Regresó apresuradamente a su lugar.
Todos los integrantes del círculo se secaron los ojos.
– ¿Cliff? -sugirió el doctor Feldstein.
– Prefiero pasar -susurró Cliff, con la mirada baja.
– Perfecto. ¿Nelda?
– Ya me despedí de Cari hace mucho tiempo -respondió Nelda -. Paso.
– ¿Maggie?
Maggie se puso de pie muy despacio y se acercó a la silla. Sobre ella estaba Phillip, con los cinco kilos de más que nunca pudo adelgazar luego de cumplir los treinta, los ojos verdes casi marrones y el pelo rubio demasiado largo (como había estado cuando tomó aquel avión) y el buzo de los Seahawks que siempre usaba. Ella todavía no lo había lavado. De tanto en tanto lo descolgaba de la percha y lo olía. Le producía terror renunciar a su dolor, terror de que cuando éste ya no estuviera no quedara nada y ella se convirtiera en una cáscara incapaz de sentir en absoluto. Apoyó una mano abierta sobre el travesaño superior de la silla y exhaló un suspiro tembloroso.
– Bueno, Phillip -comenzó a decir-. Ya pasó un año y ha llegado el momento. Creo que igual que Diane, siento rabia porque tomaste ese avión por un motivo tan tonto: una escapada a los casinos; tu afición por el juego era lo único que siempre me enfureció. No, mentira. También me enfureció que hubieras muerto justo cuando Katy estaba por terminar la secundaria y hubiéramos podido empezar a viajar más y disfrutar de nuestra libertad. Pero prometo que me sobrepondré y comenzaré a viajar sin ti. Pronto. También voy a dejar de considerar el dinero del seguro como dinero sucio, así podré disfrutarlo un poco más; y voy a intentar reanudar mis relaciones con mamá porque creo que voy a necesitarla ahora que Katy se va. -Dio un paso atrás y saludó con la mano. -Adiós, Phillip. Te amaba mucho.
Una vez que Maggie terminó se quedaron sentados largo tiempo en silencio. Por fin el doctor Feldstein preguntó:
– ¿Cómo se sienten? -Tardaron unos minutos en responder.
– Cansada -dijo Diane.
– Mejor -admitió Claire.
– Aliviada-dijo Maggie.
El doctor Feldstein les dio un momento para aclimatarse a esos sentimientos antes de inclinarse hacia adelante y hablar con su voz rica y resonante.
– Ahora todos esos sentimientos que han estado cargando tanto tiempo y que les han impedido sentirse mejor son cosas del pasado. Recuérdenlo. Pienso que sin ellos se sentirán más felices y más receptivos a pensamientos saludables.
Se echó hacia atrás en la silla.
– A pesar de todo esto, no va a ser una semana fácil. Van a preocuparse por Tammi, y la preocupación se traducirá en depresión, de modo que les daré otra receta para cuando eso suceda. Quiero que hagan lo siguiente: busquen a viejos amigos, cuanto más viejos mejor, amigos con los que han perdido contacto: llámenlos, escríbanles, traten de verlos.
– ¿Se refiere a amigos de la secundaria? -quiso saber Maggie.
– Claro. Hablen sobre los viejos tiempos, ríanse de las cosas ridículas que hacían cuando eran demasiado jóvenes para ser sensatos. Aquellos días representan una época de nuestras vidas en que la mayoría de nosotros carecía de preocupaciones. Lo único que teníamos que hacer era ir a la escuela, sacar notas más o menos pasables, quizá mantener algún empleo de pocas horas y divertirnos mucho. Al regresar al pasado, muchas veces podemos poner el presente en perspectiva. Traten de ver cómo se sienten. Luego trabajaremos sobre eso en nuestra próxima sesión. ¿De acuerdo?
La habitación se llenó de los suaves sonidos de movimiento que indicaban el final de la hora. Los miembros del grupo se desperezaban, se acomodaban en el extremo de las sillas y tiraban al cesto los mojados pañuelos de papel.
– Hoy cubrimos mucho terreno -dijo el doctor Feldstein al tiempo que se ponía de pie -. Creo que fue muy positivo.
Maggie fue hasta el ascensor con Nelda. Sentía más afinidad con ella que con los demás, puesto que sus situaciones eran las más parecidas. Nelda podía ser algo superficial y hueca a veces, pero tenía un corazón de oro y un sentido del humor a prueba de todo.
– ¿Te has mantenido en contacto con amigos de hace tanto tiempo? -preguntó Nelda.
– No, han pasado muchos años. ¿Y tú?
– Por Dios, querida, tengo sesenta y dos años. Ya ni siquiera estoy segura de encontrar a algunos de mis amigos con vida.
– ¿Piensas intentarlo?
– Es posible. Veré. -En el vestíbulo se detuvieron para preparar impermeables y paraguas. Nelda se despidió con un abrazo. -Recuerda lo que dije. Cuando se vaya tu hija, llámame.
– De acuerdo. Te prometo que lo haré.
Afuera la lluvia caía a torrentes, levantando diminutos géyseres en los charcos de la calle. Maggie abrió el paraguas y se dirigió a su automóvil. Cuando llegó al vehículo, tenía los pies mojados, el impermeable empapado y estaba aterida. Puso el motor en marcha y se quedó un minuto sentada con las manos cruzadas sobre las rodillas, viendo cómo se condensaba su aliento sobre los vidrios antes de que el desempañador lo secara.
Había sido una sesión particularmente agotadora. Tantas cosas en que pensar: Tammi, su adiós a Phillip, cómo iba a cumplir los propósitos que se había hecho, la partida de Katy. No había tenido ocasión de hablar de ello, pero se elevaba como sombra negra sobre todas las otras preocupaciones, amenazando con destruir cada pequeño logro obtenido en el año transcurrido.
El tiempo tampoco ayudaba. ¡Dios, cómo la cansaba la lluvia!
Pero Katy todavía estaba en casa y les quedaban dos cenas juntas. Quizás esa noche prepararía el plato preferido de su hija, tallarines con albóndigas, y luego encenderían fuego en el hogar y trazarían planes para la fiesta de Acción de Gracias, cuando Katy regresara por unos días.
Maggie encendió el limpiaparabrisas y tomó el camino de regreso a su casa, por el puente Montlake, que vibraba debajo de los neumáticos como el torno de un dentista, luego hacia el norte en dirección a Redmond. Cuando el automóvil empezó a subir las colinas, el penetrante aroma resinoso de los pinos entró por el sistema de ventilación. Maggie pasó junto a la entrada del Bear Creek Country Club, del que ella y Phillip habían sido socios por años. Desde su muerte, más de uno de los amigos casados le había hecho insinuaciones. El club había perdido atractivo para Maggie desde que él ya no estaba.
Al llegar a Lucken Lañe, se detuvo en la entrada de una casa de estilo campestre construida con madera de cedro y ladrillos a la vista, situada en la ladera de una colina boscosa; una casa de clase media con prolijos canteros de flores bordeando el sendero y macetas con geranios haciendo guardia a cada lado de los escalones. El control remoto levantó el portón del garaje y Maggie vio con tristeza que el automóvil de Katy no estaba.
En la cocina, sólo la lluvia cayendo por la canaleta afuera junto a la ventana y el zumbido del portón al cerrarse quebraron el silencio. Sobre la mesa, junto a un panecillo mordido y una hebilla para el pelo de color rosado estridente había un mensaje escrito sobre un anotador azul con forma de pie.
Salí de compras con Smitty y a buscar más cajas vacías. No me prepares comida. Besos, K.
Maggie reprimió la desilusión que sentía, se quitó el abrigo y fue a colgarlo en el guardarropa de la entrada. Recorrió el pasillo y se detuvo junto a la puerta de la habitación de Katy. Había ropa por todas partes, empacada en cajas, apilada o arrojada por encima de valijas a medio llenar. Dos gigantescas bolsas plásticas repletas de prendas en desuso yacían entre las puertas del placard. Una pila de vaqueros y otra de buzos de colores fuertes aguardaban limpieza al pie de la cama. Se veía solamente la parte superior del espejo del tocador; la mitad inferior quedaba oculta bajo una pila de revistas Seventeen y un cesto de ropa lleno de toallas prolijamente dobladas y ropa de cama nueva que aguardaban la mudanza a Chicago. Desparramados por el suelo, separados por estrechos senderos, yacían diecisiete años de recuerdos: una pila de carpetas llenas de papeles de la escuela, cuyas tapas ostentaban anotaciones de todo tipo; una gorra de béisbol y un guante para una mano de doce años; dos ramilletes de flores, uno seco y amarillento, otro con las rosas todavía con color; un polvoriento afiche de Bruce Springsteen; una caja de cartón llena de tarjetas de graduación y notas de agradecimiento sin usar; otra de frascos de perfume; una cajita llena de aros enredados y baratos collares de cuentas; una pila de animales de peluche; una cajita de carey francés; una cesta violeta con correspondencia reciente de la Universidad Northwestern.
La universidad Northwestern, el alma máter de ella y de Phillip, a media Norteamérica de distancia. ¿Por qué Katy no habría elegido la universidad local? ¿Para alejarse de una madre que durante el último año no había sido una compañera demasiado alegre?
Maggie sintió un nudo de lágrimas en la garganta y se apartó, decidida a terminar el día sin desmoronarse. En su dormitorio, evitó mirar la cama de dos plazas y los recuerdos que le traía. Se dirigió directamente al guardarropa espejado, abrió una puerta corrediza, sacó el buzo de Seahawks de Phillip y regresó a la habitación de Katy para enterrarlo en una de las bolsas de ropa descartada.
De regreso en su habitación, se puso un conjunto deportivo rojo y blanco que le quedaba grande, luego marchó al baño adyacente. Buscó un pequeño pote de maquillaje y comenzó a aplicárselo sobre los círculos negros debajo de los ojos.
En la mitad de la operación, volvieron a aflorar las lágrimas y Maggie dejó caer la mano. ¿A quién trataba de engañar? Parecía un espantapájaros cuarentón. Desde la muerte de Phillip había disminuido dos talles de ropa, un talle de corpiño y su pelo castaño había perdido el brillo porque ya no se alimentaba bien. No se preocupaba por cocinar ni por regresar al trabajo ni por limpiar la casa ni por vestirse decentemente. Hacía las cosas por obligación y porque no quería terminar como Tammi.
Se miró en el espejo.
Lo extraño y tengo tantas ganas de llorar…
Después de quince segundos de compadecerse, metió el maquillaje en un cajón, cerró éste con un golpe, apagó la luz y salió de la habitación.
En la cocina, mojó un trapo y limpió las migas que había dejado Katy. Pero en camino al tacho de residuos, cometió el error de dar un mordisco al panecillo frío. El sabor de canela y uvas, mezclado con manteca de maní, debilidad de Katy y de su padre, desencadenó una reacción que ya no pudo reprimir. Una vez más llegaron las temidas lágrimas… calientes… ardientes.
Arrojó el panecillo a la basura con tanta fuerza que rebotó y aterrizó en el suelo. Maggie se aferró al extremo de la mesada y se dobló en dos.
¡Maldito seas, Phillip! ¿Por qué tuviste que tomar ese avión? Deberías estar aquí ahora. ¡Tendríamos que estar pasando por esto juntos!
Pero Phillip ya no estaba. Y pronto Katy también se iría. ¿Y luego qué? ¿Una vida de cenas a solas?
Dos días más tarde, Maggie estaba de pie junto al automóvil de Katy, en la entrada de la casa, viendo cómo su hija metía la última bolsa detrás del asiento. El aire que precedía la madrugada era frío y la niebla formaba una nube alrededor de las luces del garaje. El automóvil de Katy era nuevo, caro, un convertible con todos los lujos, pagado con una mínima fracción del dinero del seguro por fallecimiento de Phillip: un premio consuelo de la aerolínea para Katy por tener que pasar el resto de su vida sin padre.
– Listo, ya está. -Katy se enderezó y volvió el asiento a su lugar. Se volvió hacia Maggie. Era una bonita joven con los ojos oscuros del padre, el mentón con hoyuelo de Maggie y un peinado cósmico adecuado para la portada de una novela de ciencia ficción. Maggie nunca había podido acostumbrarse a ese aspecto. Al mirarle el pelo ahora, en el momento de la despedida, recordó con nostalgia cuando Katy era un bebé y ella la peinaba con un rulo en la coronilla.
Katy quebró el silencio.
– Gracias por los panecillos de manteca de maní, ma. Tendrán rico sabor cuando esté en Spokane o un lugar así.
– También te puse unas manzanas y un par de latas de Coca para cada una. ¿Estás segura de que tienes bastante dinero?
– Tengo todo, ma.
– Recuerda lo que te dije sobre correr en las carreteras.
– Utilizaré el control de velocidad, no te preocupes.
– Y si tienes sueño…
– Dejaré que maneje Smitty. Lo sé, ma.
– Me alegro tanto de que vaya contigo, de que estén juntas.
– Yo también.
– Bueno…
La realidad de la despedida las golpeó. ¡Habían estrechado tanto la relación desde la muerte de Phillip!
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