Al cabo de una semana en casa, el aspecto de Sarah era mucho más saludable. Hacía ya una vida casi completamente normal, y un día quedó en ir a comer con su madre y con su hermana. Parecía estar bien, aunque ellas sabían que aún no se encontraba recuperada por completo.

Las tres se encontraron en casa de Jane, y su madre le preguntó por Freddie con fingida naturalidad. Sentía inquietud por todo lo que Sarah le había contado en el hospital.

– Freddie está bien -contestó Sarah, con la misma aparente naturalidad.

Como siempre, no comentó nada sobre las largas noches que pasaba sola, ni sobre el lamentable estado en que su marido regresaba siempre a casa. A decir verdad, ni siquiera hablaba del tema con él. Había aceptado su destino, y tomó la determinación de continuar su matrimonio con Freddie. Hacer cualquier otra cosa le habría resultado poco menos que humillante.

Freddie también percibió que algo en ella había cambiado, que se mostraba especialmente sumisa, como si se resignara a su detestable comportamiento. Parecía como si la pérdida del hijo se hubiera llevado consigo algo de ella. Pero eso no le inquietaba, al contrario, se limitaba a sacar provecho de la actitud aparentemente sumisa de su mujer. Entraba y salía a su antojo, y apenas se veían. Además, le era indiferente que la gente estuviera al corriente de sus devaneos con otras mujeres, y bebía desde que se levantaba hasta que caía inconsciente, ya fuera en su cama o en cualquier otra.

Para Sarah fue una época increíblemente desdichada, pero parecía decidida a aceptarlo. Transcurrieron los meses, inmersa en la soledad y un sufrimiento que no compartía con nadie. Su hermana se enfadaba con ella cada vez que se veían. Por eso, Sarah comenzó a dejar de verla. Poco a poco se desarrolló en ella una especie de insensibilidad, de vacío, y sus ojos revelaban una callada angustia. Jane estaba muy preocupada porque su hermana había adelgazado en exceso desde que tuvo el aborto, pero le daba la impresión de que hacía todo lo posible por evitarla.

– Sarah, ¿qué te sucede? -se decidió a preguntarle un día, a finales de mayo.

Por entonces ella ya estaba en su sexto mes de embarazo y hacía mucho tiempo que no se veían, porque Sarah no soportaba ver a su hermana embarazada.

– Nada. Estoy bien.

– ¡No digas que estás bien! Eres otra persona. ¿Qué te está haciendo tu marido? ¿Qué ocurre entre vosotros?

Jane se ponía enferma sólo con mirarla. Había notado lo incómoda que se sentía su hermana cada vez que la visitaba, y por eso casi nunca había tratado de sonsacarla. Pero ya no estaba dispuesta a abandonarla por más tiempo a su propia suerte. Le empezaba a inquietar terriblemente que pudiera perder el juicio si continuaba junto a Freddie, y por eso se decidió a hablarle con franqueza.

– No seas tonta. Estoy bien.

– ¿Van ahora las cosas mejor que antes?

– Supongo que sí.

Su evasiva fue premeditada, y su hermana se dio cuenta al instante.

Desde el aborto, Sarah nunca había estado tan delgada y tan pálida. Se encontraba sumida en una profunda depresión, y lo peor de todo es que nadie lo sabía. Se apresuraba a decir a todo el mundo que las cosas se habían arreglado, que Freddie se portaba bien. Incluso les dijo a sus padres que su marido estaba buscando trabajo. Siempre la misma cantinela, pero ya nadie estaba dispuesto a creerla, ni siquiera ella misma.

Para celebrar su primer aniversario de boda sus padres consintieron tácitamente en alimentar más la farsa, y organizaron en su honor una pequeña fiesta en la casa de Southampton.

Al principio, Sarah había tratado de disuadirlos, pero al final le resultó más fácil llevarles la corriente. De hecho, hasta le pareció una gran idea. Freddie le prometió asistir; deseaba disfrutar de toda una semana en Southampton y llevarse consigo media docena de amigos. La casa era realmente espaciosa, y cuando Sarah le pidió a su madre su aprobación, ésta le contestó que los amigos de Freddie serían bien recibidos. Más tarde se lo comunicó a su marido, aunque advirtiéndole que se comportaran debidamente, porque no deseaba que se produjera ninguna situación embarazosa con sus padres.

– Qué cosas tienes, Sarah -le reprendió. En los dos últimos meses se venía mostrado más desconsiderado. Ella ignoraba si se debía a la desmesurada cantidad de alcohol que ingería o si era simplemente que había llegado a odiarla-. Tú me odias, ¿verdad?

– No seas ridículo. Lo único que pretendo es que tus amigos sepan comportarse en casa de mis padres.

– Siempre tan meticulosa y remilgadita. Pobrecita ella, tiene miedo de que no sepamos comportarnos delante de sus papás.

Sarah estuvo a punto de decirle que era el único sitio en que sabía portarse correctamente, pero se contuvo. Se resignaba a lo que la vida le había deparado, pese a la certeza de que junto a él siempre sería desdichada. Casi con seguridad nunca esperarían otro hijo, pero eso ya no le importaba. Ni eso ni nada. Se limitaba a dejar transcurrir el tiempo, hasta que un día le tocara morir y todo acabara. Nunca consideró la posibilidad de divorciarse, o en todo caso lo pensó de una manera muy difusa. Nadie de su familia se había divorciado nunca, y ni en sus pesadillas más angustiosas albergó la idea de ser la primera. Se habría muerto de vergüenza, igual que sus padres.

– Descuida, Sarah, sabremos comportarnos. Pero hazme un favor. No hagas que mis amigos se sientan incómodos con tus caras largas. Serías capaz de arruinar cualquier fiesta.

Precisamente fue al casarse y abortar el hijo que esperaba, cuando empezó a palidecer, a perder toda su vida, su alegría de vivir. De niña siempre fue una persona dinámica y vivaz, y con el tiempo se había convertido en un cuerpo errante. Jane lo comentaba algunas veces, pero tanto Peter como sus padres le dijeron que no se preocupara, que Sarah se pondría bien. Eso, sin embargo, no era más que lo que ellos querían creer.

Dos días antes de la fiesta de los Thompson, el duque de Windsor se casó con Wallis Simpson. La ceremonia se celebró en el Château de Candé, en Francia, en medio de la vorágine de la prensa y toda la atención internacional. A Sarah esta celebración le pareció penosa y de mal gusto. De pronto, su mente se olvidó de los Windsor y volvió a la celebración de su aniversario.

Peter, Jane y el pequeño James decidieron pasar el fin de semana en Southampton para participar en el gran acontecimiento. La casa estaba preciosa, con flores por todas partes, y se instaló un entoldado en el jardín, encarado hacia el mar. Los Thompson prepararon una gran fiesta. La noche del viernes se dispuso que los jóvenes salieran con sus amigos, por lo que pasaron la noche en Canoe Place, en medio de charlas, bailes y risas. No faltó ni siquiera Jane, que ya se encontraba en un estado de gestación muy avanzado, y Sarah, que se sentía como si no se hubiera reído durante años. Además, Freddie bailó con ella, y por un segundo pareció como si la fuera a besar. Al final, Peter, Jane, Sarah y algunos más regresaron a casa, mientras Freddie y sus amigos seguían deambulando en busca de jarana. Esto desconsoló a Sarah, pero no comentó nada en el camino de vuelta con Peter y Jane. Su hermana y su cuñado, debido al chispeante estado de alegría en que se encontraban, ni siquiera notaron su mutismo.

El día siguiente amaneció claro y soleado. Al atardecer, bajo una preciosa puesta de sol sobre Long Island, la banda de música empezó a tocar y los Thompson se dispusieron a saludar a los invitados. Sarah se había puesto un espléndido vestido blanco que realzaba su figura; parecía una joven diosa. Llevaba el pelo sujeto en un elegante moño, y se movía con tanta gracia mientras saludaba a los invitados y a sus padres que todo el mundo coincidía en comentar lo mucho que había madurado en un sólo año y lo hermosa que estaba, más incluso que el día de su boda. Contrastaba en gran manera con la evidente obesidad de su hermana, que ofrecía una conmovedora imagen maternal, enfundada en un vestido de seda color turquesa que cubría toda su voluminosidad, pero carecer de figura no era una cosa que a Jane le preocupara demasiado.

– Mi madre me ha preguntado si quería ponerme el entoldado, pero este color me gusta más -bromeó con un viejo amigo.

Al pasar junto a ella, Sarah esbozó una sonrisa. Estaba tan guapa y parecía tan feliz… Hacía tiempo que no la veía así. Pero Jane sospechaba que algo no iba bien.

– Qué delgada te has quedado Sarah.

– Estuve…, estuve algo enferma a principios de año.

Desde el aborto había perdido más peso incluso y, aunque nunca quiso admitirlo, se sentía culpable y terriblemente afligida por la pérdida de su hijo.

– Qué, ¿todavía no buscáis el bebé? -le preguntaban una y otra vez-. ¡A ver si os espabiláis!

Se limitaba a sonreír. Al cabo de una hora, se dio cuenta de pronto de que aún no había visto a Freddie. La última vez que lo había visto rondaba por la barra del bar junto con sus amigos; desde entonces, le había perdido la pista, dedicándose a saludar a los invitados, en compañía de su padre. Al preguntarle al mayordomo, éste le contestó que el señor Van Deering se había marchado en coche con algunos amigos, en dirección a Southampton.

– Seguramente habrán ido a comprar algo, señorita Sarah -añadió en tono amable.

– Gracias, Charles.

Estaba de mayordomo en la casa desde hacía años, e incluso pasaba allí los inviernos, cuando todos volvían a la ciudad. Le conocía desde que era una niña, y le tenía un cariño muy especial.

A Sarah comenzó a inquietarle lo que Freddie pudiera estar haciendo. Sin duda, él y sus amigos habrían ido a parar a algún bar de Hampton Bays para tomarse rápidamente unas cuantas copas bien cargadas antes de volver a la fiesta. Lo que en rigor le preocupaba era el estado en que podrían regresar, o que alguien notara su ausencia.

– ¿Dónde está ese apuesto marido tuyo? -le preguntó una antigua amiga de su madre.

Ella le contestó que bajaría en un minuto, que había ido un momento a traerle un chal para ponérselo por encima. La amiga consideró muy cortés el detalle.

– ¿Ocurre algo? -inquirió su hermana con cautela.

La había estado observando durante la última media hora y la conocía demasiado bien como para dejarse convencer por su sonrisa.

– No. ¿Por qué?

– Parece como si te hubieran metido una serpiente en el bolso. -La comparación hizo que a Sarah se le escapara la risa. Por un instante le hizo volver a su infancia, y casi se olvidó de que su hermana estaba embarazada. Dentro de apenas dos meses le resultaría muy difícil soportar el ver a su hermana con el bebé, sabiendo que el suyo se había marchado para siempre, y que tal vez nunca tendría hijos. Ella y Freddie no habían hecho el amor desde el accidente-. A ver, ¿dónde está la serpiente? -preguntó Jane.

– Pues, se me ha escapado.

Las dos hermanas rieron al unísono por primera vez en mucho tiempo.

– No me refería a eso…, pero hay que reconocer que ha sido muy oportuno. Dime, ¿con quién se ha ido?

– No lo sé. Pero Charles me ha dicho que se fueron a la ciudad hace media hora.

– ¿Y eso por qué?

Jane la miró con preocupación. Cuántos quebraderos de cabeza le debía dar su marido, más de los que podían imaginar, si no era capaz de guardar las formas ni una sola tarde en casa de sus suegros.

– Habrán tenido algún contratiempo. Con la bebida, seguro. Necesitan cantidades ingentes. De todas maneras, aguantará bien…, hasta más tarde.

– A mamá le hará mucha gracia cuando lo sepa.

Jane sonrió mientras permanecían juntas observando a la multitud. Parecía que la gente se lo estaba pasando bien, aunque obviamente no era ése el caso de Sarah.

– Pues papá lo va a encontrar aún más gracioso. -Ambas rieron de nuevo, y Sarah, tras un hondo suspiro, miró a su hermana-. Siento haberme portado así contigo durante estos últimos meses. Es sólo que…, no sé…, es muy duro para mí pensar que vas a tener otro niño…

Se le escaparon unos gimoteos, sin dejar de mirarla, y su hermana le tendió el brazo para consolarla.

– Ya lo sé. Y no has conseguido otra cosa que preocuparme todavía más. Cómo me gustaría poder hacer algo para que fueras feliz.

– Estoy bien.

– Te está creciendo la nariz, Pinocho.

– Oh, cállate.

Sarah sonrió de nuevo, y juntas volvieron a perderse entre los invitados. A la hora de la cena, que se celebraba en el jardín, Freddie todavía no había regresado. Al sentarse a la mesa en los lugares asignados y ver que el asiento de honor de Freddie, a la derecha de su suegra, estaba vacío, los invitados notaron en seguida su ausencia y la de sus amigos. Pero antes de que nadie pudiera hacer comentario alguno, o que la señora Thompson tuviera ocasión de preguntar a Sarah adónde había ido su yerno, se oyó un estruendo de bocinas. Eran Freddie y cuatro de sus amigos, que cruzaban el césped de modo temerario con su lujoso automóvil, entre gritos y carcajadas. Se detuvieron justo al lado de las mesas, ante la mirada estupefacta de todos, y se apearon del descapotable. Traían consigo a tres chicas de la ciudad, una de las cuales se mostraba especialmente cariñosa con Freddie. Al acercarse, los comensales pudieron apreciar que no se trataba exactamente de unas amigas, sino de mujeres que vendían su compañía.