Matthieu acudiría por la mañana para llevarla al aeropuerto. Saldrían a las siete. Carole tenía que facturar antes de las ocho para coger el vuelo a las diez. El neurocirujano que viajaría con ellas había prometido llegar al Ritz a las seis y media para comprobar su estado antes de salir. Se había puesto de acuerdo con Stevie y le dijo que el viaje le entusiasmaba.

Matthieu abandonó por fin la habitación poco después de la una de la mañana. Carole parecía tranquila y contenta mientras se cepillaba los dientes y se ponía el camisón. Estaba ilusionada con la llegada de él a California y todo lo que tenía previsto hacer antes. Tenía muchas esperanzas puestas en las semanas siguientes. Era toda una nueva vida.

A la mañana siguiente, Stevie la despertó a las seis. Carole ya estaba vestida y desayunando cuando llegó el joven médico. Parecía un crío. El día anterior Carole se había despedido de su neuróloga y también le había regalado un reloj Cartier, uno práctico de oro blanco, con segundero. La doctora estaba encantada.

Matthieu llegó a las siete en punto. Como siempre, iba con traje y corbata, y comentó que Carole parecía una chica joven con sus vaqueros y un holgado suéter gris. Quería estar cómoda durante el vuelo. Se había maquillado por si la sorprendían los fotógrafos. Llevaba su pulsera y los diamantes destellaban contra la piel de su brazo. Matthieu lucía orgulloso su reloj nuevo y anunciaba la hora a todo aquel que quisiera escucharle, mientras Carole se reía. Ambos estaban contentos y relajados.

– Estáis muy monos, chicos -comentó Stevie mientras el botones acudía para recoger sus maletas.

Como siempre, Stevie lo tenía todo organizado. Había dejado propinas para el servicio de habitaciones y las camareras, los conserjes que la habían ayudado y dos subdirectores de recepción. Esa era su especialidad. Matthieu se quedó impresionado al ver cómo conducía al médico fuera de la habitación, llevaba el maletín del ordenador y su pesado bolso, se ocupaba de su propio equipaje de mano, despedía a la enfermera y hablaba con los escoltas.

– Es muy buena -le dijo a Carole mientras tomaban el ascensor hasta el vestíbulo.

– Sí que lo es. Lleva quince años trabajando para mí. Volverá conmigo en primavera y, para entonces, puede que se haya casado.

– ¿No le importará a su marido?

– Parece que no. Yo soy parte del trato -aclaró con una sonrisa.

Fueron al aeropuerto en dos coches; Carole en el de Matthieu, y Stevie, el médico y la escolta en la limusina alquilada. Los ya familiares paparazzi hicieron fotos de Carole mientras subía al coche de Matthieu. Ella se detuvo un instante para sonreír y saludar con la mano. Tenía todo el aspecto de una estrella de cine con su brillante sonrisa, su largo cabello rubio y sus pendientes de diamantes. Nadie habría imaginado jamás que había estado herida o enferma. Y Matthieu apenas podía ver la cicatriz mortecina de su mejilla, hábilmente cubierta con maquillaje.

Mientras charlaban de camino al aeropuerto, Carole no pudo evitar acordarse de la última vez que él la acompañó hasta allí, quince años atrás, en una mañana desoladora para ambos. Durante aquel viaje Carole no pudo dejar de sollozar. Entonces creía que nunca volvería a ver a Matthieu. A pesar de las vagas garantías que ella le dio, ambos sabían que no volvería. Esta vez, al llegar al aeropuerto, Carole bajó del coche muy contenta, pasó por los controles de seguridad y fue hasta la sala de espera de primera clase con Matthieu mientras Stevie facturaba las maletas. Air France lo había organizado todo para que Matthieu pasara con Carole, por ser él quien era.

El doctor comprobó con discreción sus constantes vitales media hora antes del vuelo. Eran perfectas. El joven tenía muchas ganas de volar en primera clase.

Cuando anunciaron el vuelo Matthieu la acompañó hasta la puerta de embarque y se quedaron hablando hasta el último momento. Luego, él la estrechó entre sus brazos.

– Esta vez es distinto -dijo Matthieu, reconociendo lo que ella había recordado esa mañana.

– Sí que lo es. Aquel fue uno de los peores días de mi vida -dijo Carole suavemente, mirándole.

Ambos se sentían felices de gozar de aquella segunda oportunidad.

– También de la mía -dijo él, abrazándola con fuerza-. Cuídate cuando vuelvas. No te esfuerces demasiado. No tienes que hacerlo todo a la vez -le recordó.

En los últimos días Carole había empezado a hacer más cosas y a moverse más deprisa. Volvía a ser ella misma.

– El médico dice que estoy perfectamente -replicó ella.

– No tientes a la suerte -la regañó él.

Se acercó Stevie para recordarle a Carole que era hora de subir al avión. Esta asintió y volvió a mirar a Matthieu. Los ojos de él reflejaban la misma alegría que sentía ella.

– Que te diviertas con tus hijos -le dijo él.

– Llamaré en cuanto llegue -prometió ella.

Stevie le había dado a Matthieu los datos del vuelo.

Se besaron, y esta vez no hubo fotógrafos que les interrumpieran. A Carole le costó despegarse de Matthieu. Pocos días antes le asustaba volver a abrirle su corazón y ahora cada vez se sentía más cerca de él. Le entristecía dejarle, pero también se alegraba de volver a Los Ángeles. Había estado a punto de no regresar. Todos eran conscientes de ello mientras ella se apartaba por fin y avanzaba despacio hacia el avión. Carole se detuvo, se dio la vuelta y le miró de nuevo con una amplia sonrisa, que era la que él siempre recordó. Era la sonrisa de estrella con que se desmayaban sus admiradores de todo el mundo. Se quedó mirándole durante unos momentos, dijo en silencio las palabras «je t'aime» y luego, con un gesto de la mano, se volvió y subió al avión. Había sido un viaje milagroso y regresaba a casa, con Matthieu en su corazón. Esta vez esperanzada y no desengañada.

20

Felizmente, el vuelo a Los Ángeles transcurrió sin incidentes. El joven neurocirujano comprobó sus constantes vitales varias veces, pero Carole no tenía problema alguno. Tomó dos comidas y vio una película. Luego convirtió su asiento en una cama y se pasó el resto del viaje durmiendo acurrucada bajo la manta y el edredón. Stevie la despertó antes de que aterrizasen para que pudiera maquillarse y cepillarse los dientes y el pelo. Era muy probable que la prensa estuviese esperándola. La compañía aérea le había ofrecido una silla de ruedas, pero Carole la rehusó. Quería salir por su propio pie. Prefería con mucho la historia de una recuperación milagrosa a regresar como si fuese una inválida. A pesar del largo vuelo, se sentía fuerte por fin, después de todas aquellas semanas. Esa sensación se debía en parte a la ilusión de la nueva esperanza que compartía con Matthieu, aunque sobre todo a un sentimiento de gratitud y paz. No solo había sobrevivido al atentado en el túnel, sino que se había negado a dejarse vencer.

Miró por la ventanilla en silencio y vio los edificios, las piscinas, las vistas y puntos de referencia habituales de Los Ángeles. Vio el cartel de Hollywood, sonrió y echó un vistazo a Stevie. Hubo un momento en que creyó que jamás volvería a ver todo aquello. Cuando el tren de aterrizaje tocó la pista y el avión rodó hasta detenerse, a Carole se le saltaron las lágrimas. Le daba vértigo pensar en todo lo que había ocurrido en los dos últimos meses.

– Bienvenida a casa -dijo Stevie con una amplia sonrisa.

Carole la miró y estuvo a punto de echarse a llorar de alivio. El joven médico estaba exultante de alegría por estar en Los Ángeles. Su hermana acudiría a recogerle y pasarían una semana juntos antes de que él volviese a París.

Carole y sus dos compañeros de viaje fueron de los primeros en desembarcar. Un empleado de Air France les esperaba para pasar con ellos los controles de aduana. Carole no tenía nada que declarar, salvo la pulsera de Matthieu. Al final aceptó que le prestasen una silla de ruedas para la larga caminata hasta inmigración. El trayecto era demasiado largo. Ya habían advertido en la aduana que ella pasaría. Carole tenía preparada la declaración, le dijeron el importe que debía y rellenó un talón en cuestión de minutos. Un funcionario comprobó los pasaportes y les indicó con un gesto que podían pasar.

– Bienvenida, señora Barber -le dijo el funcionario de aduanas con una sonrisa.

Entonces Carole se levantó de la silla de ruedas, por si había fotógrafos esperándola cuando cruzase las puertas. Se alegró de haberlo hecho, porque allí la aguardaba una barrera de reporteros, gritando y llamándola por su nombre mientras los flashes estallaban en su cara. Cuando la divisaron se produjo una verdadera ovación. Radiante y fuerte, Carole saludó con la mano y pasó por su lado con paso firme.

– ¿Cómo te encuentras?… ¿Se te ha curado la cabeza?… ¿Qué ocurrió?… ¿Qué te parece estar de vuelta? -le gritaron.

– ¡Genial! ¡Es genial! -exclamó ella, sonriendo de placer.

Stevie la cogió del brazo y la ayudó a abrirse paso. Los paparazzi la entretuvieron durante más de un cuarto de hora, haciéndole fotografías.

Cuando llegaron a la limusina que las esperaba fuera, Carole parecía cansada. Stevie había contratado a una enfermera para que le hiciese compañía en la casa. Aunque no necesitaba atención médica, no parecía prudente que estuviese sola los primeros días. Carole había sugerido que podían prescindir de ella en cuanto llegasen sus hijos, o al menos cuando apareciese Matthieu. Sencillamente, resultaba reconfortante tener a alguien allí de noche, y Stevie se iba a su propia casa con su hombre, su vida y su cama. Había pasado mucho tiempo fuera y también se alegraba de volver. En particular, dada la proposición de Alan durante su ausencia. Ahora quería celebrarlo con él.

Matthieu fue el primero en telefonear a Carole, justo cuando entraban por la puerta. Llevaba preocupado por ella todo el día y toda la noche. Eran las diez de la noche en París y la una en Los Ángeles.

– ¿Has tenido buen viaje? -preguntó él preocupado-. ¿Cómo te encuentras?

– De maravilla. No ha habido ningún problema, ni siquiera en el despegue y el aterrizaje. El médico se ha pasado el rato comiendo y viendo películas.

A su doctora le preocupaba un poco que los cambios en la presurización pudiesen perjudicarla o le provocasen un intenso dolor de cabeza, pero no había sido así.

– Mejor. De todos modos, me alegro de que haya estado allí -dijo Matthieu, aliviado.

– A mí también me ha tranquilizado -reconoció ella.

– Ya te echo de menos -se quejó él, aunque parecía animado.

Carole también lo estaba. Iban a verse muy pronto y su vida juntos empezaría de nuevo, cualquiera que fuese la forma que adoptase. Carole tenía muchas ilusiones.

– Yo también.

– ¿Qué es lo primero que vas a hacer? -preguntó Matthieu.

Se sentía emocionado. Sabía cuánto significaba para ella estar de regreso después de todo lo que había sufrido.

– No lo sé. Pasear y mirar, y darle gracias a Dios por estar aquí.

El también se sentía agradecido. Recordaba la conmoción sufrida al verla por primera vez, conectada al respirador de La Pitié Salpétrière. Parecía muerta; casi lo estaba. Su recuperación era como volver a nacer. Y ahora, además, se tenían el uno al otro. Aquello era como un sueño para ambos.

– Mi casa está preciosa -dijo Carole, echando un vistazo a su alrededor-. Había olvidado lo fantástica que es.

– Estoy deseando verla.

Colgaron poco después y Stevie la ayudó a instalarse. La enfermera llegó diez minutos más tarde. Era una mujer agradable que se sentía entusiasmada por conocer a Carole. Como todas las demás personas que lo habían leído en la prensa, se había quedado horrorizada por su accidente en Francia y dijo que era un milagro que estuviese viva.

Entonces Carole entró en su habitación y miró a su alrededor. Desde hacía algún tiempo lo recordaba perfectamente. Miró hacia el jardín y luego fue a su despacho y se sentó ante su escritorio. Stevie ya le había instalado el ordenador. La enfermera fue a preparar la comida. Stevie le había pedido a la asistenta que encargase algo de comer. Como de costumbre, había pensado hasta en el último detalle. No había nada que Stevie no hiciera.

Stevie se sentó y comió con ella en la cocina, como hacían con tanta frecuencia. Carole llevaba medio sándwich de pavo cuando empezó a llorar.

– ¿Qué pasa? -preguntó Stevie con ternura, aunque lo sabía.

Era un día cargado de emoción para Carole, e incluso para ella.

– No puedo creer que esté aquí. Nunca pensé que volvería.

Por fin podía reconocer el pánico que había experimentado. Ya no tenía que ser valiente. E incluso una vez que había sobrevivido al atentado, el último terrorista había venido para matarla. Era más de lo que cualquier ser humano debería haber tenido que soportar.