Sarah Thomson había nacido en Nueva York en 1916; era la más joven de dos hermanas y, aunque quizá menos agraciada, era prima sumamente apreciada y respetada por sus tíos, los Astor y Biddle. Su hermana Jane contrajo matrimonio con un Vanderbilt a la edad de diecinueve años, y Sarah se comprometió con Freddie van Deering dos años más tarde, el día de Acción de Gracias. Por aquel entonces, ella también tenía diecinueve años, y Jane y Peter acababan de tener su primer hijo, James, un niño adorable de rizos dorados.

El compromiso matrimonial de Sarah con Freddie no supuso ninguna sorpresa para su familia, ya que todos conocían a los Van Deering desde hacía años; y aunque conocían menos a Freddie, pues había pasado varios años en un internado, lo habían visto con frecuencia en Nueva York, cuando él estudiaba en Princeton. Se graduó en junio del mismo año en que se comprometieron, y desde aquel solemne acontecimiento destacó por su afición a las fiestas, aunque también encontraba tiempo para cortejar a Sarah. Era un joven inteligente y dinámico, y siempre gastaba bromas a sus amigos, con el firme propósito de que todos, y en especial Sarah, se lo pasaran bien allí donde fueran. Rara vez se le veía serio y siempre solía bromear. A Sarah le fascinaba su galantería y le divertía su buen humor. Era una persona alegre, de conversación agradable, y sus risas y su buen humor acababan por contagiarse. Todos querían a Freddie, y a nadie parecía importarle su falta de ambición para los negocios excepto tal vez al padre de Sarah. Sin embargo, todos sabían muy bien que podría vivir sobradamente de la fortuna familiar aunque no trabajara nunca. Pero el padre de Sarah consideraba necesario que un joven como él entrara en el mundo de los negocios, con independencia de su fortuna o la de sus padres. Él mismo tenía un banco y, justo antes de hacer oficial el compromiso, habló largo y tendido con Freddie acerca de sus planes. Su futuro yerno le aseguró que tenía intención de labrarse un porvenir. De hecho, le habían ofrecido un puesto excelente en J. P. Morgan & Co., en Nueva York, además de otro incluso mejor en el banco de Nueva Inglaterra en Boston. Una vez pasado Año Nuevo, Freddie estaba dispuesto a aceptar uno de los dos; esa decisión agradó sobremanera al señor Thompson, y fue entonces cuando consintió que el noviazgo siguiera adelante.

Ese año, las vacaciones fueron muy divertidas para Sarah. Se celebraron interminables fiestas para festejar su compromiso, y noche tras noche salían, se divertían, se veían con los amigos y bailaban hasta altas horas de la madrugada. Patinaban con despreocupación en Central Park, organizaban comidas, cenas y numerosos bailes. Sarah advirtió que, durante ese período, Freddie parecía haberse aficionado a la bebida, pero por mucha que fuera la cantidad de alcohol ingerida, siempre se mostraba inteligente, educado y extremadamente encantador. Todo el mundo en Nueva York adoraba a Freddie van Deering.

La boda estaba prevista para junio, y ya en primavera Sarah desarrolló una actividad incesante supervisando la lista de boda, y acudiendo a las pruebas para su vestido de novia así como a numerosas fiestas con los amigos. Sentía como si la cabeza le diera vueltas. Durante esos meses, rara vez conseguía estar a solas con Freddie, y daba la impresión de que su única ocasión de encuentro eran las fiestas. Freddie ocupaba el resto del tiempo con sus amigos, quienes lo «preparaban» para el decisivo paso de la vida en matrimonio.

Sarah era consciente de que deberían haber sido momentos de alegría, aunque en realidad no era así, tal y como le confesó a Jane en mayo. Era un verdadero torbellino de acontecimientos, todo parecía fuera de control y ella estaba totalmente agotada. Sarah acabó por llorar una tarde, después de probarse por última vez el vestido de novia, mientras su hermana le entregaba muy dulcemente su pañuelo bordado y le acariciaba con suavidad el pelo largo y oscuro, que le caía por los hombros.

– No pasa nada. Le sucede a todo el mundo antes de casarse. Se supone que todo esto es muy bonito, pero en realidad es muy difícil. Pasan tantas cosas de golpe que no tienes un solo momento de tranquilidad para pensar, sentarte o estar a solas… Yo también lo pasé muy mal antes de mi boda.

– ¿De veras? -preguntó Sarah, volviendo sus enormes ojos grises hacia su hermana mayor, que acababa de cumplir 21 años, y que a sus ojos aparecía infinitamente más juiciosa.

Fue un gran alivio para ella saber que alguien se había sentido igual de nerviosa y confusa antes de casarse.

De lo único que Sarah no tenía duda era del amor que le profesaba a Freddie, de la clase de hombre que era y de la felicidad que experimentarían una vez casados. Lo que sucedía ahora era que habían excesivas diversiones, demasiadas distracciones, fiestas y confusión. A Freddie sólo le preocupaba salir y pasárselo bien. No habían mantenido una conversación seria desde hacía semanas, y él todavía no se había pronunciado sobre sus proyectos profesionales, tan sólo se limitaba a decirle que no se preocupara. No se molestó en aceptar el trabajo del banco a primeros de año porque había tanto que hacer antes de la boda que un empleo hubiera distraído demasiado su atención. Por aquel entonces, Edward Thompson ya tenía una impresión muy desfavorable de los planes de trabajo de Freddie, pero se abstuvo de comentárselo a su hija. Había hablado de ello con su mujer, y Victoria Thompson estaba segura de que después de la boda Freddie sentaría la cabeza. Al fin y al cabo, había estudiado en Princeton.

La boda se celebró en junio, y los minuciosos preparativos valieron la pena. La ceremonia, preciosa, se celebró en la iglesia de Santo Tomás, en la Quinta Avenida, y el banquete se ofreció en el Saint Regis. Asistieron cuatrocientos invitados que se deleitaron con una música maravillosa y una comida que resultó exquisita, y las catorce damas de honor estaban encantadoras con sus vestidos de organdí, de un delicado color melocotón. Sarah llevaba un primoroso vestido de encaje blanco, con una cola de seis metros, y un velo de encaje del mismo color, que había pertenecido a su bisabuela. Estaba realmente arrebatadora. El sol brilló radiante todo el día, y Freddie no podía estar más atractivo. Fue, en todos los sentidos, una boda perfecta.

La luna de miel fue también casi perfecta. A Freddie le habían prestado una casa y un yate en el cabo Cod, y fue allí donde pasaron las primeras cuatro semanas de su matrimonio, completamente solos. Al principio Sarah se mostró un tanto tímida, pero Freddie era amable y atento, y era un placer estar con él. Mantenía a todas horas la compostura, algo inusual en él. Ella descubrió que su marido era un magnífico navegante. Por encima de todo, se sentía feliz al comprobar que ya no bebía como antes, algo que le había venido preocupando desde antes de la boda. Tal y como él le dijo, tan sólo se trataba de momentos de diversión.

La luna de miel fue tan maravillosa que sintieron pesadumbre al tener que volver a Nueva York en julio, pero la gente que les había prestado la casa estaban a punto de regresar de Europa. Sabían que su deber era empezar a organizarse e irse a vivir a su casa, un apartamento que habían encontrado en Nueva York, en la parte residencial de la zona este. De todas maneras, pasarían el verano en Southampton con sus padres, hasta que las reformas en la decoración y otros detalles quedaran listos.

Una vez llegaron a Nueva York, después del día del Trabajo, Freddie no encontraba el momento de ponerse a trabajar. A decir verdad, estaba demasiado ocupado para hacer nada que no fuera ver a los amigos. Y parecía que la bebida volvía a ser una de sus aficiones preferidas. Sarah ya se lo había notado durante el verano, cada noche que él volvía de la ciudad. Y ahora que ya se habían mudado al apartamento, era imposible no darse cuenta. Aparecía borracho cada tarde, tras pasar el día con los amigos. A veces, ni se dignaba aparecer por casa hasta bien entrada la medianoche. En alguna ocasión Freddie la llevó a bailar o a alguna fiesta; él era siempre el centro de atención, el mejor amigo de todo el mundo, porque todos sabían que estar con Freddie van Deering era sinónimo de pasárselo en grande. Todos menos Sarah, que empezó a sentirse desesperadamente infeliz mucho antes de Navidad. Nunca más volvió a mencionar la posibilidad de trabajar, y siempre que Sarah intentaba abordar el tema no recibía de él más que desaires, por mucho tacto que empleara al hacerlo. No quería saber nada que no fuera beber o divertirse.

Al llegar enero, a Jane le extrañó el pálido aspecto de su hermana, y la invitó una tarde a tomar el té para averiguar qué le sucedía.

– Estoy bien -dijo.

Quiso restar importancia a las muestras de preocupación de su hermana pero, una vez servido el té, su cara palideció aún más y no pudo terminar de bebérselo.

– Cariño, ¿qué sucede? ¡Dímelo, te lo ruego! ¡Debes hacerlo!

Jane sabía desde antes de Navidad que algo no iba bien. Sarah nunca estuvo tan reservada como en la cena de Nochebuena en casa de sus padres. Freddie los cautivó a todos en el brindis con aquellos versos dedicados a toda la familia, incluyendo a los criados, que trabajaban en aquella casa desde hacía años, y a Júpiter, el fiel perro de los Thompson, que se mordía la cola mientras los demás aplaudían encantados con el poema. Nadie pareció darse cuenta de que llevaba ya algunas copas más de la cuenta.

– En serio, estoy bien -insistió Sarah.

Y entonces rompió a llorar, refugiándose entre los brazos de su hermana y, entre sollozos, admitió que las cosas no funcionaban bien. Era desgraciada. Freddie nunca estaba en casa, siempre estaba fuera, en compañía de sus amigos. Sin embargo, no comentó su temor de que algunas de aquellas amistades pudieran ser mujeres. Había intentado por todos los medios atraer la atención de su marido para pasar más tiempo juntos, pero él no parecía tener el más mínimo interés. Bebía más que nunca. Se tomaba la primera copa antes del mediodía, incluso a veces nada más levantarse por la mañana, y continuaba insistiendo en que no había motivo de preocupación. La llamaba «su pequeña niña remilgada», y le divertía mostrarse indiferente cuando mostraba inquietud por él. Para colmo de desgracias, acababa de recibir la noticia de que estaba embarazada.

– ¡Pero eso es maravilloso! -exclamó Jane, con satisfacción-. ¡Yo también! -añadió, y a Sarah se le escapó una sonrisa entre las lágrimas, al verse incapaz de explicar a su hermana mayor lo desdichada que se sentía.

Jane llevaba una vida distinta por completo. Su marido era un hombre serio y respetable, feliz de estar casado con una mujer como la suya, mientras que, probablemente, no fuera ése el caso de Freddie van Deering, un hombre encantador, divertido e ingenioso, pero con una manera de ser incapaz de entender el significado de la responsabilidad. Y Sarah empezaba a sospechar que no la tendría nunca. Todo continuaría como hasta entonces. Hasta su padre compartía esa creencia, pero Jane seguía convencida de que todo acabaría por salir bien, especialmente cuando hubiera nacido la criatura. Ambas se dieron cuenta de que sus respectivos embarazos se habían producido exactamente al mismo tiempo (de hecho, era sólo cuestión de días), y esa pequeña coincidencia alegró a Sarah durante unos instantes, antes de volver a su solitario apartamento.

Como era de esperar, Freddie no estaba en casa. No regresó en toda la noche, sino al día siguiente, al mediodía, y le dijo que estaba arrepentido, que la noche anterior había estado jugando al bridge hasta las cuatro de la madrugada, pero que luego no había querido volver a casa por miedo a despertarla.

– ¿Eso es todo cuanto puedes decirme? -inquirió Sarah con vehemencia.

Por primera vez, ella le volvió la espalda, enojada, y él se quedó pasmado ante el tono de sus palabras. Su esposa siempre había tenido un comportamiento muy comedido, pero esta vez parecía estar enfadada de verdad.

– ¿Qué quieres decir con eso? -se extrañó él.

Fue incapaz de decir nada más, y se quedó allí, con la boca abierta, como un pequeño Tom Sawyer, con aquellos ojos tan azules e inocentes abiertos como platos, y su pelo castaño.

– ¿Y tú me lo preguntas? ¿Qué haces tú cada noche fuera de casa hasta las dos de la madrugada? -le espetó con rabia, dolor y decepción.

Él sonrió como un crío, convencido de que podría seguir engañándola durante toda la vida.

– A veces te pones a tomar unas copas y no te das cuenta de la hora. Eso es todo. Y me parece mejor quedarme donde esté que no volver a casa si tú ya estás durmiendo. Ya sabes que no quiero molestarte, Sarah.

– ¡Bueno! ¿Y qué te crees que haces? Siempre te vas con los amigos, y regresas cada noche borracho. Se supone que un marido no debe comportarse así.