Porque él planeaba robarle a Anna.

No podía olvidarlo ni por un instante. Como estaba dormido, era el momento perfecto para alertar a Ben Avery. El abogado podría empezar los procedimientos legales para echarlo del apartamento. Aunque Anna se enfadara, Meg necesitaba hacerlo y necesitaba hacerlo inmediatamente. Bajo ningún concepto le permitiría dar un paso fuera de casa con su hija.

Volvió con sigilo a la cocina y levantó el teléfono para llamar al abogado.

De pronto, oyó que algo se movía tras ella y se asustó. Al girarse, vio a Kon frente a ella, de pie entre la cocina y el salón, muy cerca.

¡No se había dormido!

Estuvo a punto de estallar, cuando se dio cuenta de que él la había estado observando todo el tiempo en la habitación de Anna. Sin duda, habría percibido las emociones contradictorias de Meg cuando se acercó a la cama para estudiarlo más de cerca. La idea la puso furiosa.

Tal vez para Anna fuera el príncipe Marzipán, pero para Meg era el mismo demonio, aunque un demonio terriblemente guapo y melancólico. El leve resplandor del árbol de Navidad enfatizaba sus rasgos.

– Quienquiera que sea a quien estás llamando para que me eche de aquí, tendrá que matarme primero. He venido para estar con mi hija. Pero tú eres la madre y tienes la última palabra -su voz pareció apagarse.

Como en un trance, Meg colgó el aparato y lo miró, llena de miedo y tristeza.

– Te has presentado delante de Anna esta tarde como un hecho consumado -dijo con voz entrecortada y lágrimas en los ojos-. ¿Cómo has podido ser tan… imprudente, tan insensible? Lo que le has dicho a Anna ha cambiado nuestras vidas para siempre.

– Eso espero -murmuró él.

Meg apretó los puños.

– ¡No dejaré que te la lleves a Rusia! -gritó-. Haré lo que sea para impedirlo. Lo que sea -advirtió por segunda vez.

– Era previsible que pensaras eso, pero no tengo intención de secuestrarla. Nuestra hija me despreciaría para siempre si la apartara de ti. Y eso no es lo que quiero que sienta por mí mi única hija. Además, mucho me temo que Konstantino Rudenko es persona non grata en la antigua Unión Soviética. Si pudiera ver los bosques de Rusia una vez más… -murmuró con voz tenue-, sería mi última voluntad como hombre libre -esbozó una sonrisa amarga-. No tengo intención de privar a mi hija de su padre. No cuando he pasado solo los últimos seis años, haciendo preparativos para que podamos vivir juntos el resto de nuestras vidas, Meggie.

Capítulo 3

Meggie. Así la llamó él la primera vez que la besó… De pronto, Meg volvió a ser aquella ingenua muchacha de veintitrés años sentada en el asiento delantero del Mercedes negro en el que Kon la llevó, del aeropuerto de Moscú al hotel de San Petersburgo, donde habría de vivir durante los siguientes cuatro meses.

Amaba a Konstantino Rudenko desde mucho antes de viajar a Rusia por segunda vez. Lo comprendió en cuanto volvió a verlo. Aquel sobrio y atractivo agente del KGB debía vigilarla y acompañarla en sus desplazamientos a la escuela. Sus sentimientos hacía él habían ido creciendo desde que la rescató de la prisión en su primer viaje y le regaló aquel precioso libro.

Al igual que entonces, su palabra era ley y todo el mundo saltaba a su más mínima orden. Habló con todos los agentes y le facilitó el caminó a Meg, haciéndola sentirse segura y protegida más que vigilada. Para alegría suya, Meg se enteró de que parte de la labor de Kon era telefonearla a su habitación cada noche, entre las tres y las cuatro de la madrugada, para asegurarse de que no había escapado del hotel.

Meg se moría de impaciencia por que empezaran aquellas llamadas nocturnas. Pero pronto descubrió que tenía una compañera de cuarto, la señora Procter, una mujer de mediana edad que había hecho un master en Lengua Rusa en la Universidad de Illinois. A Meg le fastidió, porque su compañera podría escuchar sus conversaciones telefónicas con el señor Rudenko.

Éste, al igual que el agente asignado a la vigilancia de la señora Procter, la llamaría, le preguntaría muy educadamente si todo iba bien y luego colgaría. Pero Meg no podía permitir que las llamadas acabaran ahí y, las primeras noches, trató de entablar conversación preguntándole sobre la documentación de sus alumnos o sobre cualquier cosa que se le ocurría para prolongar la charla.

Al cabo de unos pocos días, consiguió mantenerlo al teléfono unos quince o veinte minutos, a veces deslizando la conversación hacia lo personal. Así supo que se llamaba Konstantino. Sin embargo, Meg quería mucho más de Kon, como secretamente comenzó a llamarlo, más que una llamada nocturna. Pero para eso necesitaba una intimidad que la presencia de la señora Procter hacía imposible.

Ésta, escandalizada por la conducta de Meg, le expresó su desaprobación sobre lo que llamó su «carácter promiscuo». Meg se dio cuenta muy pronto de que no podía esperar nada más de aquella desabrida mujer.

Sobre todo, Meg no podía soportar que Kon se marchara cada tarde después de dejarla en el hotel, sin quedarse nunca a charlar unos minutos.

Al final de la segunda semana, ansiaba su compañía hasta el punto de que empezó a trazar planes para pasar más tiempo con él. Ese viernes, cuando Kon aparcó delante del hotel, Meg no salió inmediatamente del coche.

Con un nudo en la garganta, se volvió hacia él y miró su pelo ligeramente largo y sus ojos de un azul celeste, unos ojos que nunca revelaban sus pensamientos o sus emociones íntimas.

– Si no le importa, ha… hay algo que necesito discutir con usted. Como los del hotel se enfadan si llego tarde a cenar, esperaba que me acompañara. O, mejor aún -añadió con voz apenas audible-, confiaba en que pudiera llevarme a un restaurante donde podamos hablar en privado. Solo he comido en el hotel y tengo ganas de ver algo más de la ciudad.

Él frunció el ceño.

– ¿Cuál es el problema? -preguntó con tono preocupado, lo que a ella le infundió ánimos.

– Es… es sobre mi habitación.

– ¿No es lo bastante buena?

– No, no es eso. Tal vez sea porque nunca he tenido que compartir mi cuarto, pero me temo que la señora Procter y yo no nos llevamos muy bien. Tenemos edades diferentes y… me preguntaba si puedo tener una habitación para mí sola. No me importa si es pequeña y estaré encantada de pagar más. Solo quiero un poco de intimidad.

«Y la oportunidad de hablar contigo toda la noche, si me dejas», pensó.

Él levantó la cabeza y la observó con expresión seria. Meg habría dado cualquier cosa por saber qué pensaba.

– Venga -dijo él, inesperadamente-. Vamos dentro. Mientras cena, veré qué puedo hacer.

A Meg le dio un vuelco el corazón. Al menos, no había dicho que no. Encantada con semejante progreso, se apresuró a salir del coche y entró en el hotel delante de Kon. Mientras él se acercaba a hablar con el recepcionista, ella subió corriendo a su habitación en el segundo piso para arreglarse.

Estaba tan nerviosa que temblaba. Se pintó los labios y se roció ligeramente con un perfume francés. Luego se puso un vestido de seda de color café, elegante y sobrio. Se cepilló el pelo rubio ceniza, que le caía sobre los hombros, y rezó para que él la encontrara lo bastante guapa como para acompañarla a cenar. Su primera cita…

Pero se le cayó el alma a los pies cuando bajó al vestíbulo y se encontró con el recepcionista, que la informó de que tenía una nueva habitación en el tercer piso y de que podía trasladar sus efectos personales después de la cena.

Aunque agradecida por la ayuda de Kon, no pudo ocultar su decepción. Él se había marchado sin siquiera decirle adiós. Perdió el interés por la cena y volvió a subir las escaleras, dando la espalda a la señora Procter, que estaba sentada en una de las mesas del comedor hablando con otra profesora inglesa. Sin duda, la estaban criticando.

Aliviada por verse libre de aquella mujer, Meg mudó todas sus cosas antes de que la señora Procter se enterara de lo que había pasado y le hiciera un montón de preguntas incómodas.

El interior del moderno y desaseado hotel era gris y anodino, pero su nueva habitación era considerablemente más amplia que la anterior. Tenía un escritorio grande con una lámpara, donde Meg podría trabajar. Una vez más, se sintió conmovida por la consideración de Kon. Apenas podía esperar a que él la llamara esa noche para agradecérselo.

Entonces alguien llamó a la puerta y Meg pensó que sería algún empleado del hotel. Pero, antes de que pudiera alcanzar la puerta, ésta se abrió.

Meg dio un respingo cuando vio a Kon frente a ella. Él nunca había subido antes a su habitación. Se le aceleró el corazón. Sus miradas se encontraron y Meg percibió una vacilación en los ojos de Kon, que la miraba de arriba abajo, haciéndola estremecerse.

Se dio cuenta de que ella no le era indiferente. Pudo verlo, sentirlo.

– ¿Servirá la habitación? -preguntó él, con voz grave.

Meg tuvo dificultad para encontrar las palabras.

– Sí -logró decir-. Es perfecta. Gracias.

Él la miró con los párpados entrecerrados.

– Hay una discoteca no lejos de aquí donde podernos tomar una copa. Así podrá ver algo de la vida nocturna. Puedo concederle una hora, si quiere.

A ella casi no le salieron las palabras.

– Sí.

– Las noches son muy frías. Lleve algo de abrigo.

Casi sin aliento, por las emociones que campaban en su interior, Meg se fue hacia el armario para sacar una gabardina.

– La espero en el coche.

Ella se giró a tiempo para verlo desaparecer bajo la luz desvaída del pasillo. Una discoteca significaba que habría baile. El deseo de tocarlo, de que él la abrazara, creció hasta hacerse casi doloroso.

Meg bajó casi volando los dos tramos de escaleras y atravesó a toda prisa el vestíbulo, no queriendo perder ni un solo minuto. Cuando salió, sus ojos lo buscaron ansiosamente.

Él estaba de pie junto al coche, con las manos meadas en los bolsillos del abrigo. Era evidente que había estado vigilando la entrada, pues, tan pronto como la vio, abrió la puerta del automóvil.

Sin decir una palabra, puso en marcha el motor y se metieron en el tranquilo tráfico nocturno, flanqueados por bicicletas y tranvías. A Meg le encantaba San Petersburgo, llamada «la Venecia del Norte» por sus canales y puentes. Quizá la ciudad le pareció tan hermosa aquella noche porque había estado soñando con el hombre sentado a su lado. Casi no podía creerse que fueran a salir juntos. Si por ella fuera, estarían juntos más de una hora. Mucho más…

Él conocía muy bien la ciudad. Condujo por varias callejuelas, estrechas y tortuosas, antes de detenerse junto a algunos coches caros aparcados al lado de unos edificios antiguos. Rodeó el coche para abrirle la puerta a Meg, algo que siempre hacía. Pero esa vez hubo una sutil diferencia. Esa vez, Meg sintió su mano en la parte de atrás de su cintura mientras entraban en el local. Del edificio salía música de los años sesenta.

Él esbozó una media sonrisa que transformó su austero rostro de agente del KGB en el del hombre increíblemente atractivo con el que ella soñaba.

– ¿Sorprendida?

– Usted sabía que me sorprendería -ella le devolvió la sonrisa, tan enamorada que se sintió tonta.

– No somos tan pesados como la propaganda pretende hacerles creer.

La ayudó a quitarse la gabardina, que le entregó a un empleado, y luego la llevó a través de un bar, muy recargado, hasta otra sala donde había algunas parejas bailando y una orquesta. A Meg, la música la hizo sentirse como si entrara en un club de Nueva York.

Por el rabillo del ojo vio a Kon hacerle una seña al camarero. Éste se acercó y los condujo enseguida a una mesa libre. Kon le dijo algo en voz baja y el hombre se marchó.

Kon le ofreció a Meg una silla y se sentó frente a ella. La contempló con mirada inquisitiva.

– ¿Confía en mí lo bastante como para dejarme que pida algo que creo que le gustará?

Ella lo miró con intensidad.

– Gracias a usted pude salir de aquella horrible celda y volver a mi hogar a tiempo para enterrar a mi padre. Yo le confiaría a usted mi vida -dijo, con total sinceridad.

Por una vez, las palabras de Meg parecieron traspasar el caparazón exterior del agente del KGB y penetrar en el verdadero hombre. Kon guardó silencio, con la mirada sombría.

La banda comenzó a tocar una vieja canción de los Beatles.

– Vamos a bailar -murmuró él.

Meg estaba esperando que lo dijera. Lo siguió por la pista de baile con las piernas temblorosas. Deseaba tanto estar entre sus brazos que casi temía el momento en que él la tocaría y se daría cuenta del efecto que surtía sobre ella.

Tal vez él sabía lo que sentía, porque la mantuvo a una distancia prudencial, sin aprovecharse en ningún momento de su proximidad, ni permitir que ella pensara que su cercanía lo turbaba.