—El matrimonio. Un matrimonio muy honorable, tranquilícese, de lo contrario no me habría atrevido a proponérselo.

—Creo que he oído mal —dijo el príncipe con cara de sorpresa.

—Al contrario, ha oído perfectamente. Cásese y le prometo una bonita fortuna.

—¿Así de fácil? Ha hecho bien en anunciar que se trataba de una proposición honorable. Eso descarta al clan de las solteronas con las venas endurecidas y las viudas que se sienten solas, pero no a los adefesios imposibles de casar.

—No es ahí donde tiene que buscar. Un hombre de treinta y cinco años debe casarse con una jovencita.

—¿En serio? —preguntó sarcásticamente Aldo—. Hábleme de ella, entonces. Se muere de ganas de hacerlo y no voy a negarle esa satisfacción.

—Encantado: diecinueve años, la frescura de una rosa y los ojos más bonitos del mundo, entre las cualidades más evidentes según los rumores.

—Lo que significa que usted no la ha visto. ¿Y de dónde la ha sacado?

—De Suiza.

—¿Está de broma?

—Esa pregunta es un poco cruel con las suizas. Supongo que sabe que hay algunas muy guapas. Bien, se trata de lo siguiente: el banquero de Zúrich Moritz Kledermann tiene una sola hija. Lisa, a la que no le niega nada. Dicen que es encantadora, y su dote podría atraer hasta a un príncipe reinante.

—Eso no es una referencia. En estos momentos debe de haber unos cuantos sin un céntimo.

—Ocupar un trono no es una sinecura. En cuanto a Lisa, parece ser que está enamorada…

Morosini soltó una alegre carcajada.

—¡Qué Romántico! Parece ser que está enamorada de mí, pero seguramente porque me vio en mis buenos tiempos, en alguna revista de antes de la guerra. Y como he cambiado bastante…

—¿Es una manía impedir que acabe las frases? No se trata de usted, sino de Venecia.

—¿De Venecia? —dijo Morosini, tan visiblemente desilusionado que el notario se permitió sonreír.

—Pues sí, de nuestra hermosa ciudad. De su encanto, de las callejuelas, de los canales, de los palacios, de su historia —respondió, repentinamente lírico—. Reconocerá que el hecho no tiene nada de raro: madame de Polignac, el príncipe de Borbón, lady de Grey, el pintor Daniel Curtis y su primo Sargent… Eso sin mencionar a los devotos de otros tiempos, como Byron, Wagner y Browning, entre otros.

—De acuerdo, pero, en ese caso, ¿por qué su heredera no hace lo mismo que ellos? No tiene más que comprar o alquilar un palacio, instalarse en él y gozar de la vida. Aquí hay bastantes viviendas bonitas que están pidiendo ayuda a gritos, y eso no requiere casarse conmigo.

—Ella no quiere un palacio cualquiera. Y se niega a ser una turista más. Lo que desea es integrarse en Venecia, llevar uno de sus viejos apellidos llenos de gloria, en una palabra, convertirse en veneciana para que sus hijos lo sean también.

—Parece que Guillermo Tell ya no triunfa, ¿eh? En fin, después de todo, antes de esta maldita guerra había bastantes chifladas y el número no debe de haber disminuido mucho.

—Deje de tomárselo a risa, se lo ruego. Una cosa es cierta: usted responde punto por punto a los deseos de la señorita Kledermann. Es príncipe, y en el Libro de Oro de la Serenísima su apellido es uno de los mejores, igual que su palacio. Goza de una excelente salud, cosa que tiene su valor para una muchacha de la saludable Helvecia, y es bien parecido.

—Es usted muy benévolo. Sólo hay un detalle en el que al parecer no ha pensado: no se puede convertir en princesa Morosini a una suiza que debe de ser protestante, suponiendo que me decida a considerar la propuesta.

—Kledermann es de origen austríaco y católico. Lisa también.

—Tiene respuesta para todo, ¿no? De todas formas, me niego a casarme con una perfecta desconocida para dar lustre a mi escudo de armas. Si aceptara, no volvería a atreverme a mirar de frente el retrato del dux Francesco. Tómeme por loco si quiere, pero me juré no desmerecer jamás…

—¿Sería desmerecer casarse con una mujer bellísima, inteligente y buena? En los últimos tiempos atendía a enfermos en un hospital.

Morosini se apartó de la chimenea, donde empezaba a tener demasiado calor, y apoyó en un hombro del notario la mano en la que lucía una sardónice con sus armas grabadas.

—Querido amigo, le agradezco infinitamente las molestias que se toma pero, con toda sinceridad, no creo hallarme reducido aún a la necesidad de aceptar ese tipo de negociación. Si algún día contraigo matrimonio, me gustaría seguir el ejemplo de mis padres y casarme por amor, aunque la novia sea más pobre que la hija de Job. Verá, quizá tenga otro medio de salir del apuro.

—¿El zafiro visigodo de su madre? —preguntó Massaria sin pestañear—. ¿No cree que sería una pena venderlo? Ella le tenía mucho apego.

Aldo ni siquiera pensó en disimular su sorpresa.

—¿Le habló de él?

La sonrisa del notario se tiñó de melancolía.

—La señora Isabelle me lo enseñó una tarde que quizá fue la más deliciosa de mi vida, pues ese rasgo de confianza era una garantía de que me consideraba un amigo fiel. Pero también fue un día muy triste. Verá, su madre acababa de vender la mayoría de sus joyas para mantener el palacio y la idea de separarse de esa joya familiar la desgarraba.

—¿Vendió sus joyas? —exclamó Aldo, aterrado.

—Sí, y es a mí a quien encargó las transacciones, pese a lo mucho que me repugnaba hacer una cosa así. Pero el zafiro de Recesvinto sigue perteneciéndole. En cuanto a usted, sólo lo tiene en depósito hasta que pase a su primogénito, si Dios le da hijos. Por eso debería examinar un poco más seriamente mi propuesta.

—¿Para permitir que los nietos de un banquero suizo se conviertan en propietarios de una piedra real y más que milenaria?

—¿Por qué no? Vamos, no haga remilgos. Sepa usted, que es amante de las piedras preciosas, que Kledermann posee una admirable colección de joyas entre las que figura un aderezo de amatistas que perteneció a Catalina la Grande, una esmeralda que Cortés trajo de México y dos Mazarinos.

—¡No siga! La colección del padre podría tentarme más que la dote de la hija. Usted conoce perfectamente mi pasión por las piedras, que le debo al buen señor Buteau, pero no caeré en su trampa. Ahora olvidemos todo eso y acepte comer conmigo.

—Se lo agradezco, pero no puedo; me espera el procurador Alfonsi. Pero vendré con mucho gusto una de estas noches a degustar las delicias de Celina.

El notario se levantó y estrechó la mano del Morosini; luego, acompañado por este, se dirigió hacia la puerta de la biblioteca y se detuvo.

—Prométame que pensará en mi propuesta. Es muy seria, créame.

—No lo dudo, y le prometo que lo pensaré, pero será sólo para complacerlo.

Una vez solo, Aldo encendió un cigarrillo y se resistió a las ganas de servirse otra copa. No era un bebedor habitual y le sorprendía esa súbita necesidad. Tal vez se debía a que, desde su llegada, tenía la impresión de hallarse transportado demasiado deprisa de un mundo a otro. Todavía ayer llevaba la limitada vida de un prisionero, y ahora había recuperado al mismo tiempo su vida de antes y su antigua personalidad, pero la una le daba la sensación de un vacío enorme, mientras que la otra le hacía sentirse incómodo. ¡Había deseado tanto recuperar su entorno familiar, sus costumbres pobladas de rostros queridos! Y resultaba que, nada más llegar, debía afrontar las miserables preocupaciones de la vida cotidiana. En el fondo, estaba un poco molesto con el señor Massaria por no haberle concedido un plazo más largo de gracia, aunque su visita había estado inspirada exclusivamente por la amistad.

Casi echaba de menos el cuarto glacial del pueblo austríaco donde había pasado el último año; al menos allí sus sueños lo mantenían caldeado, mientras que ahora, rodeado del fasto de su morada familiar, se sentía extraño. ¿Qué relación había entre el amante principesco de Dianora Vendramin y el hombre arruinado de hoy?

Porque estaba completamente arruinado, y sin ningún remedio inmediato. La venta del zafiro —suponiendo que se resignara a venderlo— quizá le permitiría aguantar algún tiempo, pero ¿y después? ¿Tendría que acabar vendiendo también el palacio y marchándose, tras haber asegurado a Celina y a Zaccaria una pensión adecuada? ¿Adónde? ¿A Estados Unidos, el refugio de los desfavorecidos por la fortuna, cuyo estilo de vida no le gustaba? ¿A la Legión Extranjera francesa, donde se había refugiado uno de sus primos? Estaba saturado de guerra. ¿Qué más posibilidades había? ¿Ir en busca de lo desconocido, lanzarse al vacío? ¡Tenía tantas ganas de vivir! Quedaba ese matrimonio absurdo que algunos podrían considerar normal, pero que a él le parecía degradante, tal vez porque, antes de la gran catástrofe, había visto varios de esos enlaces estrambóticos entre ricas herederas yanquis ávidas de mandar bordar coronas en su ropa blanca y nobles sin dinero incapaces de encontrar otra solución. Que la candidata fuese helvética no disminuía un ápice la repugnancia del príncipe. Y se sumaba el hecho de que incluso le parecería una mala acción: esa chica estaba en su derecho de esperar un poco de amor. ¿Cómo podía acercarse a ella con la imagen de Dianora en el corazón?

Irritado por sentirse tentado pese a todas sus objeciones, echó el cigarrillo a la chimenea y subió a los aposentos de su madre, como acostumbraba a hacer en el pasado cuando le preocupaba algo.

Al llegar a la puerta, dudó un poco antes de decidirse a entrar y sintió verdadero alivio al ver que tras esa puerta lo recibía el sol, no las temidas tinieblas. Por una de las ventanas entraba el aire fresco del exterior, pero un fuego claro ardía en la chimenea. Sobre una cómoda, junto a una fotografía suya con uniforme de oficial de Exploradores había un jarrón de cristal con tulipanes amarillos. La habitación estaba como siempre.

Espaciosa y clara, era una obra maestra de gracia y elegancia, digno estuche de una gran dama y una hermosa mujer. Francesa sin reserva, con su graciosa cama de baldaquín redondo, sus altos artesonados claros, unos visillos y cortinas de raso bordado que armonizaban un marfil cremoso y un azul turquesa muy tenue alrededor del gran retrato de una mujer que a Aldo siempre le había gustado. Aunque fuera de una duquesa de Montlaure que, durante la Revolución, había pagado con su cabeza su fidelidad a la reina María Antonieta, presentaba un sorprendente parecido con su madre. Y curiosamente él siempre había preferido esa tela a la que representaba a Isabelle Morosini con vestido de noche, pintada por Sargent, que hacía pareja con el de la tía abuela Felicia, obra de Winterhalter, en el salón de las Lacas.

Con excepción del retrato, pocos cuadros ocupaban los paneles marfil ribeteados de azul: una cabeza de niño de Fragonard y un delicioso Guardi, única evocación de Venecia junto con algunos objetos antiguos de cristal irisado como pompas de jabón.

Lentamente, Aldo se aproximó al tocador, cubierto de esas mil bagatelas fútiles y encantadoras tan necesarias para el arreglo de una mujer refinada. Tocó los cepillos de corladura, los frascos de cristal todavía medio llenos, destapó uno para recordar el entrañable perfume de jardín después de la lluvia, a la vez fresco y silvestre. Luego, al ver el gran chal de encaje en el que a la princesa muerta le gustaba envolverse, lo cogió, se lo acercó a la cara y dejándose caer de rodillas cesó de resistirse a su tristeza y rompió a llorar.

Las lágrimas le sentaron bien pues borraron sus incertidumbres y se llevaron consigo su desánimo. Al dejar la prenda en el sillón, supo que no aceptaría dejar que una extraña pisara las alfombras de esa habitación ni separarse del antiguo palacio familiar. Eso significaba que iba a tener que llevar a cabo una selección entre sus recuerdos, establecer una escala de valores cuya conclusión se imponía ya por sí sola: si la joya podía salvar la casa, había que separarse de ella. No para que acabase en manos de cualquiera, por supuesto; un museo sería quizás el comprador ideal, aunque pagaría menos que algunos coleccionistas. Para empezar, había que sacar la piedra de su escondrijo.

Después de haberse asegurado de que la puerta estaba cerrada, Morosini se acercó a la cabecera de la cama, buscó el corazón de una flor en el interior de una de las columnas de madera esculpida que sostenía el baldaquín y presionó. La mitad del soporte pintado y dorado giró sobre unos goznes invisibles y dejó a la vista la cavidad donde la princesa Isabelle guardaba, dentro de una bolsita de piel de gamuza, el magnífico zafiro en forma de estrella montado en un colgante. Nunca había conseguido resignarse a depositarlo en un banco.