– Sí, como siempre.

Percibieron un enorme vacío, un vacío de cinco años. Solía ser tan fácil conversar entre ellos…

– Hoy no ha salido a pescar.

– La niebla es demasiado densa.

– Sí.

– Bueno…

– Mándele mis saludos a Hilda -dijo Rye.

– Se los daré. Y tú, a Josiah.

No dijeron nada. Lo dijeron todo. Dijeron: «Comprende, esto es duro para mí… yo también los amo a los dos». Se dieron la espalda y sus pasos se separaron en la niebla, hasta que Rye se dio la vuelta y vio desaparecer a Zach en la oficina, seguramente para hablar con su hijo acerca de ese extraño giro del destino.

La niebla parecía el fondo perfecto para el lúgubre estado de ánimo de Rye. Él y Ship andaban con paso fatigoso entre sus hilachas, los dos con la cabeza gacha. Por las calles silenciosas, las casas humildes, plateadas por la intemperie marina, se fundían con la blancura que las envolvía, y las persianas pintadas eran la única nota de color de ese día triste. Cada tanto, esas persianas eran azules, color reservado sólo a los capitanes de barcos balleneros. Los patios apiñados estaban rodeados por cercas de estacas puntiagudas, que pronto daban paso a otras hechas con costillas de ballena. Cerca de las refinerías, el olor a podrido flotaba en el aire, y era imposible escapar al humo gris de la descomposición de la grasa de ballena, atrapado por el velo de niebla que cubría la isla.

¡La caza de ballenas! Estaba por todas partes y, de repente, Rye Dalton sintió deseos de escapar.

En busca de soledad, enfiló hacia las marismas de Brant Point. La tierra baja se extendía como un mar verde, brindando cobijo a miles de especies de pájaros. Sus voces sonaban, alegres, a través de la bruma que se apretaba por encima de juncias y espadañas. Las aves que acudían a alimentarse creaban una agitación constante en los matorrales de arándano, y la niebla que se arremolinaba moviéndose sin cesar daba a la escena una cualidad surrealista. ¿Cuántas veces habían ido ahí tres niños a buscar nidos y huevos? Rye evocó a los tres, como eran cuando iban a ese sitio, pero de inmediato sólo el rostro de Laura ardió en su recuerdo, no como la vio el día anterior, sorprendida y atónita, sino en la época del despertar sexual de los dos, cuando lo miró por primera vez con ojos de mujer, inquisitivos y vacilantes. A continuación, la imaginó dándose la vuelta desde el hogar, con el mango de la cuchara envuelto en el delantal; el hijo de ambos irrumpiendo, sin saber…

Y una inmensa soledad se abatió sobre él.

Avanzó a través de las tierras bajas, formulando deseos inútiles, preguntándose qué estaría haciendo Laura en ese momento.

Se detuvo junto a una ribera alta, donde ahora languidecían las algas del año anterior, inclinadas bajo el peso de las gotas de agua. La niebla se arremolinó en torno a sus rodillas, y le impidió la visión de la costa lejana. Pero desde lejos llegaba el palpitar incesante de las olas que entraban en la playa, mientras que la parte de adelante del astillero de Brant Point estaba enmarcada por la bruma. Allá abajo, el Omega estaba siendo sometido a un completo reacondicionamiento. Como una ballena varada, había sido izado sobre una rampa en forma de esqueleto, y volcado y puesto de lado para su limpieza. Sobre él, los trabajadores se movían como hormigas, refregando cada milímetro del casco, volviendo a calafatear las junturas, restregando con piedras o frotando y barnizando de nuevo las cubiertas. Ya se estaban construyendo seis nuevos botes salvavidas de cedro para colocar en sus pescantes, al tiempo que en la cordelería del pueblo se fabricaban cuerdas de cáñamo para las jarcias fijas y para las de labor, con las que el montador podría empalmar la intrincada red de sogas, escotas y tirantes en el viaje siguiente. Y en el almacén del fabricante de velas, encima del taller de la calle Water, volaban agujas y pasadores sobre las velas que estaban confeccionándose.

Pero en un malecón pasando el astillero de Brand Point, un hombre solitario con su perra contemplaba, melancólico, el ciclo implacable del imperio de la caza de ballenas, que jamás se interrumpía. ¡Caza de ballenas! Apretó los puños.

¡Maldita seas! ¡Por ti he perdido a mi esposa!

Contempló el Omega allá abajo, pensando con dolor si no sería mejor contratarse para hacer otro viaje antes que quedarse allí, a ver que Laura seguía casada con Dan.

Pero luego, con una mueca crispada de decisión, regresó por donde había ido, andando a zancadas por el camino oceánico, mientras las gaviotas chillaban y a través de los velos de la bruma aturdían los martillos a sus espaldas.

«Dan está junto a su escritorio en la oficina, y Laura sola, en la casa».

El largo paso se hizo más largo aún, y a sus talones, la perra rompió a trotar.


Laura Morgan esperaba la llamada, pero cuando oyó golpear, se sobresaltó y apretó una mano contra el corazón.

«¡Vete, Rye! ¡Me da miedo lo que me provocas!»

El golpe sonó de nuevo, y Laura se mordió el labio inferior, que temblaba. Resuelta, avanzó hacia la puerta, pero cuando la abrió, se quedó mirando transfigurada a Rye, que estaba ahí afuera, con el peso ladeado hacia una cadera y las manos metidas dentro de la cinturrilla del pantalón. En su mente bailotearon bandadas de impresiones, demasiado veloces para interpretarlas: se para de una manera diferente; lleva puesto el suéter que le tejí; necesita un corte de pelo; él también ha pasado una noche en vela,

– Hola, Laura.

Aunque no le sonrió, se le veía cómodo, esperando con paciencia en el umbral. Y sucedió lo mismo que pasaba desde que ella tenía catorce años: esa oleada de alegría cada vez que lo veía. Sólo que en ese momento, la cautela la hizo dominarse.

– Hola, Rye.

Resuelta, sujetó el quicio de la puerta.

– Tenía que venir.

En algún recóndito rincón de la mente de Laura se registró la forma de hablar cortada que Rye había adquirido en alta mar, y supo que le añadía magnetismo: era algo que tenía que explorar, pues lo hacía aparecer como un extraño, en cierto modo. Apretó los dedos que sujetaban la puerta, pero su vista permaneció clavada en él.

– Eso me temía.

Rye arrugó el entrecejo al oír su respuesta, y apretó los labios. Una vez más, Laura notó la marca de viruelas en el de arriba, y contuvo con esfuerzo las ganas de tocarlo con la yema de un dedo.

Él la estudiaba como si ella fuese un diamante raro y él un cortador de gemas.

Laura, a su vez, como si esperase oír sonar unas cadenas fantasmales. La bruma de Nantucket formaba un fondo apropiado, como si Rye Dalton levitase, acercándolo a ella, y luego se hubiese quedado en suspenso, esperando a ver qué hacía Laura.

– ¿Puedo entrar?

Qué pregunta tan absurda: ¡esa casa era suya! Fuera, estaba húmedo y frío, y tras ella ardía el fuego. Y sin embargo, aun viendo que Rye tenía las manos metidas dentro de la cinturrilla del pantalón, vacilaba, como si fuese una portera.

Echó una mirada nerviosa a lo largo del sendero de conchillas, y por fin quitó la mano de la puerta.

– Sólo un minuto.

Cuando Rye avanzó, la perra se movió instintivamente junto a él.

– Quédate.

Sólo al oírlo Laura notó la presencia de la perra Labrador, y sonriendo de inmediato, se inclinó para saludarla.

– ¡Ship… oh, Ship… hola, muchacha!

Con un gemido y un meneo de la cola, Ship devolvió el saludo. Laura se acuclilló en la entrada, sujetando la mandíbula inferior de la perra con una mano y rascándole con la otra la coronilla. La falda gris claro se extendió alrededor, tapando las botas de Rye que seguía de pie, contemplando la cabeza de la mujer. Pero fue la perra la que recibió el cariñoso recibimiento.

– Así que, al fin viniste, tonta… y ya era hora. Podrías haber venido a visitarme de vez en cuando… -A continuación, soltó una risilla al recibir un lametón breve de la lengua rosada en su mejilla. Laura se echó atrás, pero la invitó, riéndose-: No hace falta que te quedes afuera, muchacha: tu alfombra todavía está aquí.

Mirándolas, Rye contuvo a duras penas las ganas de atraer a la mujer a sus brazos y exigir la bienvenida que también él merecía.

Laura se levantó y precedió el camino adentro. Cuando la puerta estuvo cerrada, se quedó de cara a ella, mientras que Rye se detuvo dándole la espalda; los dos vieron cómo Ship olfateaba el aire un instante y daba dos vueltas antes de tenderse sobre la alfombra trenzada entre los tobillos de Rye, con un gruñido satisfecho.

Los ojos azules de Rye Dalton salieron al encuentro de los castaños de Laura. La sensación de regreso al hogar fue abrumadora. Ship apoyó el hocico entre las patas con un suspiro, mientras que el amo metió otra vez los dedos dentro de la solapa del pantalón, como si así los sintiera más seguros. Cuando habló, su voz pareció brotar de lo más hondo de su garganta.

– El animal ha recibido una bienvenida más cariñosa que el amo.

Laura dejó caer la vista pero, por desgracia, se posó en las manos del hombre, metidas dentro del pantalón. Sintió un calor que subía hacia sus mejillas.

– Ella… recuerda su antiguo hogar -alcanzó a decir, casi en un susurro.

– Sí.

Pronunció la afirmación de una forma desconocida, que casi no alcanzó a las paredes más alejadas, y Laura siguió luchando contra el apremio de estudiar las diferencias que encontraba en él. Vio que una mano tostada salía de su escondite y se estiraba hacia su codo.

– Rye, no puedes…

– Laura, he estado pensando en ti.

Los dedos de esa mano le rodearon el brazo, pero ella se alejó de su alcance y retrocedió un paso, mientras su mirada volaba hacia la de él.

– ¡No lo hagas!

La mano quedó suspendida en mitad del movimiento en un instante cargado de tensión, y luego quedó colgando a un lado. Rye lanzó un pesado suspiro y, dejando caer la barbilla, fijó la vista en el suelo.

– Temí que dijeras eso.

Laura echó una mirada nerviosa hacia la alcoba, y susurró:

– Está Josh durmiendo la siesta.

Rye alzó la cabeza con brusquedad, y él también miró al otro lado del cuarto. Laura sorprendió la expresión anhelante que apareció en su rostro. Una vez más, los ojos azules escudriñaron los suyos.

– ¿Puedo verlo?

Por un instante, la indecisión asomó a los ojos de la mujer, que se retorcía los dedos, pero al final, respondió:

– Por supuesto.

Entonces, Rye se movió para atravesar la habitación con pasos leves que parecieron llevar siglos hasta que, por fin, se detuvo ante la cama, y escudriñó entre las sombras. Laura se quedó donde estaba siguiéndolo con la vista, viendo cómo hacía una pausa, enganchaba otra vez el pulgar en el borde de los pantalones, y se inclinaba hacia un lado. Por largo rato permaneció en silencio, inmóvil. Luego se estiró hacia el fondo del gabinete para sujetar el reborde de la pequeña manta de Josh entre los dedos índice y medio. El fuego ardía, acogedor. Lo único que se oía era el ruido de un ascua al caer. Un padre contemplaba a su hijo dormido.

Rye… oh, Rye.

El grito estaba encerrado en su garganta, y en sus ojos apareció una expresión dolorosa observando al hombre que se enderezaba lentamente y, con más lentitud aún, giraba la cabeza para mirarla a ella por encima del hombro. La mirada azul se posó en el estómago de Laura, y ella supo entonces que tenía las manos ahí apretadas, como si en ese preciso momento estuviese atrapada en los dolores del parto. Sonrojada, las dejó colgando a los lados.

– ¿Cuándo nació? -preguntó Rye en voz baja.

– En diciembre.

– ¿Qué día?

– El ocho.

Rye acarició otra vez al niño con la mirada, y luego se volvió y avanzó, silencioso pero decidido, hacia la puerta del nuevo dormitorio. Ahí se detuvo otra vez y miró dentro, recorriendo con la vista el interior para luego detenerse en la cama.

Laura sintió que una mezcla extraña de sensaciones le revolvía el estómago: familiaridad, cautela, anhelos. Contempló los hombros anchos de Rye cubiertos por el suéter que ella le había tejido hacía años, y que parecían llenar el hueco de la puerta. Mientras observaba el dormitorio que ella y Dan compartían, Rye daba la impresión de estar relajado y tenso a la vez, y Laura se preguntó si se habría puesto adrede ese suéter. Era asombrosa la forma en que subrayaba su fuerza, y viéndolo con la prenda puesta se sintió atrapada por una súbita oleada de sensualidad, viéndolo girar lentamente hacia ella y caminar sin prisa por el contorno de la sala, mirando los objetos, pasando el dedo por el borde de la repisa, abarcando tanto las cosas nuevas como las conocidas. Cuando llegó de nuevo junto a Laura, se detuvo ante ella con su nueva postura de piernas abiertas, propia de los hombres de mar.

– Cambios -dijo, con voz ahogada.