Estaba a punto de estallar.

– ¿Ah, no? ¿Piensas por casualidad en tu cuñado, en la gente normal que trata de ser algo en la vida y se empeña en ello con ilusión? Lo siento, querida, pero yo no soy Peter.

– Nunca te he pedido que lo fueras. Lo que me gustaría saber es qué clase de hombre eres tú. ¿Con quién me he casado? Nunca nos vemos como no sea en una fiesta y, entonces, te dedicas a jugar a las cartas con tus amigos, a hablar de vuestras cosas y a beber. Y cuando te marchas por ahí…, ¡sabe Dios a dónde vas! -exclamó con tristeza.

– ¿Acaso preferirías que me quedara contigo en casa?

Parecía como si aquella situación le divirtiera y, por primera vez, Sarah observó algo mezquino y perverso en sus ojos. Pero ella estaba dispuesta a enfrentarse con él, a reprocharle su ritmo de vida, su adicción al alcohol.

– Pues sí, preferiría que te quedaras conmigo en casa. ¿Acaso te parece algo tan difícil de entender?

– No, me parece más bien estúpido. Te casaste conmigo porque yo era una persona con la que todo el mundo se lo pasaba bien, ¿no? Si hubieras querido un tipo aburrido como tu cuñado me imagino que lo habrías encontrado. Pero el caso es que me quisiste a mí. Y ahora quieres convertirme en alguien como él. Pues bien, querida, puedo asegurarte que eso no sucederá nunca.

– ¿Y qué ocurrirá entonces? ¿Te pondrás a trabajar? El año pasado se lo prometiste a mi padre y no lo has hecho.

– No necesito trabajar, Sarah. Empiezas a cansarme. Deberías alegrarte de no estar casada con un hombre que se vea obligado a arrastrarse por ahí buscando un trabajo penoso con el que poder alimentar a los suyos.

– Pues mi padre piensa que te iría muy bien. Y yo también lo creo.

Fue lo más valiente que le había dicho hasta entonces. No en vano se había pasado en vela toda la noche anterior, pensando en lo que le habría de decir cuando regresara. Tan sólo anhelaba que la vida se portara con ella un poco mejor, tener un marido de verdad antes de que naciera la criatura.

– Tu padre pertenece a otra generación, y tú pareces tonta.

Sus ojos tenían un brillo especial.

Al oír estas palabras, pensó que ya debía habérselo figurado desde el momento en que lo vio entrar por la puerta. Había bebido. Sólo era mediodía, pero su embriaguez era evidente. Se lo quedó mirando y sintió asco.

– Quizá sería mejor discutirlo en otro momento.

– Creo que es una buena idea.

Ese mismo día volvió a salir, pero regresó antes de lo habitual. Al día siguiente hizo el esfuerzo de levantarse temprano, y sólo entonces cayó en la cuenta de lo mal que lo estaba pasando su mujer. Incluso llegó a asustarse cuando hablaron del tema durante el desayuno. Todos los días acudía una mujer a limpiar la casa, planchar la ropa y prepararles la comida si era necesario. Por lo general, a Sarah le gustaba cocinar, pero desde hacía un mes se le habían quitado todas las ganas, aunque, después de todo, Freddie no había tenido ocasión de notarlo.

– ¿Te pasa algo? ¿Estás enferma? ¿Crees que habría que ir al médico? -preguntó preocupado, mientras la observaba por encima del periódico.

Esa misma mañana la había oído vomitar, y se preguntaba si podía deberse a algo que hubiera comido.

– He ido al médico -respondió con tranquilidad.

Lo miró fijamente, pero él ya había apartado la mirada, como si hubiera olvidado su pregunta.

– ¿Cómo dices? Ah, bueno… vale. ¿Y qué te ha dicho? ¿Gripe? Deberías cuidarte, ya sabes que este tiempo es muy propicio. La madre de Parker lo pasó fatal la semana pasada.

– No creo que se trate de eso.

Sarah sonrió levemente mientras él volvía la atención al periódico. Tras un largo silencio, la miró de nuevo, sin recordar lo que estaban hablando.

– Vaya revuelo que se ha armado en Inglaterra con la abdicación de Eduardo VIII para poder casarse con esa tal Simpson. Debe de haber algo raro de por medio para que esa mujer le haya arrastrado a hacer una cosa así.

– Es muy triste -opinó Sarah, muy seria-. Ese hombre ha sufrido tanto… ¿Cómo puede una mujer destrozarle la vida de esa manera? ¿Qué clase de vida les espera?

– A lo mejor una muy picante -apuntó él, esbozando una sonrisa.

Se mostraba más simpático que nunca, para mayor desesperación de Sarah, que ya no sabía si lo amaba o lo odiaba. Su vida se había convertido en una pesadilla. Quizá Jane tenía razón, quizá todo se arreglase después de nacer la criatura.

– Voy a tener un niño.

Fue casi un susurro y, por un momento, pareció como si él no la hubiera oído. Entonces se giró hacia ella, se puso en pie y la miró como deseando que todo fuera una broma.

– ¿Hablas en serio?

Saltándosele las lágrimas, Sarah asintió con la cabeza, incapaz de articular palabra. En cierto modo, habérselo dicho era un consuelo. Lo sabía desde antes de Navidad, pero no había tenido el valor de contárselo. Necesitaba todo su cariño, un momento de tranquilidad y felicidad entre los dos, algo que no sucedía desde su luna de miel en el cabo Cod, y de eso hacía ya siete meses.

– Sí, hablo en serio.

Al contemplar sus ojos, Freddie supo que no mentía.

– Lo que me faltaba. ¿No te parece que es un poco pronto? Yo creía que tomabas precauciones.

Parecía molesto y nada entusiasmado con la noticia. Ella sintió que algo espeso le recorría la garganta, y rogó a Dios no hacer el ridículo delante de su marido.

– Yo también lo creía así -dijo entre sollozos.

Freddie se le acercó y le acarició el cabello, como a una hermana pequeña.

– No te preocupes más, todo saldrá bien. ¿Cuándo será el acontecimiento?

– En agosto.

Se esforzó por no llorar, pero era difícil controlarse. Por lo menos no estaba furioso, tan sólo contrariado. Al fin y al cabo, ella tampoco se había emocionado al enterarse. En esto no diferían mucho. Pero estaban tan poco tiempo juntos, hablaban tan poco, disfrutaban de tan poco calor de hogar.

– Peter y Jane también van a tener uno.

– Mejor para ellos -atajó con un deje de sarcasmo, pensando en qué iba a hacer con su mujer.

Para él, el matrimonio había llegado a convertirse en una carga mucho más inaguantable de lo que cabía esperar. Tenía una esposa que se pasaba la vida en casa, a la espera de que él regresara para atraparlo. Al bajar la mirada se encontró a una madre joven, más desconsolada y angustiada que nunca.

– Para nosotros no lo es tanto, ¿verdad?

Se le escaparon dos lágrimas, que le recorrieron lentamente las mejillas.

– El panorama no es muy halagüeño. Aunque no sé cómo lo llamarías tú.

Sarah hizo un gesto con la cabeza, y él salió de la habitación. No se volvieron a hablar hasta media hora más tarde, cuando Freddie se aprestaba a salir. Había quedado para comer con los amigos aunque no comentó a qué hora volvería. De hecho, nunca lo hacía. Sarah se pasó toda la noche llorando, hasta que apareció él, a las ocho de la mañana. Se hallaba inmerso en tal estado de embriaguez que no pudo ni llegar hasta el dormitorio, pues tropezó con el sofá de la salita. Ella le oyó entrar, pero lo encontró completamente inconsciente.

Al cabo de un mes, todavía estaba afectado por la noticia. El matrimonio era algo que le aterrorizaba, pero la idea de tener un hijo le hacía sentir verdadero pavor. Peter conversó con Sarah un día en que ella acudió a casa de sus cuñados a cenar. Ellos ya sabían que no era feliz en su matrimonio. Nadie más lo sabía, pero ella confiaba en ambos desde que le confesó a su hermana lo del embarazo.

– Algunos hombres sienten terror ante este tipo de responsabilidades. Eso quiere decir que todavía han de madurar. Confieso que, al principio, a mí me pasó lo mismo -dijo, al tiempo que miraba a Sarah con ternura-. Ya sé que la sensatez no es la mejor cualidad de Freddie, pero con el tiempo quizá se dé cuenta de que ser padre no es ninguna cosa horrible que te prive de libertad. Los crios son mucho más llevaderos cuando todavía son pequeños. Pero es posible que pases momentos muy duros hasta que lo tengas.

Peter trataba de ser benévolo con Sarah, con todo y que solía decirle a su mujer que Freddie era un verdadero malnacido. Sin embargo, no quiso decirle a su cuñada lo que pensaba. Prefirió ofrecerle todo su apoyo.

Pero tampoco eso logró animarla mucho. El comportamiento de Freddie y su afición a la bebida no hicieron sino empeorar. Sarah necesitaba toda la ayuda que le prestaba Jane para soportarlo. Un día, se la llevó de compras. Al llegar a Bonwit Teller, en la Quinta Avenida, Sarah palideció de repente, dió un traspiés, y cayó sobre los brazos de su hermana.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Jane, asustada.

– Nada…, estoy bien. No sé qué me ha ocurrido.

Había sentido un dolor terrible, pero ya se le había pasado.

– ¿Qué tal si nos sentamos?

Jane se apresuró a pedir a alguien una silla y un vaso de agua, en el momento en que Sarah le apretó de nuevo la mano. Unas gotas de sudor descendían por la frente, y su cara adquirió un color verde grisáceo.

– Lo siento mucho, Jane, no me encuentro nada bien…

Apenas hubo dicho esto, se desmayó. La ambulancia se presentó en seguida, y se la llevaron con presteza en una camilla. Jane pidió que le dejaran llamar a su marido, y a su madre, que poco después acudieron al hospital. Peter se mostró preocupado, sobre todo por Jane, a quien abrazó estrechamente, intentando consolarla, mientras la madre entraba a ver a Sarah. La visitó durante largo rato y, al salir, se quedó mirando a su hija mayor sin poder contener las lágrimas.

– ¿Cómo está? ¿Se encuentra bien? -preguntó Jane, nerviosa.

Su madre, demostrando serenidad, asintió con la cabeza y se sentó. Siempre había sido una madre excelente para las dos. Era una persona tranquila, modesta, con buen gusto, convicciones firmes y unos valores morales que ambas hijas compartían, aunque las juiciosas lecciones que les había inculcado no le servían a Sarah de gran ayuda con Freddie.

– Se pondrá bien -dijo Victoria Thompson, a la vez que tendía sus manos a Peter y a Jane y éstos se las apretaron con fuerza-. Ha perdido el niño…, pero todavía es muy joven.

Victoria Thompson también perdió un hijo, antes de traer al mundo a Jane y a Sarah, pero nunca había compartido con sus hijas ese doloroso pesar. Ahora se lo acababa de confesar a Sarah, en un intento de reconfortarla.

– Algún día podrá tener otro -añadió con un tono de tristeza.

Lo que a decir verdad le preocupaba era lo que Sarah le había contado de su matrimonio con Freddie. A lágrima viva, su hija insistió en que la culpa era sólo suya. Le contó que la noche anterior tuvo que cambiar un mueble de sitio, pues Freddie nunca estaba en casa para ayudar. Y después, le explicó toda la historia: el poco tiempo que pasaban juntos, cómo bebía, lo desdichada que se sentía con él y todo lo referente al drama de su embarazo.

Transcurrirían varias horas antes de que los médicos les permitieran visitarla de nuevo, así que Peter regresó a la oficina, e hizo prometer a Jane volver al mediodía a casa para poder descansar y recuperarse de la inquietud que experimentaba. Después de todo, ella también esperaba un hijo, y con una desgracia ya era bastante.

Intentaron encontrar a Freddie, pero había salido, como de costumbre, y nadie sabía dónde estaba ni a qué hora volvería. A la criada también le había afectado mucho el accidente de la señora Van Deering, y prometió dar cuenta de lo sucedido al señor para que llamara al hospital o se presentara a la mayor brevedad, algo que, como ya sabían todos, era bastante improbable.

Cuando pudieron visitarla otra vez, Sarah seguía sollozando.

– Toda la culpa es mía… -se lamentaba sin cesar-. No lo deseaba lo suficiente… Me sentía desconsolada porque Freddie se disgustó al saberlo, y ahora…

Al ver que no reaccionaba, la madre la tomó entre sus brazos. Las tres mujeres no hacían más que llorar, y finalmente tuvieron que calmar a Sarah con un sedante. Como debía permanecer ingresada durante algunos días, Victoria avisó a las enfermeras que esa noche se quedaría con su hija. Tras enviar a casa a Jane en un taxi, habló largo rato por teléfono con su marido, desde el vestíbulo.

Cuando Freddie regresó a casa, le sorprendió encontrar a su suegro, que le esperaba en la sala de estar. Por fortuna, había bebido menos de lo habitual, por lo que estaba sobrio, algo sorprendente si tenemos en cuenta que ya pasaba de medianoche. La velada estaba siendo de lo más aburrida, por lo que decidió volver pronto a casa.

– ¡Cielo Santo! ¿Qué…, qué hace usted aquí?