– Me hace usted ver que hay mucho para considerar, amigo -dijo Karl mientras se incorporaba y estiraba todo su cuerpo-. Desde que era chico, me enseñaron lo que está bien y lo que está mal y me advirtieron que la senda es estrecha. Nunca antes tuve que considerar las circunstancias que podrían atenuar una falta. Creo que hoy usted me ayudó a ver las cosas desde otro ángulo. Trataré de hacerlo.

Hizo una pausa y miró hacia la puerta.

– Anna y el niño ya deben de haberse preparado para descansar. Yo haré lo mismo y seguiré pensando.

– Que duermas bien, Karl -deseó el sacerdote.

Karl limpió su pipa y dijo, pensativo:

– ¿Sabe, padre? Anna me aseguró que no había más mentiras y me hizo la promesa de no volver a mentir. Esa promesa ya es algo.

El padre Pierrot sonrió, apoyó una mano en el hombro de Karl Lindstrom y comprendió por qué un hombre de su naturaleza podría sentirse atormentado por la incertidumbre en un momento como éste. La mayoría de los hombres, después de haber vivido dos años en la frontera, no se detendrían a pensar más que en su propia necesidad de una mujer, dentro o fuera de la cama. Pero Karl era un hombre de raras cualidades, de rara honestidad. Anna Reardon sería una mujer afortunada si se casara con un hombre así.


El aula estaba oscura, seca y llena de polvo. Karl encontró su jergón y se acostó de espaldas, con las manos detrás de la cabeza. Pensó en todo lo que el padre Pierrot le había dicho y, por primera vez sin culpa, intentó considerar a Anna como una mujer. Pero no pudo; se encontró pensando en ella como una niña, en cambio. Era alta pero el ser tan delgada le daba un aire inmaduro casi infantil. Por momentos, su cándido temor le hizo pensar en una joven inexperta que tal vez ni siquiera supiera cuáles eran los deberes del lecho conyugal. En cierta medida, esto lo complacía pero también lo asustaba. Una cosa era llevar a la cama a una mujer de veinticinco años que sabía qué esperar. Otra cosa, totalmente distinta, era tener en la cama a una muchacha de diecisiete cuyos ojos brillantes y oscuros quizá lo miraran aterrados al enterarse de lo que se esperaba de ella. Parecía tan frágil, que sus huesitos tal vez se rompieran cuando intentara abrazarla contra su pecho. De sólo pensarlo, sintió un cosquilleo excitante en el vello del pecho.

Se pasó la mano por la camisa deslizándola a lo ancho del pecho. Era un pecho amplio. Tenía los brazos gruesos y musculosos por haber usado el hacha toda su vida. Los muslos eran largos y macizos desde la rodilla hasta las caderas. Tenía el cuerpo grande y musculoso de su padre. Hasta ahora, siempre había dado por sentado lo que las mujeres pensaban de él cuando lo miraban.

Ahora, al pensar en Anna, se le ocurrió por primera vez que para una muchacha quizá su tamaño fuera atemorizante. Tal vez a ella no le gustara. Se dio cuenta, de pronto, de que esa noche se había preocupado con egoísmo sólo por lo que él, Karl, pensaba de ella, Anna. ¿No tendría acaso que haberle dedicado el mismo tiempo a preguntarse qué pensaba ella de él? Claro, le había rogado que no los mandara de vuelta. ¿Sería sólo por temor? Sin dinero y asustada, ¿qué otra cosa podría hacer una joven, si amenazaban con abandonarla en medio del desierto?

Volvió a pensar en su casa de adobe, en la cama que había preparado para ella con la mejor de las intenciones. Trató de imaginarse qué pensaría cuando viera el manojo de trébol oloroso. La incertidumbre hizo que el corazón le latiera con más fuerza. Tal vez había sido una estupidez preparar la cama de manera tan obvia, como si lo único en su mente todos estos meses hubiera sido acostarse con ella. Vería el colchón lleno y mullido, las almohadas recién armadas, el trébol para darle la bienvenida, y se escaparía asustada como un tonto potrillo ante un conejo, sin saber que el conejo no puede ni desea hacerle daño alguno.

“Anna, ¿qué debería hacer contigo? ¿Cómo podría mandarte de vuelta? ¿Cómo pedirte que te quedes? En este caso, ¡cuánto camino para recorrer juntos, cuánto para aprender el uno del otro!”


Despertó por la mañana cuando el sol no era más que una promesa. Era la hora en la que el día no se decide todavía a desplazar a la noche. Una luz pálida entró, furtivamente, a la habitación, sin la fuerza suficiente como para disipar las sombras que caían pesadamente sobre Anna, mientras dormía sobre un costado, frente a Karl. Anna tenía un brazo recogido detrás de la oreja y el mentón apretado sobre su pecho, como el de un niño. La expresión en su rostro era de tal inocencia, que otra vez Karl se preguntó si estaba haciendo lo correcto.

Pero su mente estaba despejada. Había pensado mucho acerca de lo adecuado para los dos; el corazón le decía que juntos, Anna y su hermano y él, podrían lograr que todo funcionara. El casamiento debería hacerles olvidar ese infortunado comienzo. Demandaría paciencia de su parte, y coraje, de parte de ella. Si él estaba dispuesto a perdonar, ella debería actuar con humildad. Cada uno de ellos, estaba seguro, tendría que tener el valor que al otro le faltara porque ésa era la base del matrimonio.

Anna había demostrado hasta ese momento la clase de fortaleza de la que muchas mujeres carecían. El hecho de llegar hasta aquí, afrontándolo todo, con el muchacho por el que era responsable, significaba que tenía determinación. Semejante cualidad era incalculable en ese lugar.

Karl se incorporó sobre el jergón, con la ropa puesta, y se arrodilló al lado de Anna. Nunca antes había despertado a una mujer dormida, salvo a su hermana y a su madre, y se preguntó si sería un gesto demasiado íntimo tocarle el brazo y sacudirlo con suavidad. El brazo, largo y delgado, estaba laxo sobre la piel de búfalo. Pudo distinguir algunas pálidas pecas en el dorso de su mano. A pesar de la tenue luz, notó más pecas danzando sobre el puente de su nariz y por las mejillas. Dormía como un niño, sin saber que la estaba observando, y Karl pensó que, de alguna manera, eso era algo injusto de su parte.

– ¿Anna? -susurró, y vio que sus párpados se movían como si estuviera soñando-. ¿Anna?

Ella abrió los ojos de golpe. En el instante en que se despertó, volvieron a adoptar la expresión de cautela que ya le era familiar a Karl. Lo miró fijo un momento tratando de recobrar sus sentidos. Karl descubrió en su expresión el instante mismo en que el recuerdo afloró y se dio cuenta de quién era ella y de quién era él.

Porque parecía tan joven, tan indefensa y tan cautelosa, le preguntó:

– ¿Sabías que tienes lagañas en los ojos?

Continuó mirándolo, sorprendida, muda. Pestañeó y sintió las lagañas raspando sus párpados; sabía que estaban allí porque había estando llorando esa noche antes de dormirse.

– Es hora de levantarse y lavarse los ojos. Después quiero hablar contigo -dijo Karl.

El muchacho se despertó al oír la voz de Karl, quien se incorporó y dijo:

– Hora de levantarse, muchacho. Deja que tu hermana se despabile.

Karl salió de la habitación.

– ¿Anna? -dijo James, con voz ronca y algo desorientado, también.

Ella se dio vuelta para mirarlo.

– Suenas como una rana esta mañana -bromeó. Pero él no sonreía.

– ¿Dijo lo que había decidido?

– No. Dijo que quiere hablarme. Eso es todo. Va a volver apenas nos dé tiempo para levantarnos.

– Apúrate, entonces, así estamos listos.

Pero aunque James salió corriendo de la habitación, Anna se demoró un momento, pues no se decidía a dejar la tibia protección de las pieles de búfalo, y se preguntaba qué planearía hacer Karl con ella y James.

Pensó en las curiosas palabras que él había usado para despertarla. Eran palabras tiernas, las que se usan con una criatura. Tal vez era un hombre de naturaleza amable, cuyo temperamento se había puesto a prueba ayer al escuchar las revelaciones que ellos le habían hecho. Quizá, si le dieran la oportunidad y el tiempo, Lindstrom sería menos temperamental y exigente; quizá volviera a ser amable como lo había sido hacía un momento. Pero cuando Anna pensó en despertarse en la misma cama que él, donde notaría algo más que las lagañas, se puso a temblar.

Se levantó, trató de alisar las arrugas de su vestido, se lavó la cara y se recogió el pelo. Un golpe a la puerta le indicó que Karl ya estaba de vuelta; Anna se arrodilló para acomodar las pieles de búfalo.

Por lo visto, él se había lavado la cara y se había peinado. Llevaba puesta su pequeña y extraña gorra. Se aproximó a ella, contemplando sus enormes ojos marrones, que tenían esa expresión de asombro cada vez que él estaba cerca.

– ¿Cómo dormiste, Anna?

– Bien… -Pero su voz se quebró, como la de James, y se aclaró la garganta antes de probar otra vez-. Bien. -Sus manos reposaban en las pieles como si se hubiera olvidado de lo que estaba haciendo.

Karl había hecho esa simple pregunta para hacerla sentir más cómoda, pero se dio cuenta de que estaba tensa y temerosa. Le destrozaba el corazón pensar que podría estar así a causa de él. Apoyó una rodilla sobre las pieles que ella estaba doblando.

– Anna, yo no dormí tan bien. Pasé mucho tiempo pensando. ¿Sabes qué descubrí mientras pensaba?

Anna meneó la cabeza, sin decir nada.

– Descubrí que sólo pensaba en mí y en lo que esperaba de una esposa. Con egoísmo, no pensé en lo que tú esperabas de mí. Todo el tiempo pienso en lo que Karl piensa de Anna; nunca en lo que Anna piensa de Karl. Pero eso no está bien, Anna. La de hoy debe ser una decisión que tomemos entre los dos, no yo solo.

Ella estudiaba el brazo dorado que sostenía la rodilla levantada, sabiendo que él estaba estudiando su cara mientras hablaba.

– Volvamos atrás, Anna, ¿sí? Después de convenir en casarnos, decidimos encontrarnos. Y cuando te conozco, todo lo que hago es enojarme contigo porque me mentiste, sin tener en cuenta la razón por la que mentiste. El padre Pierrot me hizo ver que debo comprender tu posición y darme cuenta de que debías salir de Boston, donde las cosas se estaban poniendo muy mal para ti y el muchacho.

Estudió las pecas en sus mejillas y vio asomar el tenue rubor rosado; sintió el latido de su corazón en partes insospechadas de su cuerpo. Deseó que ella levantara los ojos, pues era muy difícil leer sus sentimientos cuando ella evitaba mirarlo.

El corazón de Anna saltaba y rebotaba en su pecho ante este inesperado gesto de ternura y abnegación. Nunca había recibido consideraciones de esa índole. Deseaba encontrarse con la profundidad de sus ojos azules, pero si lo hubiera hecho, se habría puesto a llorar. Sólo podía mirar esa mano fuerte y tostada apoyada en la rodilla mientras seguía hablando.

– Anna, no es demasiado tarde para que te vuelvas atrás. No es demasiado tarde para que cualquiera de los dos cambie de idea. Pensé que, ahora que me conoces, quizá… quizá no desees casarte conmigo. Sabiendo lo joven que eres y cómo tuviste que pensar en alguna salida rápida para seguir viviendo, tú y el muchacho, comprendo que… tal vez pienses que cometiste un error, ahora que conoces a Karl Lindstrom. Creo que debo darte dos opciones, Anna. Primero, prometerte que si quieres regresar, el padre Pierrot y yo encontraremos la forma para que llegues bien a Boston. Sólo si estás muy segura de que no es eso lo que quieres, entonces debo darte la segunda opción: casarte conmigo.

Anna sintió las lágrimas quemar sus pestañas y a punto de estallar.

– Ya le dije… No tengo a nadie a quien recurrir; ningún lugar adonde ir.

Seguía sin mirarlo.

– El padre y yo pensaremos en algo, si es lo que quieres. Algún lugar aquí en Minnesota, donde puedas vivir.

– Su lugar me parece bueno -se animó a decir, algo asustada.

Sí, Anna le temía; lo supo por el temblor en su voz.

– ¿Estás segura?

Asintió, mirando las pieles.

– En ese caso, una chica tiene derecho a decir que ha recibido una verdadera proposición de matrimonio y que ha tomado parte en la decisión, después de haber conocido al novio y no antes.

Ahora sí lo miró. Dirigió los ojos a su cara, tan cerca de la suya. La intensa mirada de Karl no se había apartado de la suya; sólo había estado esperando que ella lo mirara. Esos ojos eran puro azul y miraban con sinceridad. Se preguntó cuántas muchachas lo habrían mirado y habrían sentido lo que ella sentía en ese momento. Hubiera deseado seguir con los dedos la curva de esas cejas tan bien formadas, por encima de las oscuras pestañas. Sin embargo, frenó la tonta compulsión de hacer un gesto tan inesperado, aprisionando en su puño una parte de la piel de búfalo.

– Onnuh… -empezó a decir, y durante ese largo titubeo, antes de que siguiera, Anna habría querido decirle: “Sí, sí. Soy Onnuh ahora, dímelo de nuevo así”. Y como si él hubiera estado escuchando su pensamiento, dijo-: Onnuh, si no soy lo que esperabas, lo comprenderé. Pero si crees que podríamos olvidar este pobre comienzo, te prometo que seré bueno para ti, Onnuh. Me quedaré contigo y con el muchacho.