– ¡Mataste a mi bebé, estimada mujer y me importa tres carajos lo que dice la ley, para mí es un delito!
– ¿Que maté a tu bebé? ¡No seas ridículo!
– Año 1986. D & C. Está todo allí en esa factura.
– Tienes fijación con los bebés, Eric, ¿lo sabes? Te estás volviendo paranoico.
– ¡Entonces explícamelo!
Ella se encogió de hombros y habló con descuido.
– La menstruación se me estaba volviendo irregular. Fue una operación de rutina para que se me reacomodara.
– ¿Hecha en secreto en un hospital de Minneápolis?
– No quise que te preocuparas, nada más. Entré y salí en el día.
– No me mientas, Nancy. No haces más que aumentar mi desprecio.
– ¡No estoy mintiendo!
– Le mostré los papeles a Neil Lange. Dijo que se trataba de un aborto.
Ella tensó el cuello como un ganso, apretó la boca y calló.
»¿Cómo pudiste?
– No tengo por qué quedarme aquí escuchando esto. -Le dio la espalda.
Eric la sujetó del brazo y la hizo girar.
– ¡Nancy, no vas a escaparte de ésta! -gritó-. ¡Quedaste embarazada y ni siquiera te molestaste en decírmelo! ¡Tomaste la decisión de apagar la vida de nuestro bebé, del bebé que te supliqué que tuviéramos durante años!. ¡Así… pffft! -Agitó una mano. -Te lo raspaste, como rasparías una… una basura. Lo mataste sin siquiera pensar en lo que yo sentía y ¿crees que no tienes que quedarte aquí a escuchar esto? -La tomó de las solapas de la chaqueta y la levantó en puntas de pie. -¿Qué clase de mujer eres, después de todo?
– ¡Suéltame!
Él la tironeó aún más.
– ¿Puedes imaginar lo que pensé cuando encontré esa factura, lo que sentí? ¿Te importa acaso lo que sentí?
– ¡Tú, tú! -gritó ella, empujándolo y cayendo hacia atrás-. Siempre tú. Lo que tú quieres cuando se trata de decidir dónde viviremos. ¡Lo que tú quieres cuando nos metemos por la noche en la cama! ¿Y qué pasa con lo que yo quiero?
Eric acercó su rostro al de ella. v
– ¿Sabes una cosa, Nancy? ¡Ya no me importa nada lo que tú quieres!
– ¡No comprendes! ¡Nunca lo hiciste!
– ¡Que no comprendo! -Eric se enrojeció de ira y contuvo el impulso de estrellar un puño contra el bello rostro de Nancy. -¿No comprendo que te hayas hecho un aborto sin decírmelo? Por Dios, mujer, ¿qué fui yo para ti todos estos años, nada más que una buena revolcada? ¿Lo único que importaba era que tuvieras tus orgasmos, no?
– Yo te amaba.
– Mentira. ¿Sabes a quién amas? A ti misma. Solamente a ti misma.
Con frialdad, ella replicó:
– ¿Y tú a quién amas, Eric?
Se enfrentaron en deliberado silencio.
»¿Los dos sabemos a quién amas, no es cierto?
– No amé a nadie más hasta que te tornaste imposible de querer y aun entonces, volví y traté de emparchar la relación contigo.
– Muchas gracias -dijo Nancy con sarcasmo.
– Pero mentiste entonces también. Estabas tan embarazada como yo, pero yo fui tan ingenuo que te creí.
– ¡Mentí para no perderte!
– ¡Mentiste para satisfacer tus retorcidas necesidades!
– ¡Pues te lo merecías! ¡Todo el pueblo sabía que eras el padre de su bebé!
Eric perdió las ganas de pelear y la culpa le serenó la voz.
– Lamento eso, Nancy. No fue mi intención herirte de ese modo y si crees que lo hice adrede, te equivocas.
– ¿Pero ahora vas a volver con ella, no?
Eric le miró la boca triste y no respondió.
»Yo todavía te quiero.
– Basta, Nancy. -Le dio la espalda.
– Los dos cometimos errores -dijo ella-, pero podríamos empezar de nuevo. Desde cero.
– Es demasiado tarde. -Eric miró por la ventana, sin ver nada. De pie en la cocina de la casa que él quería y ella odiaba, se sintió momentáneamente abrumado por el dolor del fracaso.
Nancy le tocó la espalda.
– Eric… -dijo con tono suplicante.
Él se apartó de ella y tomó su campera del respaldo de una silla y se la puso.
– Estaré en lo de Ma.
El cierre subió con ruido de finalidad.
– No te vayas. -Nancy se echó a llorar. Eric no recordaba haberla visto llorar en su vida.
– No lo hagas -susurró. Nancy se aferró a su campera. -Eric, esta vez yo sería diferente.
– No… -Le apartó las manos. -Nos estás abochornando a ambos. -Tomó la factura del hospital y se la guardó en el bolsillo. -Mañana veré a mi abogado y le daré la orden de que apure el trámite o me conseguiré otro que lo haga.
– Eric… -Nancy extendió una mano.
Eric puso una mano sobre el picaporte y se volvió a mirarla.
– Hoy me di cuenta de algo mientras te esperaba. No deberías tener un bebé y yo no debería haber tratado de convencerte. Te haría mal, del mismo modo que a mí me hace mal no tener una familia. Cambiamos… en algún momento los dos cambiamos. Deseamos cosas diferentes. Debimos darnos cuenta hace años. -Abrió la puerta. -Siento haberte causado dolor -dijo con tono solemne-; no mentí al decir que en ningún momento quise hacerlo.
Salió de la casa, cerrando la puerta con suavidad.
En un pueblo del tamaño de Fish Creek no había secretos. Maggie se enteró de que Eric había dejado a Nancy pocos días después y a partir de ese momento anduvo con los nervios de punta. Se detenía y levantaba la cabeza cada vez que un auto pasaba por el camino junto a la casa. Cada vez que sonaba el teléfono, el corazón se le aceleraba y corría a responder. Si alguien golpeaba a la puerta, le empezaban a transpirar las manos mucho antes de llegar a la cocina.
Cortó las hojas a las rosas que Eric le había enviado y las colgó cabeza abajo para preservarlas, pero cuando ya estaban secas y atadas con una cinta morada, todavía no había sabido nada de él.
A Suzanne le preguntaba en un susurro:
– ¿Crees que vendrá? -Pero Suzanne sólo se ponía bizca e hipaba.
Llegó el Día de Acción de Gracias, sin novedades de Eric.
Maggie y Suzanne pasaron la fiesta en casa de Brookie.
El 8 de diciembre nevó. Maggie se descubrió yendo de ventana en ventana a contemplar los copos que cubrían el jardín como una manta mullida y preguntarse dónde estaba Eric y si tendría noticias de él pronto.
Comenzó a hacer preparativos de Navidad y escribió a Katy para preguntarle si vendría para las fiestas. La respuesta fue una áspera nota:
"Mamá… Iré a pasar Navidad en Seattle con Smitty. No me compres nada. Katy." Maggie la leyó y reprimió el deseo de llorar, luego llamó a Roy:
– Ay, papá -se lamentó-. Parece que he hecho infeliz a todo el mundo con esta beba. Mamá no me quiere hablar. Katy, tampoco. Tú pasarás una Navidad triste. Yo, también. ¿Qué debería hacer, papá?
Roy respondió:
– Deberías poner a Suzanne dentro de un traje de nieve y llevarla a pasear en carrito para que conozca el invierno. De paso, tú te pones a mirar un poco la nieve sobre los pinos, y el cielo cuando se pone del color de una vieja pava de lata y te darás cuenta de que tienes muchas cosas que agradecer.
– Pero papá, me siento tan mal por haber alejado a mamá, y ¿qué harás tú para Navidad?
– Bueno, quizá tenga que salir a mirar los pinos y el cielo de tanto en tanto yo también, pero me sobrepondré. Tú cuida de Suzanne y de ti misma.
– Papá, eres tan bueno.
– ¿Lo ves? -bromeó Roy-. Esa es una cosa que tienes que agradecer.
Fue así como Roy y Brookie la mantuvieron en pie.
Para Maggie fue una Navidad de cosas buenas y tristes a la vez: con una nueva hija, pero sin el resto de su familia. Y ni una palabra de Eric. Pasó la fiesta otra vez en lo de Brookie y en Año Nuevo hizo el propósito de alejar a Eric Severson de su mente y aceptar el hecho aparente de que, si no lo había visto hasta el momento, ya no lo vería.
Un día de enero, cuando llevaba a Suzanne a lo del médico para el control de los dos meses, se detuvo en un semáforo en rojo en Bahía Sturgeon y miró distraídamente hacia un costado. Encontró a Eric Severson contemplándola, al volante de una brillosa camioneta negra. Ninguno de los dos pestañeó ni hizo movimiento alguno. Maggie se quedó mirándolo. Eric se quedó mirándola. Maggie sintió un dolor en el esternón. Respirar se le tornó difícil.
La luz del semáforo se puso verde y un auto hizo sonar la bocina, pero ella no se movió.
La mirada de Eric se trasladó al par de manitos que golpeaban el aire con entusiasmo… todo lo que se veía de Suzanne, que estaba atada a su asientito de bebé, contemplando un móvil de papel que se agitaba con la brisa del desempañador.
El auto volvió a tocar la bocina y Maggie se alejó del semáforo; perdió de vista la camioneta cuando Eric dobló a la izquierda y desapareció del espejo retrovisor.
Desolada, se lo contó a Brookie más tarde.
– Ni siquiera saludó. Ni intentó detenerme.
Por primera vez, Brookie no tuvo palabras de consuelo.
El invierno se tornó más duro en todo sentido luego de eso. La Casa Harding le resultaba opresiva, tan grande y vacía con sólo ellas dos y ninguna esperanza de ser más. Maggie empezó a dedicarse a la costura para llenar su tiempo, pero con frecuencia dejaba caer las manos sobre las rodillas y apoyaba la cabeza contra el respaldo del sillón. ¿Si la dejó, por qué no viene?
Febrero fue helado y Suzanne sucumbió a su primer resfrío. Maggie pasó noches en vela con la niña en brazos, agotada por la falta de sueño, deseando tener alguien que le quitara la niña de los brazos y la empujara hacia la cama.
En marzo comenzaron a llegar cartas solicitando reservas para el verano y Maggie tomó conciencia de que debía tomar la decisión de vender o no la casa. El mejor momento para hacerlo, por supuesto, sería cuando comenzaran las corridas de primavera.
En abril llamó a Althea Munne y le pidió que viniera a tasar la casa. El día que pusieron el cartel de EN VENTA en el jardín, Maggie subió a Suzanne al auto y fue a visitar a Tani a la Bahía Green, porque no podía tolerar ver el cartel y esperar que vinieran desconocidos a revisar y hurgar el sitio donde había dejado tanto de su corazón.
En mayo, Gene Kerschner vino y levantó el muelle con su tractor John Deere y lo volvió a poner en el agua. Al día siguiente, mientras Suzanne dormía la siesta, Maggie se puso a darle una mano de pintura blanca.
Estaba de rodillas con el trasero apuntando hacia la casa, un pañuelo rojo en la cabeza, revisando la parte de abajo del asiento de la glorieta, cuando oyó pasos sobre el muelle, detrás de ella. Retrocedió, se volvió y sintió un estallido de emoción.
Acercándose por el muelle, vestido con vaqueros blancos, una camisa azul y una gorra marinera blanca venía Eric Severson.
Ella lo observó moverse mientras la adrenalina le inundaba el torrente sanguíneo. Ah, cómo la aparición da una persona podía cambiarle la fisonomía a un día, un año… ¡una vida! Olvidó el pincal en su mano. Olvidó que estaba descalza y vestida con desteñidos pantalones negros de jogging y una abolsada remera gris. Olvidó todo, menos la tan esperada visión de Eric acercándose a ella.
Él se detuvo del otro lado de la lata de pintura y miró hacia abajo.
– Hola -dijo, como si el paraíso no se hubiera abierto de pronto ante ella.
– Hola -susurró Maggie, sintiendo el latido atronador de su pulso en todas partes.
– Te traje algo. -Le entregó un sobre blanco.
Pasaron instantes hasta que ella pudo obligarse a mover el brazo. Tomó el sobre sin decir nada, mirando a Eric delineado contra un cielo azul pastel, del mismo color que sus ojos. El sol brillaba sobre la visera negra de su gorra, le iluminaba los hombros y la punta del mentón.
– Ábrelo, por favor.
Maggie apoyó el pincel sobre el borde de la lata, se limpió la mano en el muslo y comenzó a abrir el sobre con dedos temblorosos, bajo la mirada atenta de Eric. Sacó los papeles y los desdobló: un grueso fajo blanco que quería doblarse en los pliegues. Mientras leía, el temblor de las manos torcía los extremos de las hojas.
Averiguaciones de Hecho, Conclusión de Ley, Orden de Juicio, Juicio y Resolución.
Leyó el encabezamiento y levantó ojos desconcertados:
– ¿Qué es?
– Son los papeles de mi divorcio.
El shock le subió por el cuerpo, precedido por lágrimas. Bajó el mentón y vio los renglones escritos a máquina borronearse antes de que dos lágrimas enormes cayeran sobre el papel. Avergonzada, ocultó el rostro contra él.
– Ay, Maggie… -Eric se puso de rodillas y le tocó la cabeza, tibia por el sol y enfundada en el feo pañuelo rojo. -Maggie, no llores. El llanto ha quedado atrás.
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