Los cinco jóvenes estaban sumidos en un lamentable estado de embriaguez, y era evidente que aquella acrobática maniobra les pareció la más divertida de cuantas habían realizado. No era el caso de las chicas, que contemplaron un tanto acobardadas a toda aquella gente engalanada y a todas luces perpleja que les rodeaba. La que iba con Freddie se apresuró a convencerle de que las llevaran de vuelta a la ciudad, pero ya era demasiado tarde. A todo esto un grupo de camareros trataba de llevarse el coche de allí, y Charles, el mayordomo, intentaba hacer desaparecer a las chicas. Freddie y sus amigos deambularon sin rumbo, tropezando con todo, intentando sortear sin éxito a los invitados, y provocando todo tipo de situaciones embarazosas. Freddie era el peor de todos. No quería permitir que se llevaran a la chica que le acompañaba. Sarah, aturdida, se levantó de la mesa y fijó la mirada en él, recordando con lágrimas en los ojos el día de su boda, hacía tan sólo un año. ¡Cuántas esperanzas albergó entonces en un matrimonio que se habría de convertir en una pesadilla! Aquella desconocida no era más que el símbolo de todos los horrores vividos durante el año anterior. De pronto, mientras lo seguía observando angustiada y silenciosa, tuvo la sensación de que todo era irreal, como si se tratara de una horrible película. Lo peor de todo era que a ella le había tocado interpretar uno de los papeles.

– ¿Qué pasa… cariño? -le preguntó Freddie desde el otro lado de las mesas-. ¿No quieres conocer a mi bomboncito? -La visión del semblante descompuesto de su mujer le produjo risa. En ese momento, Victoria Thompson cruzó el césped en busca de su hijo menor, que se había quedado helado, paralizado por la impresión, como fuera de sí-. Sheila -continuó gritando-, ésta es mi mujer…, y ésos son sus padres -dijo, con un ceremonioso ademán.

Era el centro de todas las miradas. En ese momento, entre el señor Thompson y dos camareros se llevaron por la fuerza a Freddie y a su amiga, mientras un ejército de camareros expulsaba al resto de los compinches.

Freddie reaccionó con un poco de violencia cuando su suegro lo condujo hasta un pequeño cobertizo de la playa que utilizaban como vestuario.

– ¿Qué pasa, señor Thompson? ¿Acaso no es mi fiesta?

– No, a decir verdad, no lo es. Nunca lo debería haber sido. Te debimos echar de la familia hace meses. Pero te aseguro, Frederick, que me voy a ocupar de eso en seguida. Por lo pronto, ya te estás marchando de aquí. Enviaremos tus cosas la semana que viene, y tendrás noticias de mis abogados el lunes a primera hora. No volverás a torturar a mi hija. Y por favor, no vuelvas por el apartamento. ¿Ha quedado claro?

La voz de Edward Thompson retumbó en el pequeño cobertizo, pero Freddie estaba demasiado borracho como para asustarse.

– Me…, me parece que papá Thompson se ha disgustado un poquitín. No me dirá usted que de tanto en tanto no se ve con alguna jovencita. Vamos, señor… Estoy dispuesto a prestarle ésta.

Abrió la puerta, y ambos vieron que la chica permanecía fuera, esperando a Freddie.

Edward Thompson cogió a Freddie por las solapas con tanta rabia que casi lo tiró al suelo.

– ¡Si te vuelvo a ver, asquerosa rata inmunda, te mato! ¡Ahora lárgate de aquí, y mantente alejado de Sarah! -gritó frenético.

La mujer se estremeció al verlos forcejear.

– Está bien, ya me voy.

Sin poder disimular su embriaguez, Freddie le ofreció el brazo a la prostituta y, cinco minutos más tarde, tanto él como sus amigos desaparecieron de la fiesta. Sarah había subido llorando a su habitación en compañía de su hermana Jane, a quien insistía que era mejor así, que todo había sido una pesadilla desde el principio, que quizá la culpa era suya por haber perdido el niño, porque a lo mejor eso lo habría cambiado todo. Algunas de las cosas que decía tenían sentido y otras no, pero era evidente que le surgían de lo más profundo de su alma. Mientras seguía refugiada en el regazo de su hermana mayor, su madre subió un momento para ver cómo se encontraba, pero tuvo que bajar de nuevo para atender a los invitados, aunque se sintió aliviada al comprobar que Jane se hacía cargo de ella. La fiesta había resultado un estrepitoso fracaso.

La velada se le hizo eterna a todo el mundo, a pesar de que los invitados supieron disimular en todo momento. Cenaron tan rápido como les fue posible; bailaron por educación unas cuantas piezas; todos fueron muy considerados al olvidar lo sucedido, y se marcharon temprano. A las diez ya no quedaba nadie y Sarah seguía llorando en su habitación.

La mañana siguiente fue un tanto tensa en casa de los Thompson. Toda la familia se reunió en el salón, donde Edward Thompson explicó con entereza a su hija lo que le había dicho a Freddie la noche anterior.

– La decisión es tuya, Sarah -le dijo con evidente frustración-, pero quisiera que te divorciaras de él.

– Padre, no puedo…, sería terrible para toda la familia.

Los miró a todos, temerosa de la desdicha y la vergüenza que les acarrearía.

– Si vuelves con él será mucho peor para ti. Ahora me doy perfecta cuenta de todo lo que has pasado. -Mientras exponía esto, casi se alegró al pensar que ella había perdido el niño. La miró con tristeza-. Sarah, ¿tú le amas?

Titubeó un momento, bajó la mirada hacia las manos, que mantenía firmemente apoyadas en las rodillas y musitó:

– Ni siquiera sé por qué me casé con él. -Levantó la mirada de nuevo -. Entonces creía que lo amaba, pero ni siquiera lo conocía.

– Cometiste un tremendo error. Te dejaste engañar, Sarah. Puede ocurrirle a cualquiera. Ahora tenemos que solucionar el problema por ti. Deja que yo me encargue de todo.

Todos coincidieron en que eso era lo mejor para ella.

– ¿Y qué vas a hacer?

Se sentía perdida, como una niña, pensando en que los invitados habían visto a Freddie burlarse cruelmente de ella la noche anterior. Era más que una mera imagen. Era una tortura…, traer mujerzuelas a casa de sus padres. Se había pasado la noche llorando, horrorizada por lo que diría la gente, por la terrible humillación que eso supondría para sus padres.

– Quiero que lo dejes todo en mis manos. -Entonces pensó en otra cosa-. ¿Te quieres quedar con el apartamento de Nueva York?

Miró a su padre e hizo un gesto negativo con la cabeza.

– No quiero nada. Sólo quiero volver contigo y con mamá.

Dejó escapar algunas lágrimas, y su madre le pasó el brazo por el hombro para reconfortarla.

– Bien, así será -dijo el padre algo emocionado, mientras la madre le secaba las lágrimas.

Peter y Jane se apretaron fuertemente las manos. El drama les había afectado a todos, pero ahora se sentían mejor por Sarah.

– ¿Y qué pasará contigo y con mamá? -preguntó, mirando a sus padres con tristeza.

– ¿Con nosotros?

– ¿No os avergonzaréis de mí si me divorcio? Me siento como si fuera esa Simpson. Todo el mundo hablará de mí, y también de vosotros.

Sarah rompió a llorar y hundió la cara entre sus manos. Era muy joven todavía, y los acontecimientos de los últimos meses aún la tenían abrumada. Su madre se apresuró a darle el calor de su pecho e intentó consolarla.

– ¿Qué va a decir la gente, Sarah? ¿Que era un marido terrible? ¿Que fuiste muy desdichada? ¿Qué has hecho de malo? Nada en absoluto. Tienes que aceptarlo. No has hecho nada malo. Es Frederick el que debería avergonzarse, no tú.

Una vez más, el resto de la familia asintió como muestra de apoyo.

– Pero la gente se horrorizará. Nunca se había divorciado nadie en esta familia.

– ¿Y qué? Prefiero que vivas segura y feliz, que tu vida no se convierta en una pesadilla, al lado de Freddie van Deering.

Victoria se sintió culpable; le resultaba doloroso no haberse dado cuenta de lo mal que lo había pasado su hija. Solamente Jane pudo sospechar la angustia que asolaba a su hermana, y nadie la había escuchado. Creían que el aborto era la causa de todo su infortunio.

Sarah aún continuaba afligida cuando Peter y Jane regresaron a Nueva York aquella misma tarde, así como a la mañana siguiente, cuando su padre se marchó para entrevistarse con los abogados. Su madre decidió quedarse con ella en Southampton, porque Sarah se había mostrado inflexible en su determinación de no volver a Nueva York por el momento. Deseaba ocultarse allí para siempre y, por encima de todo, no quería ver a Freddie. Convino con su padre en que debía divorciarse, pero le entraba el pánico al pensar en lo que se le avecinaba. Alguna vez había leído algo referente a divorcios en los periódicos, y tenía la impresión de que siempre eran complicados, sumamente embarazosos y desagradables. Ya daba por sentado que Freddie estaría furioso con ella. Por eso se quedó helada cuando él la llamó el lunes a media tarde, después de haber hablado con los abogados de su padre.

– No pasa nada, Sarah. Creo que es lo mejor para los dos. No estábamos aún preparados.

¿Estábamos? No podía dar crédito a sus oídos. Él ni siquiera se sentía culpable, es más, parecía feliz de haberse librado de ella y de todas las responsabilidades que nunca se había molestado en aceptar, como la de su hijo.

– ¿No estás enfadado? -preguntó Sarah, sorprendida y dolida a un tiempo.

– Nada de eso, muñeca.

Hubo un largo silencio.

– ¿Estás contento?

Otro silencio.

– Te encanta preguntar todas esas cosas ¿verdad, Sarah? ¿Qué importa cómo me siento? Cometimos un error y tu padre ahora nos está ayudando a salir de él. Es un buen hombre, y creo que obramos correctamente. Si te he causado algún trastorno, lo siento…

Hablaba como si se tratara de un lamentable fin de semana o una tarde poco afortunada. Freddie no tenía ni idea de lo que había hecho sufrir a su mujer durante todo un año. Nadie se había dado cuenta. Y no sólo eso. Él se sentía incluso feliz de acabar de una vez.

– ¿Y qué vas a hacer ahora? -quiso saber Sarah.

Le costaba hacerse a la idea. Todo era demasiado reciente y confuso. Lo único que tenía claro era que no quería regresar a Nueva York. No quería ver a nadie, ni tener que explicar nada del porqué de su ruptura con Freddie van Deering.

– Igual me voy a Palm Spring por unos meses. O a lo mejor paso el verano en Europa.

A medida que hablaba iba improvisando sus planes.

– No está mal.

Era como hablarle a un extraño, y eso le producía aún mayor tristeza. Nunca se habían llegado a conocer, su relación no había sido más que un juego, y ella había salido perdiendo. Los dos, a decir verdad, sólo que Freddie parecía no darse cuenta.

– Cuídate -dijo él, como si se tratara de dos compañeros de clase que se iban a dejar de ver durante una temporada, aunque no sería una temporada, sino para siempre.

– Gracias – replicó mirando el teléfono, inexpresiva.

– Ahora me tengo que ir, Sarah. -Ella asintió en silencio con la cabeza-. ¿Sarah?

– Sí…, perdona…, gracias por llamar.

«Gracias por este año tan horrible, señor Van Deering… Gracias por destrozarme el corazón.» Quiso preguntarle si la había amado alguna vez, pero no encontró el valor; pensó que, de todos modos, ya sabía la respuesta. Era obvio que no. Freddie no amaba a nadie, ni siquiera a sí mismo, y desde luego tampoco a Sarah.

La amargura le duró todo el mes, y el siguiente, hasta septiembre. Su madre lo notaba. Lo único que atrajo su atención en julio fue la desaparición de Amelia Earhart, y unos días más tarde la invasión de China por los japoneses. No dejaba de pensar en el divorcio. Se sentía culpable de todo, y no podía soportar ser motivo de deshonra para su familia. Pasó por momentos muy duros cuando nació el hijo de Jane, pero tuvo el coraje de ir con su madre a Nueva York para visitar a su hermana al hospital. Tuvo una criatura preciosa, a quien pusieron por nombre Marjorie. Después de haberla visto, insistió en conducir ella de vuelta a Southampton. Tenía ganas de estar sola. Se pasaba la mayor parte del tiempo reflexionando sobre su pasado, tratando de encontrar una explicación a todo lo que le había acontecido. De hecho, era mucho más sencillo de lo que ella pensaba. Había contraído matrimonio con un hombre al que no conocía realmente, un hombre que había llegado a ser un marido odioso. Eso era todo. Pero, de alguna manera, ella continuaba culpándose, y se llegó a convencer de que lo mejor que podía hacer era alejarse del mundo, mantenerse aparte, para que la gente olvidara que existía, y no pudiera atormentar a sus padres por su pecado. Por consideración hacia ellos, y hacia ella misma, se obstinó literalmente en desaparecer.

– No puedes seguir así durante el resto de tu vida, Sarah -le recriminó su padre con severidad.