—No he desmerecido. Serenísimo Señor. Sigo siendo uno de los vuestros.

A continuación, se levantó y subió corriendo al segundo piso sin detenerse en la habitación de su madre. El notario no tardaría en llegar y no era momento de dejarse invadir por la melancolía.

Aunque sintió placer al recuperar su entorno de antes, no se recreó mucho en él, acuciado por la prisa de librarse de sus ropas de prisionero. Con todo, se entretuvo en poner el clavel de la joven florista en un estrecho jarrón irisado y colocarlo en su mesita de noche. Luego, tras desnudarse en un santiamén, se apresuró a sumergirse con deleite en la bañera, llena de un agua perfumada con lavanda y gloriosamente caliente.

Antes le gustaba recrearse en la bañera humeante leyendo el correo. Era un lugar mágico y propicio a la reflexión, pero esta vez se limitó a frotarse enérgicamente después de haberse embadurnado de jabón hasta la punta de los cabellos. Cuando hubo acabado, el agua estaba gris y era poco apropiada para ponerse a pensar. Salió rápidamente, quitó el tapón, se secó, se roció de agua de lavanda inglesa y luego, envuelto en un albornoz que le pareció el súmmum del confort, se afeitó, encendió un cigarrillo y volvió a su habitación.

En el vestidor contiguo. Zaccaria trajinaba sacando de unas bolsas de tela trajes de colores y cortes variados, que examinaba con ojo crítico.

—¿Me traes algo con que vestirme, o has utilizado mi ropa para hacer fuego? —dijo Morosini.

—Habría sido una buena idea, porque debe de quedarle todo grande. Va a parecer un fideo…, menos quizá con los trajes de etiqueta, porque gracias a Dios los hombros siguen en su sitio.

Aldo se acercó a Zaccaria riendo.

—No me imagino recibiendo al viejo Massaria con traje y corbata blanca. A ver…, dame eso.

«Eso» era un pantalón de franela gris y un blazer azul marino que llevaba en Oxford el año que había pasado allí para perfeccionar su inglés. Después escogió una camisa blanca de tusor y se anudó en torno al cuello una corbata con los colores de su antiguo college. Hecho esto, se contempló con una satisfacción moderada.

—No estoy tan mal, después de todo.

—No es usted muy exigente. Esas camisas caídas carecen de elegancia. Están bien para los estudiantes y los obreros. Se lo he dicho cien veces, no hay nada como…

—Ya que no te gusta mi camisa, ve a ver si ha llegado el notario. Su cuello postizo te consolará. Llévalos a los dos a la biblioteca.

Aldo cogió un par de cepillos de carey para domeñar sus espesos cabellos negros, en los que ya aparecían, a la altura de las sienes, algunos hilos plateados que no quedaban realmente mal sobre su piel mate, pegada a una osamenta digna de un condottiere. Con todo, se observaba sin indulgencia: ¿dónde estaban sus músculos de antes? En cuanto al rostro, hundido a causa de las privaciones —no se comía mucho en Austria en los últimos tiempos—, le hacía aparentar más de los treinta y cinco años que tenía. Tan sólo los ojos, de un azul acerado que tiraba a verde cuando se enfadaba, de mirada siempre despreocupada y a menudo burlona, conservaban la juventud, al igual que unos dientes blancos que, llegado el caso, una sonrisa indolente dejaba ver. Una sonrisa que, por el momento, se asemejaba bastante a una mueca.

—Ridículo —dijo, suspirando—. Habrá que rellenar todo esto, hacer deporte. Menos mal que el mar no está lejos: iré a nadar.

Tras esta inyección de ánimo, bajó a la biblioteca. Era su habitación preferida. En ella había pasado ratos maravillosos con el querido señor Buteau, que sabía evocar con el mismo lirismo la muerte trágica de Marino Faliero, el dux maldito, representada por el pintor Eugène Delacroix, la larga lucha contra los turcos, los sonetos de Petrarca… y el aroma de una liebre à la royale. Llegado a la edad adulta, a Aldo le gustaba saborear el último puro de la velada escuchando cómo desgranaba sus notas frescas la fuente del cortile. Quizá todavía flotaba entre las paredes revestidas de roble y de libros antiguos el suave olor de los espléndidos habanos.

Al igual que el portego, la estancia dedicada a los libros proclamaba la vocación marítima de los Morosini. Albergaba un auténtico tesoro en mapas antiguos entre los que, además del atlas catalán del judío Cresques, había portulanos incompletos pero aun así impresionantes, trazados por orden del príncipe Enrique el Navegante en la sorprendente Villa do Infante, en Sagres, junto al cabo de San Vicente, que era a la vez palacio, convento, arsenal, biblioteca e incluso universidad. Figuraba también el famoso mapa del veneciano Andrea Blanco, trazado antes incluso de que Cristóbal Colón hubiera soltado las amarras de sus carabelas, donde ya aparecía una parte de las Antillas y un fragmento de Florida. Por no hablar de algunos de esos portulanos genoveses, bizantinos, mallorquines y venecianos que sus propietarios, en caso de ser apresados, preferían arrojar al mar a fin de que no cayeran en manos del enemigo.

Armarios pintados, con puertas macizas, protegían libros de a bordo y tratados de navegación antiguos. En una vitrina había también astrolabios, esferas armilares y uno de los primeros compases. Un soberbio mapamundi sobre estructura de bronce, colocado delante de la ventana central, recibía la luz del sol, y sobre las estanterías reposaban otras esferas tan magníficas como inútiles. Y catalejos, sextantes, brújulas y un sorprendente pez de hierro imantado que, según decían, los vikingos utilizaban para atravesar los mares que ignoraban que eran el océano Atlántico. El mundo, su historia y las aventuras humanas más fascinantes reposaban allí, entre los estantes cargados de libros con encuadernaciones preciosas, cuyas abigarradas pieles y cuyos «hierros» dorados brillaban. Allí, el perfume del pasado se mezclaba con el de los puros fumados.

Con el dedo índice, Morosini levantó la tapa de la gran caja de caoba donde antes se guardaban los largos habanos, con su escudo de armas en la vitola, que hacían traer de Cuba. Estaba vacía, pero quedaban unas briznas que él recogió para acercárselas a la nariz. Esperaba poder disfrutar al menos de ese placer.Un carraspeo lo devolvió a la tierra.

—Mmm… espero no ser inoportuno —murmuró una voz tímida.

Inmediatamente, Aldo se dirigió hacia el recién llegado con las manos tendidas.

—Me alegro de volver a verlo, querido amigo. ¿Cómo está?

—Bien, bien, gracias… Pero es a usted, príncipe, a quien hay que preguntar eso.

—No me diga que tengo mal aspecto, por favor. Celina ya se ha encargado de hacerlo, prometiéndose poner remedio. Venga a sentarse —añadió, señalando un sillón tapizado en piel situado junto a un taburete de tijera que se reservaba para él—. Está usted igual que siempre —dijo, observando el amable rostro de nariz redonda, tocada con unos anteojos, que se erigía sobré un impecable y glacial cuello postizo cuya visión debía de haber reconfortado el alma de Zaccaria. Morosini apreciaba al señor Massaria. Su bigote y su perilla canosos tal vez hubiesen sido más adecuados a un siglo pasado, al igual que su cándido corazón y su escrupulosa conciencia, pero era un hombre muy experto en la profesión que ejercía, un consejero financiero sagaz, incluso bastante temible, y un viejo amigo de la familia. Su devoción fiel y silenciosa hacia la madre de Aldo no era un secreto para nadie; sin embargo, a nadie se le ocurrió jamás burlarse porque era un sentimiento conmovedor.

Pietro Massaria no se había casado nunca con el pretexto de amar su libertad por encima de todo, lo que le había permitido evitar las uniones sucesivas que tiempo atrás su padre intentaba imponerle, pero de hecho sólo había amado a una mujer: la princesa Isabelle. Dado que, por razones evidentes, no podía esperar hacerla su esposa, y todavía menos su amante, el notario había decidido ser su más fiel y discreto servidor, conservando como único tesoro, en el secreto de un estuche permanentemente cerrado con tres vueltas de llave, un pequeño retrato pintado por él mismo a partir de una fotografía y junto al cual ponía todas las mañanas una flor recién cortada.

La muerte súbita de su amada lo había destrozado. Aldo se dio cuenta observándolo más atentamente. Pese a lo que había dicho hacía un momento, el notario aparentaba más de los sesenta y dos años que tenía. Su cuerpo repleto carecía de vitalidad y, tras los cristales de los anteojos, unos párpados enrojecidos delataban la excesiva frecuencia de las lágrimas.

—Y bien, ¿qué viento favorable lo trae por aquí? —dijo Aldo—. Supongo que tiene algo que decirme…

—… Para abordarlo la misma mañana de su regreso, ¿no? Lo he visto llegar y tenía gran interés en ser el primero de sus amigos que le diera la bienvenida. Además, he pensado que cuanto antes lo ponga al corriente de sus asuntos, mejor. Me temo que el viento al que ha hecho alusión no sea muy bueno, pero usted siempre ha sido un joven enérgico, y supongo que la guerra lo ha acostumbrado a mirar la verdad de frente.

—¡No se ha privado de hacerlo! —dijo Morosini en un tono alegre que ocultaba bastante bien la inquietud sembrada por un preámbulo tan poco tranquilizador—. Pero bebamos primero algo, será la mejor manera de reanudar nuestras buenas relaciones.

Se acercó a una licorera antigua que estaba sobre una consola, cogió dos copas de cristal grabado en oro y una botella a juego, llena en sus tres cuartas partes de un líquido ambarino.

—El tokay de mi padre —anunció—. Creo que a usted le gustaba. Y se diría que Zaccaria ha tratado esta botella como si fuera el Santo Grial, porque no falta ni una gota.

Sirvió a su invitado y luego, con su copa en la mano, se sentó en el taburete, pero dejó que su viejo amigo degustara con unción el vino húngaro, que le recordó muchos buenos momentos, dio un sorbo, lo paladeó un instante antes de tragárselo y dijo:

—Bien, estoy a punto para escucharle. Aunque… quisiera que evitáramos en la medida de lo posible hablar de mi madre. Todavía no puedo soportarlo.

—Yo tampoco. Estoy muy apenado.

Para rehacerse, Massaria bebió un buen tercio de su copa; después sacó un pañuelo, limpió los anteojos, los colocó de nuevo sobre su nariz y finalmente, con un temblor de labios que, siendo condescendientes, podía pasar por una sonrisa, dirigió a su anfitrión una mirada contrita.

—Perdone. A mi edad, las emociones caen fácilmente en la ridiculez.

—A mí no me lo parece. Pero hablemos de negocios. ¿Cuál es mi situación?

—Me temo que no muy buena. Como ya sabe, en el momento de la muerte de su padre las finanzas…

—Habían sufrido estragos —dijo Morosini con una pizca de impaciencia—. También sé que cuando empezó la guerra ya no teníamos fortuna de antes, y la responsabilidad es en parte mía. Así que, querido amigo, ahorrémonos los paños calientes y dígame qué me queda.

—Será rápido: un poco de dinero procedente de… su madre, la villa de Stra, aunque está hipotecada hasta el pararrayos, y este palacio, que está limpio.

—¿Eso es todo?

—Sintiéndolo mucho, sí. Pero si he querido verlo cuanto antes es porque quizá tenga un remedio.

Aldo no escuchaba. Pensativo, había ido a por la botella de tokay y se dirigía con ella hacia la chimenea tras haberle ofrecido otra copa al notario, que la rechazó con la mano. Se esforzaba en poner a mal tiempo buena cara, pero en realidad se sentía abrumado: su palacio, uno de los más grandes de Venecia, exigía sumas considerables para su mantenimiento, pues, además de la erosión que sufría la ciudad a causa del agua, necesitaba mucho personal, y cuando la villa del interior —construida por Palladio— se vendiera, seguramente no quedaría gran cosa para mantener la casa principal, una vez pagadas las hipotecas. Conclusión: había que encontrar, y enseguida, una ocupación lucrativa.

Pero ¿qué? Aparte de montar a caballo, bailar, jugar al golf, al tenis y al polo, pilotar un velero, conducir un coche, besar con elegancia el metacarpo de las patricias y hacer el amor, Aldo no tenía más remedio que reconocer que no sabía hacer nada. Un pobre bagaje para comenzar una carrera y salir a flote. Quedaba un tesoro familiar cuya existencia sólo conocían su madre y él, pero le desagradaba la idea de ponerlo en venta, ¡Isabelle Morosini le tenía tanto apego!

Acodado en la chimenea, mirando las llamas, se sirvió una tercera copa y la vació de un trago.

—Espero que no esté pensando en refugiarse en la bebida —dijo el notario con una pizca de severidad—. Hace un momento le he dicho que tal vez tenga un remedio para sus males, pero no me ha escuchado.

—Es verdad. Perdone, por favor. ¿De verdad tiene una solución? ¿Cuál, Dios mío?