—No. Temo que nuestros descubrimientos les parezcan insuficientes.

—¿Y la joya robada? ¿Te parece eso insuficiente?

—No tengo ninguna prueba del robo. Siempre podrían alegar que mi madre la vendió sin decírselo al notario. Era de su propiedad, podía disponer de ella. Sólo una cosa sería convincente para la policía, la autopsia, y me resisto a aceptar que se la practiquen. No quiero que turben su sueño para despedazarla, para… ¡No, no soporto la idea! —bramó.

—Te comprendo. Sin embargo, supongo que querrás encontrar al asesino.

—De eso puedes estar seguro, pero prefiero buscarlo yo mismo. Si cree haber cometido el crimen perfecto, el asesino desconfiará menos.

—¿Por qué no una asesina? El veneno es un arma de mujer.

—Tal vez. De todas formas, él o ella terminarán por bajar la guardia. Y además, antes o después el zafiro aparecerá. Es una joya suntuosa, y si cae en manos de una mujer, no resistirá la tentación de ponérsela. Sí, estoy seguro: la encontraré y me conducirá al criminal, y ese día…

—¿Piensas tomarte la justicia por tu mano?

—¡Sin dudarlo ni un instante! Gracias por tu ayuda, Franco. Te mantendré al corriente.

Una vez en casa, Aldo llevó a Zaccaria a su habitación con el pretexto de que lo ayudara a cambiarse de traje. La revelación de lo que su señor acababa de descubrir supuso un duro golpe para el fiel servidor. Se le cayó la máscara olímpica y dejó correr unas lágrimas que Morosini se apresuró a detener:

—¡Por el amor de Dios, contrólate! Si Celina se da cuenta de que has llorado, no parará de hacerte preguntas, y no quiero que ella se entere.

—Es mejor, tiene razón, pero ¿tiene alguna idea de quién pudo hacerlo?

—Ni la más mínima, y por eso necesito tu ayuda. ¿A quién vio mamá en los últimos tiempos?

Zaccaria hizo memoria y acabó por llegar a la conclusión de que no había ocurrido nada extraordinario. Enumeró a los escasos viejos amigos venecianos con los que la princesa Isabelle jugaba a las cartas o al ajedrez cuando no hablaban de música y de pintura. Había recibido la visita habitual, a finales de verano, de la marquesa de Sommières, madrina de Isabelle y su tía abuela, una septuagenaria de lengua afilada que, con excepción de los tres meses de invierno que pasaba en su mansión parisiense, se dedicaba a viajar de un castillo familiar a una residencia amiga en compañía de una prima lejana, soltera entrada en años y prácticamente reducida a la esclavitud, pero que por nada del mundo hubiera renunciado a una vida confortable. La marquesa, por su parte, quizá no habría soportado mucho tiempo a esa solterona bañada en agua bendita y perfumada con incienso si esta no hubiera demostrado tener un olfato de perro de caza para «detectar» los cotilleos, chismes y pequeños escándalos con que la anciana dama disfrutaba entre copa y copa de champán, su debilidad. En ningún caso se podía sospechar de esa pareja bastante divertida: la marquesa de Sommières adoraba a su ahijada, a quien seguía mimando como en los tiempos en que era una niña.

—Ah —dijo de pronto Zaccaria—, también pasó por aquí lord Killrenan.

—¡Señor! ¿Y de dónde venía?

—De la India o de más lejos, no me acuerdo.

Viejo lobo de mar más apegado a su barco que a sus tierras ancestrales, ese hombrecillo que a duras penas sobrepasada el metro sesenta vivía en el Robert-Bruce mucho más tiempo que en su castillo escocés. A ese egoísta impenitente sólo se le conocía una debilidad: el amor casi religioso que profesaba por la princesa. En cuanto se había enterado de su viudedad, había corrido a poner a sus pies su ilustre apellido, su barco y sus millones, pero la madre de Aldo era incapaz de renunciar al recuerdo de su esposo, al que amaría hasta exhalar el último suspiro.

«Nadie rehace su vida, como tampoco rehace sus vestidos —decía—. Puede seguir poniéndoselos, pero la huella del genio creador ya ha desaparecido.»

Más enamorado de lo que quería admitir, sir Andrew se dio por enterado pero no aceptó su derrota, y cada dos años volvía fielmente para presentar a los pies de su dama sus respetos y sus súplicas, acompañados de un gigantesco ramo de flores y un cesto de especias raras que hacían las delicias de Celina. Sabía que Isabelle no habría aceptado otra cosa.

Este también estaba fuera de toda sospecha.

—La lista de Zaccaria acababa con una pareja de amigos romanos que había ido para asistir a un bautizo.

—Cuanto más lo pienso, menos lo entiendo —dijo Zaccaria—. Es imposible señalar a nadie, y sin embargo, el que perpetró ese crimen odioso debía de conocer bien a la princesa e incluso tener acceso a su dormitorio.

—¿Y el médico que la trataba desde que el suyo se retiró?

—¿El doctor Licci? Sería como sospechar de Celina o de mí. Ese joven es un santo. Para él, el dinero sólo cuenta en función del que puede obtener para sus enfermos. Es el médico de los pobres, y las veces que deja un billete en la esquina de una mesa superan a las que reclama unos honorarios. La princesa le tenía un gran afecto.

Aldo decidió abandonar provisionalmente. Lo que tenía que hacer era visitar a su prima Adriana, la última que había visto viva a doña Isabelle. No es que sospechara de ella, ni mucho menos: era amiga suya desde siempre, casi una hermana, y ya se reprochaba no haber hecho que la informaran de su regreso. Era tan inteligente como bella, una persona muy cercana a su tía Isabelle, y quizás encontrara entre sus recuerdos un detalle, el detalle capaz de encauzar las pesquisas.

—Llévame a casa de la condesa Orseolo —indicó al gondolero—, pero pasa por el Rio di Palazzo. Todavía no he saludado a San Marco, cuando debía haber empezado por ahí.

Zian sonrió y apoyó el extremo del largo remo en los peldaños cubiertos de verdín para dar el primer impulso a la embarcación. Aldo se acomodó en el asiento arrebujándose en el abrigo. Sobre el agua no hacía precisamente calor. Era invierno y, tras el tímido sol matinal, el cielo había estado gris todo el día. El sonido de un violín tocando un vals para afinarse se deslizó sobre el agua serena y Aldo, interpretándolo como un símbolo, sonrió: ¿no era acaso normal que Venecia, protegida del gran drama por su belleza secular y su alma frívola, diera la primera señal de batuta a la orquesta de una vida brillante que sin duda sólo pedía reanudarse?

Un poco más lejos, el palacio Loredan, que había pertenecido a don Carlos, el pretendiente español, y debía de seguir siendo propiedad de don Jaime, su hijo, estaba oscuro y silencioso. Desierto quizás, o incluso abandonado. Una noche, sin embargo el príncipe Morosini recordaba haber oído cantar allí, desde su góndola, a la fabulosa Nellie Melba interpretando el Claro de luna de Duparc, acompañada por el pianista estadounidense George Copeland. Un instante de suprema belleza, que habría sido delicioso que se repitiera esa tarde.

Hizo que la góndola aminorase la marcha delante de las cúpulas blancas de la Salute, saludó a la Dogana, la aduana marítima, y después de atravesar el canal convertido en estanque pidió hacer una parada a la altura de la Piazzetta para descubrirse ante los dorados opacos de San Marco y la blanca crestería del palacio de los Dux, antes de deslizarse bajo la sombra espectral del puente de los Suspiros, confiscado por todos los enamorados del mundo sin tener en cuenta, o sin saber, que los suspiros en cuestión no tenían nada que ver con el amor.

La condesa Orseolo vivía cerca, en un pequeño palacio rosa vecino de Santa María Formosa. Había allí, al borde de un muelle, un muro coronado de hiedra oscura y el dintel ornado con florones de un estrecho pórtico de piedra blanca enmarcado por farolas. La góndola se detuvo y Morosini fue a accionar la aldaba de bronce. Al cabo de un momento, la puerta se abrió y apareció un sirviente de facciones purísimas que miró severamente al visitante.

—¿Qué quiere? —preguntó, con una falta de cortesía que chocó a Morosini.

—Se diría que el tono de la casa ha cambiado mucho en cuatro años —repuso este secamente—. Ver a la condesa Orseolo, por supuesto.

—¿Quién es usted?

En vista de que el hombre pretendía impedirle pasar, Aldo apoyó tres dedos en su pecho para apartarlo de su camino.

—Soy el príncipe Morosini, quiero ver a mi prima y usted va a apartarse.

Sin preocuparse más del personaje, atravesó el minúsculo jardín, donde una vegetación anárquica invadía un viejo pozo, y llegó a la empinada escalera que ascendía hacia las delgadas columnillas de una galería gótica tras las cuales brillaban los azules y los rojos de una vidriera iluminada desde el interior.

Pero el grosero que había recibido a Morosini no se daba por vencido. Recuperado ya de la sorpresa, subía los peldaños gritando:

—¡Baje! ¡Le ordeno que baje!

Morosini, que estaba empezando a hartarse, se disponía a contestar con rudeza cuando la puerta de la galería se abrió, dejando paso a una mujer que, tras quedarse unos instantes parada, fue a arrojarse en brazos del visitante riendo y llorando al mismo tiempo.

—¡Aldo! ¿Eres tú de verdad? ¡Pero qué alegría, Dios mío!

Estaba emocionada hasta un extremo que dejó estupefacto a Aldo. Su prima nunca había hecho por él semejantes demostraciones de afecto. Cinco años mayor que el heredero de los Morosini, la hija del único hermano del príncipe Enrico —fallecido mucho antes que él— mostraba, cuando era una muchacha, una clara tendencia a tratar a su primo con una especie de indulgencia desdeñosa. Esta vez, en cambio, había explotado de alegría.

Feliz por el recibimiento pero molesto por la presencia indiscreta del sirviente, plantado a unos pasos de ellos, Aldo besó tiernamente a su prima.

—Podríamos entrar…, si ese individuo no tiene inconveniente —dijo.

Adriana se echó a reír y, antes de entrar en la casa precediendo a su visitante, despidió al sirviente con un ademán enérgico.

—Hay que perdonar a Spiridion si exagera un poco haciendo el papel de perro guardián, pero está consagrado en cuerpo y alma a mí desde que lo recogí muerto de hambre en la playa del Lido. Es un joven de Corfú que escapó de las prisiones turcas, y como yo ya no podía permitirme contratar criados, nos hicimos un favor mutuamente. La vieja Ginevra está cada vez menos ágil, y un muchacho joven y fuerte es una bendición, ¿sabes? Pero ¿cómo es que estás aquí? ¿Por qué no me has avisado?

—No se lo he dicho a nadie —mintió Morosini—. Quería llegar solo. Cuando estás preso, coges muchas manías raras.

Mientras hablaba, recorría con la mirada el salón, complacido de encontrarse de nuevo en él. Era una estancia de grandes dimensiones, cuya decoración, muy femenina, lograba darle una atmósfera cálida e íntima. Ello se debía al damasco de color hoja seca que cubría las paredes, las faldas de terciopelo turquesa clara de las mesas, las pantallas de seda de las lámparas, las flores repartidaspor la habitación y el desorden de libros y de partituras musicales permanentemente amontonados sobre un sorprendente clavecín barroco, decorado con hojas de acanto y pequeños genios mofletudos que delataban su factura romana. La sala seguía siendo la misma, pero, cuanto más la miraba Aldo, más diferencias veía. Al sentarse en uno de los dos sillones Regencia francesa, por ejemplo, se dio cuenta de que, frente a él, el pequeño Botticelli azul que siempre había visto allí había sido reemplazado por una tela en tonos similares, pero moderna. Asimismo, la colección de jarrones chinos que antes cubría las consolas había desaparecido. Por último, un espacio más claro en una pared delataba la ausencia de un San Lucas atribuido a Rubens.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó, levantándose para mirar más de cerca—. ¿Dónde están tus jarrones? ¿Y tu Botticelli?

—He tenido que venderlos —respondió ella.

—¿Venderlos?

—Claro. ¿De qué crees que hubiera podido vivir durante todo este tiempo una viuda a la que su esposo ha dejado deudas y un voluminoso paquete de títulos de esa mirífica deuda pública rusa que ha arruinado a la mitad de Europa? Además, tu madre lo aprobaba. Era el único medio que tenía de conservar esta casa, que para mí es lo más importante del mundo. Merece el sacrificio de unas cuantas porcelanas y dos cuadros.

—Espero que hayas conseguido un buen precio.

—Excelente. El anticuario milanés que se encargó de mis ventas se ha ganado con creces mi agradecimiento y nos hemos hecho grandes amigos. ¿Te escandalizo mucho?

—Sería ridículo. No puedo sino aprobar tu decisión. Mi madre hizo lo mismo, con la diferencia de que lo que vendió ella son las joyas.

—Porque eran de su propiedad exclusiva. Yo me ofrecí a presentarle a Silvio Brusconi, pero ella siempre se negó a disponer de objetos que decía que te pertenecían a ti por derecho de herencia. Pero olvidemos todo eso y mírame. ¿Me encuentras cambiada?