El viernes por la noche Sarah se sentía como si un tanque le hubiera pasado por encima. La había telefoneado uno de los herederos de Stanley, pero del resto aún no sabía nada. El lunes tenía una cita con la agente inmobiliaria. Estaba impaciente por ver la casa. Durante años había sido un misterio para ella. Jamás había asomado la cabeza a las demás plantas y estaba desando que llegara el lunes para recorrerlas.
Mimi le había dicho, durante su conversación por teléfono, que podía invitar a quien quisiera a la comida de Acción de Gracias. Los amigos de Sarah siempre eran bienvenidos en casa de su abuela. Aunque no mencionó concretamente a Phil, Sarah sabía que la invitación también lo incluía a él. A diferencia de Audrey, Mimi nunca hurgaba, criticaba o hacía preguntas que pudieran incomodarla. La relación de Sarah con su abuela siempre había sido fluida, tolerante y cálida. Era una persona adorable y Sarah no conocía a nadie que no la quisiera, hombre, mujer o niño. Le costaba creer que ese ser humano afable y feliz hubiera traído al mundo una criatura tan áspera. Cierto que a Audrey no le había ido tan bien en la vida ni en el matrimonio como a Mimi, y que los errores cometidos habían hecho mella en ella. Mimi había disfrutado de una larga y feliz vida marital, y el hombre con quien se había casado y con quien había compartido más de cincuenta años había sido una joya. Nada que ver con el padre de Sarah, que había resultado ser un auténtico desastre. Audrey se había convertido desde entonces en una mujer amarga, crítica y suspicaz. Sarah detestaba todo eso, pero no se lo reprochaba. El padre de Sarah, con su galopante alcoholismo y su incapacidad para interesarse por los demás o por sí mismo, no solo la había marcado a ella, sino también a su madre.
Cuando Sarah llegó a casa el viernes por la noche, estaba físicamente agotada y emocionalmente exhausta. Presenciar cómo sellaban las cenizas de Stanley en el mausoleo había supuesto una experiencia dolorosa. Era tan irrevocable, tan triste… Adiós a una vida larga y, en muchos aspectos, vacía. Stanley había dejado tras de sí una fortuna, pero poco más. Sarah no podía evitar recordar sus advertencias sobre la forma en que también ella estaba dirigiendo su vida. La vida era algo más que trabajo, y ahora lo veía más claro que nunca. Las palabras de Stanley a lo largo de los últimos tres años no habían caído en saco roto. Estaban empezando a influir en la forma en que Sarah veía las cosas, incluida la ausencia de Phil durante los días de entre semana. De repente sentía que estaba harta de la situación y que tenía problemas para aceptar sus pretextos. Aunque a él no le fuera bien, aunque no encajara en sus planes, ella necesitaba y esperaba más de la relación. La negativa de Phil a pasar por su casa para consolarla la noche que Stanley falleció le había dejado un mal sabor de boca. A pesar de que no pensaran en el matrimonio, en cuatro años de relación deberían haber desarrollado, como mínimo, la capacidad y el deseo de satisfacer las necesidades del otro y de estar ahí en los momentos difíciles. Pero Phil no estaba dispuesto a ofrecerle eso. Por tanto, ¿qué sentido tenía seguir juntos? ¿Era solo cuestión de sexo? Ella quería algo más. Stanley tenía razón. La vida era algo más que trabajar sesenta horas a la semana y ver pasar los barcos por la noche.
Por un acuerdo tácito, Phil normalmente aparecía en su casa los viernes a las ocho en punto, después del gimnasio. A veces podían dar las nueve. Insistía en que necesitaba como mínimo dos o tres horas en el gimnasio para relajarse y sacudirse el estrés del trabajo. Con eso conseguía, además, mantener un cuerpo fantástico, algo de lo que él era tan consciente como ella. A Sarah a veces le molestaba. Físicamente, Phil estaba en mucha mejor forma. Ella se pasaba doce horas al día sentada en el despacho y solo hacía ejercicio los fines de semana. Estaba estupenda, pero menos tonificada que él con las veinte horas semanales que pasaba en el gimnasio. El tema le importaba menos, y en cualquier caso tampoco disponía de tiempo. Phil conseguía hacerse un hueco de varias horas todos los días. A Sarah siempre le había molestado eso y aunque trataba de ser magnánima, cada vez le era más difícil, teniendo en cuenta el poco tiempo que pasaban juntos, sobre todo entre semana. Ella nunca era su principal prioridad. Deseaba serlo, pero sabía que no lo era. Siempre había creído que con el tiempo llegaría a tener un mayor peso en la vida de Phil, pero últimamente esa esperanza había empezado a desvanecerse. Él no estaba dispuesto a ceder ni un milímetro. En su relación nada cambiaba ni evolucionaba. Él mantenía diligentemente el statu quo. Parecían estar congelados en el tiempo, y Sarah se sentía como una aventura de un par de noches que ya duraba cuatro años. No sabía muy bien por qué, pero desde la muerte de Stanley era más consciente que nunca de que eso no le bastaba. Necesitaba algo más. No estaba hablando de matrimonio, pero sí de ternura, apoyo emocional y amor. Desde la muerte de Stanley se sentía, en cierto modo, más vulnerable.
El hecho de no obtener lo que necesitaba estaba despertando su resentimiento hacia Phil. Ella se merecía algo más que dos noches informales a la semana. Por otro lado, sabía que si quería seguir con él no tenía más remedio que aceptar las condiciones que habían establecido al principio de la relación. Phil no iba a dar su brazo a torcer. Y a Sarah le asustaba la idea de dejarle. Lo había pensado, pero tenía miedo de acabar sola como su madre. El fantasma de la vida de Audrey la perseguía. Prefería aferrarse a Phil que terminar metida en partidas de bridge y clubes de lectura. En los últimos cuatro años no había conocido a otro hombre que la atrajera tanto como Phil. Pero su relación con Phil era cada vez más una relación física, no una relación basada en el amor. Estar con él significaba renunciar a muchas cosas. A la posibilidad de algo mejor y al amor de un hombre más tierno, que la quisiera más. Después de mucho tiempo volvía a ser consciente de su dilema. La muerte de Stanley la había removido por dentro.
Phil apareció esa noche antes de lo habitual. Abrió la puerta con las llaves que ella le había dado, entró y se despatarró en el sofá. Agarró el mando y encendió el televisor. Sarah se lo encontró al salir de la ducha. Phil la miró por encima del hombro, volvió a apoyar la cabeza en el brazo del sofá y soltó un gemido.
– Dios, he tenido una semana horrible.
En los últimos tiempos Sarah había empezado a percatarse de que Phil era siempre el primero en hablar de su semana laboral. Las preguntas sobre la semana de ella llegaban después, si es que lo hacían. Se sorprendió de las muchas cosas que últimamente habían empezado a molestarle de él. Y sin embargo ahí seguía. Ahora observaba los sentimientos y las reacciones que Phil le provocaba con una fascinación desapasionada, como si ella fuera otra persona, un deus ex machina colgado del techo contemplando lo que sucede en la estancia y haciendo comentarios en silencio.
– Yo también. -Sarah se inclinó para darle un beso envuelta en una toalla, todavía goteando y con el pelo empapado-. ¿Qué tal las declaraciones?
– Interminables, aburridas y absurdas. ¿Qué vamos a cenar? Estoy hambriento.
– Todavía nada. No sabía si querrías cenar fuera.
Los viernes por la noche solían quedarse en casa porque los dos estaban agotados después de una larga semana de trabajo, sobre todo Sarah. Phil también trabajaba mucho, y su especialidad era decididamente más estresante. Siempre estaba metido en litigios, y aunque le gustaban, generaban mucha más ansiedad que las interminables horas que Sarah dedicaba a examinar las nuevas leyes tributarias para favorecer o proteger a sus clientes. Su trabajo era meticuloso y estaba plagado de detalles a veces tediosos. El del Phil era más dinámico.
Raras veces hacían planes para los viernes por la noche o incluso los sábados. Sencillamente improvisaban sobre la marcha.
– No me importaría salir, si quieres -dijo Sarah, pensando que eso la animaría.
Todavía estaba triste por la muerte de Stanley. Había empañado todas sus actividades de la semana. Y se alegraba de ver a Phil, a pesar de sus interrogantes y quejas no verbalizadas, o incluso de sus dudas sobre la relación. Siempre se alegraba. Con él se sentía cómoda, y verlo los fines de semana era una forma fácil de relajarse, y a veces lo pasaban muy bien. Estaba tan atractivo tumbado en su sofá, viendo la tele, con ese aire saludable y vigoroso… Phil medía metro noventa, tenía el pelo rubio rojizo y sus ojos, en lugar de azules como los de Sarah, eran verdes. Con sus espaldas anchas, su cintura estrecha y sus piernas interminables, constituía un bello ejemplar del género masculino. Desnudo estaba aún mejor, si bien esa semana Sarah tenía la libido algo baja. La tristeza, como la que ahora sentía por Stanley, siempre reducía su apetito sexual. Esa semana le apetecía más acurrucarse en los brazos de Phil, lo cual no sería un problema. Los viernes por la noche casi nunca hacían el amor, estaban demasiado cansados. Pero los sábados por la mañana o por la noche recuperaban el tiempo perdido, y también el domingo, antes de que Phil regresara a su apartamento a fin de organizarse para la semana de trabajo. Sarah llevaba años intentando convencerle de que se quedara los domingos por la noche, pero él decía que los lunes por la mañana prefería salir al trabajo desde su casa. En el apartamento de Sarah, sin sus cosas, se sentía perdido. Y tampoco le gustaba que ella durmiera en su casa los domingos. Solía comentar que antes de volver al ring el lunes por la mañana necesitaba una buena noche de sueño y que ella lo distraía. Lo decía como un cumplido, pero para Sarah era una decepción.
Sarah siempre estaba buscando formas de pasar más tiempo juntos y él estrategias para mantener las cosas como estaban.
Por el momento ganaba Phil. O puede que últimamente estuviera perdiendo. Sarah estaba empezando a sentir que no era lo bastante importante para él. Aunque odiaba reconocerlo, probablemente su madre tenía razón. Necesitaba más de lo que Phil estaba dispuesto a darle. No se refería al matrimonio, puesto que eso tampoco figuraba en sus planes, pero sí algunas noches entre semana y unas vacaciones de vez en cuando. Sarah sentía que desde la muerte de Stanley había empezado a reevaluar su vida y lo que deseaba de ella. Se daba cuenta de que no quería terminar como Stanley, con dinero y logros profesionales como única compañía. Quería algo más. Y no parecía que Phil fuera ese algo más o deseara serlo. De repente se estaba planteando las cosas desde un nuevo ángulo. Probablemente Stanley tenía razón cuando le advertía que trabajaba demasiado y no sabía disfrutar de la vida.
– ¿Te importa que esta noche encarguemos comida por teléfono? -preguntó Phil, desperezándose con cara de felicidad-. Estoy tan a gusto en este sofá que no creo que pueda levantarme -añadió, felizmente ajeno a los disgustos que Sarah había tenido durante la semana.
– No, en absoluto. -Sarah tenía todas las cartas de los lugares en los que solían encargar comida india, china, tailandesa, japonesa e italiana. Las posibilidades eran infinitas. Vivía, básicamente, de comida preparada. No tenía tiempo ni paciencia para cocinar, y sus aptitudes culinarias eran bastante limitadas, algo que ella reconocía abiertamente-. ¿Qué te apetece esta noche? -preguntó, pensando que, en realidad, se alegraba de ver a Phil. Le gustaba tenerlo en casa. Pese a sus defectos y limitaciones, peor era la soledad. Su proximidad física pareció disipar algunas de las dudas que la habían asaltado durante la semana. Le gustaba estar con Phil, de ahí que deseara verlo más a incluido.
No lo sé… ¿Comida tailandesa?… ¿Sushi?… Estoy harto de pizza. Llevo toda la semana comiendo pizza en la oficina… ¿Qué me dices de comida mexicana? Dos burritos de ternera y un poco de guacamole me sentarían de miedo. ¿Te parece bien? -A Phil le encantaba la comida picante.
– Me parece genial -respondió Sarah con una sonrisa. Le gustaban sus noches perezosas de los viernes, cenar en el suelo, ver la tele y relajarse después de una larga semana. Casi siempre cenaban en casa de Sarah, y alguna que otra vez dormían en casa de Phil. Él prefería su cama, pero no le importaba dormir en la de Sarah los fines de semana. Lo bueno de dormir en casa de ella era que al día siguiente podía marcharse cuando quería para hacer sus cosas.
Sarah encargó por teléfono lo que él había pedido junto con enchiladas de pollo y queso para ella y doble ración de guacamole, y se sentó en el sofá. Phil la rodeó con un brazo y la atrajo hacia sí. Estaban viendo un documental sobre enfermedades en África que en el fondo les traía sin cuidado, pero les daba algo que mirar mientras sosegaban sus agotadas mentes después de una semana frenética. Como esos caballos que necesitaban calmarse después de una larga carrera.
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