasaste la semana? -le preguntó Maggie.
– Bueno… -La palabra brotó con un suspiro. Cliff se encogió de hombros, pero no dijo nada más.
Maggie le masajeó la espalda.
– Algunas semanas son mejores que otras. Lleva tiempo. -Más de una vez le habían masajeado la espalda a ella en esa habitación. Conocía el poder curativo del contacto con otro ser humano.
– ¿Y tú? -Nelda giró la conversación hacia Maggie. -Tu hija parte para la universidad esta semana ¿no es así?
– Ajá -respondió Maggie con fingido entusiasmo-. Faltan dos días.
– Yo pasé por lo mismo con tres de mis hijos. No dejes de llamarnos si te sientes mal ¿eh? Saldremos a ver un strip tease masculino o algo por el estilo.
Maggie rió. Nelda estaba tan lejos de ir a ver un nudista como de convertirse en una ella misma.
– Ya no sabría qué hacer con un hombre desnudo. -Todos rieron. Era más fácil bromear acerca de la falta de sexo en sus vidas que hacer algo al respecto.
Entró el doctor Feldstein, con una tablilla con papeles en una mano y un jarrito de café humeante en la otra. Hablaba con Claire, que había perdido a su hija de dieciséis años en un accidente de motocicleta. Luego de un intercambio de saludos, el doctor Feldstein cerró la puerta y se dirigió a su sillón favorito. Dejó el café sobre una mesita cercana.
– Al parecer, están todos. Comencemos.
Se sentaron y la conversación cesó. Eran un grupo de personas en vías de curarse que se preocupaban unas por otras y se querían.
Maggie se sentó en el sofá entre Cliff y Nelda; Diane, en el suelo sobre un mullido almohadón azul y Claire en un sillón a la derecha del doctor Feldstein.
Fue Maggie la que notó la ausencia. Echando una mirada alrededor, dijo:
– ¿No habría que esperar a Tammi? -Tammi era la más joven del grupo. Tenía apenas veinte años, era soltera, estaba embarazada. El padre del bebé la había abandonado y la joven luchaba por sobreponerse a la reciente pérdida de sus padres. Era la mimada de todos, una hija para los integrantes del grupo.
El doctor Feldstein dejó la tablilla en el suelo y respondió:
– Tammi no vendrá.
Todos los ojos se fijaron en él, pero nadie preguntó nada. El doctor Feldstein apoyó los codos sobre los brazos de madera de su sillón y entrelazó las manos sobre el estómago.
– Tammi tomó una sobredosis de somníferos hace dos días y todavía está en terapia intensiva. Hoy vamos a trabajar sobre eso.
El impacto los golpeó con toda su fuerza, dejándolos aturdidos y mudos. Maggie lo sintió estallar como una bomba en su estómago y extendérsele hacia las extremidades. Se quedó mirando al médico de rostro alargado e inteligente, nariz algo aguileña, labios llenos y tupida barba negra. Los ojos de él se posaron sobre cada miembro del grupo; eran ojos astutos que esperaban la reacción.
Maggie por fin rompió el silencio para preguntar lo que lodos querían saber.
– ¿Se salvará?
– Todavía no lo sabemos. Se produjo una intoxicación con Tylenol, de modo que el cuadro es muy delicado.
Desde afuera llegó el sonido de una sirena en el canal. Adentro, el grupo seguía inmóvil. Las lágrimas comenzaron a aflorar.
Claire se puso de pie de un salto y corrió a la ventana; golpeó el antepecho con ambos puños.
– ¡Carajo! ¿Por qué lo hizo?
– ¿Por qué no nos llamó? -preguntó Maggie-. Podríamos haberla ayudado.
Habían luchado contra eso en otras ocasiones: la impotencia, la furia ante dicha impotencia. Cada una de las personas del círculo sentía lo mismo, pues un golpe para uno de ellos era un golpe para todos. Habían invertido tiempo y lágrimas los unos en los otros, se habían contado sus más íntimos sufrimientos y temores. Pensar en tanto esfuerzo tirado por la borda era como haber sido traicionados.
Cliff estaba inmóvil y parpadeaba con fuerza.
Diane respiró hondo y bajó la cabeza hacia las rodillas.
El doctor Feldstein buscó detrás de su silla una caja de pañuelos de papel que estaba sobre el fonógrafo y la puso sobre la mesa en el medio del círculo.
– Bien, comencemos por los hechos básicos -dijo con tono pragmático -. Si decidió no llamar a ninguno de nosotros, no hubo forma en que hubiéramos podido ayudarla.
– Pero ella es parle de nosotros -objetó Margaret, abriendo las manos -. Lo que quiero decir es que estamos luchando todos por lo mismo, ¿no? Y creíamos estar progresando.
– Y si ella pudo hacerlo, ninguno de ustedes está a salvo ¿no es así? -terminó el doctor Feldstein para luego responder a su propia pregunta: -¡Pues se equivocan! Esto es lo primero que quiero que se graben en la mente. Tammi hizo una elección. Cada uno de ustedes elige hacer cosas todos los días. Está bien que se sientan furiosos por lo que hizo, pero no está bien que se vean en el lugar de ella.
Hablaron sobre el tema, discutiendo con pasión y compasión, animándose más a medida que exteriorizaban sus sentimientos. La furia se convirtió en lástima y ésta en fervor renovado para hacer todo lo posible por mejorar sus propias vidas. Cuando todos se serenaron, el doctor Feldstein anunció:
– Vamos a hacer un ejercicio; creo que todos están preparados para hacerlo. Si no es así, díganlo y nadie hará preguntas. Pero para aquellos que deseen resolver esa impotencia que sienten por el intento de suicidio de Tammi, creo que servirá.
Se puso de píe y colocó una silla de madera en el centro de la habitación.
– Hoy vamos a decirle adiós a algo o a alguien que ha estado obstaculizando nuestra mejoría. A alguien que nos ha dejado a través de la muerte, o quizá de modo voluntario, o a algo que no hemos podido enfrentar. Podría ser un lugar al que no hemos podido ir, o un viejo rencor que hemos llevado adentro demasiado tiempo. Sea lo que fuere, lo vamos a poner en esa silla y le diremos adiós en voz alta. Y una vez que nos hayamos despedido, informaremos a esa persona o a esa cosa qué vamos a hacer para ser más felices. ¿Me comprenden todos? -Al no obtener respuesta, el doctor Feldstein agregó: -Yo seré el primero.
Se puso de pie delante de la silla vacía, abrió la boca y se pasó las palmas de la mano por la barba. Luego respiró hondo, miró el suelo, la silla y dijo:
– Voy a decir adiós de una vez por todas a mis cigarrillos. Renuncié a ustedes hace más de dos años, pero todavía me pongo la mano en el bolsillo de la chaqueta para buscarlos, así que hoy los coloco en esa silla y les digo adiós, cigarrillos Doral. En el futuro me haré más feliz abandonando el resentimiento que siento por haber dejado de fumar. Desde ahora, cada vez que busque en el bolsillo, en lugar de maldecir en silencio por encontrarlo vacío, voy a agradecerme a mí mismo el regalo que me he hecho, -Saludó la silla con la mano. -Adiós, cigarrillos Doral.
Regresó a su lugar y se sentó.
Las lágrimas habían desaparecido de los rostros. En su lugar había una franca introspección.
– ¿Claire? -preguntó el doctor Feldstein con suavidad.
Claire se quedó sentada un minuto, sin moverse. Nadie dijo una palabra. Por fin, se levantó y fue hasta la silla.
Al ver que no le salían las palabras, el doctor Feldstein preguntó:
– ¿Quién está en esa silla, Claire?
– Mi hija Jessica -logró mascullar ella.
Se secó las manos contra los muslos y tragó con fuerza. Todos aguardaron. Por fin comenzó:
– Te extraño muchísimo, Jess, pero después de esto ya no voy a dejar que ese sentimiento me controle la vida. Me quedan muchos años y necesito sentirme feliz para que tu padre y tu hermana puedan también sentirse felices. Y lo que voy a hacer es ir a casa, sacar tu ropa del placard y regalarla a los pobres. Así que me despido, Jess. -Se encaminó hacia su lugar, pero luego se volvió. -Ah, y también voy a perdonarte por no haberte puesto el casco ese día, porque sé que eso ha estado impidiendo que me mejore. -Levantó una mano. -Adiós, Jess.
Maggie sintió el ardor de lágrimas en los ojos y vio borrosamente cómo Claire se sentaba y Diane tomaba su lugar.
– La persona en la silla es mi marido, Tim. -Diane se secó los ojos con un pañuelo de papel. Abrió la boca, la cerró y se tomó la cabeza con una mano. -Es tan difícil -susurró.
– ¿Preferirías esperar? -preguntó el doctor Feldstein.
Ella volvió a secarse los ojos con obstinada determinación.
– No, quiero hacerlo. -Clavó la mirada en la silla, endureció la mandíbula y comenzó:
– He estado realmente furiosa contigo, Tim, por morir. Me refiero a que estuvimos juntos desde la secundaria y en mis planes había otros cincuenta años, ¿sabes? -El pañuelo fue a dar contra sus ojos otra vez. -Bueno, sólo quiero que sepas que ya no estoy enojada, porque quizá tú también planeabas otros cincuenta, así que… ¿qué derecho tengo? Y lo que voy a hacer para mejorarme es ir con los chicos a la cabaña de Whidbey este fin de semana. Han estado pidiéndomelo y yo siempre digo que no, pero ahora iré, porque si yo no me mejoro, ¿cómo mejorarán ellos? Así que adiós, Tim. Suerte, viejito.
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