Dado que se había manifestado una entusiasta reciprocidad, los casaron un caluroso día de verano en la capilla de la villa palaciega que los príncipes Morosini poseían a orillas del Brenta. Por supuesto, a la ceremonia siguió una fiesta, durante la cual el novio abusó un poco del vino. Eso hizo que la noche de boda fuese un poco movida, pues, indignada por verse sometida a los instintos lúbricos de un borracho, Celina empezó por vapulear a su esposo con el mango de una escoba antes de sumergirle la cabeza en un barreño de agua fría. Después de lo cual, fue a las cocinas para prepararle el café más negro, más cargado, más cremoso y más aromático que Zaccaria hubiera bebido jamás. Agradecido y despejado, este olvidó los escobazos y puso todo su empeño en hacerse perdonar.

Desde esa memorable noche de 1884, imprecaciones y maldiciones alternaron en el matrimonio Pierlunghi con besos apasionados, promesas de amor eterno y pequeños platos refinados que Celina preparaba a escondidas para su esposo cuando la cocinera del palacio estaba acostada, pues en aquella época Celina ocupaba un puesto de doncella.

Zaccaria disfrutaba con esas cenas íntimas, pero una noche el príncipe Enrico, padre de Aldo, volvió de su círculo antes de lo previsto y, al llegar hasta su nariz un indiscreto olor, se presentó en la cocina y descubrió el pastel al mismo tiempo que el talento culinario de la doncella. Encantado, se sentó de la forma más democrática al lado de Zaccaria, pidió un plato y un vaso y degustó su parte del festín. Ocho días más tarde, la cocinera titular arrojaba su delantal almidonado a la cabeza de la intrusa mientras esta abandonaba sus distintivos de doncella para tomar posesión de las cazuelas principescas y reinar sobre el personal de cocina con la bendición plena y total de los señores de la casa.

Nacida en el seno de una antiquísima y muy noble familia del Languedoc, los duques de Montlaure, la princesa Isabelle incluso encontró cierta satisfacción en dar algunas recetas del otro lado de los Alpes a su excelente cocinera, que las ejecutó de maravilla. Gracias a ello, toda la infancia del joven Aldo estuvo amenizada por una grata sucesión de soufflés aéreos, tartas crujientes o esponjosas, cremas sublimes y todas las maravillas que pueden nacer en una cocina cuando la sacerdotisa del santuario se dedica a mimar a los suyos. Puesto que el Cielo no le había concedido el privilegio de procrear, Celina concentró su amor en un joven señor que no tuvo motivos de queja.

Como sus padres viajaban mucho, Aldo se encontró a menudo solo en el palacio. Así pues, pasó plácidas horas, sentado en un taburete, mirando a Celina dedicarse a su suculenta alquimia regañando a sus pinches y cantando con voz potente arias de ópera y canciones napolitanas, de las que conocía un amplio repertorio. Había que verla, tocada con cintas multicolores como era típico en su región y vestida, bajo el blanco delantal de percal, con unos perifollos vistosos pero de formas imprecisas, ensanchados a medida que su propietaria se acercaba a la forma perfecta del huevo.

Pese a tantos atractivos Aldo no se pasaba la vida en las cocinas. Le habían asignado un preceptor francés, Guy Buteau, joven borgoñón cultivado que se esforzó en transferir su saber al cerebro de su alumno, aunque en un orden disperso. Le enseñó revueltos a los griegos y a los romanos, a Dante y Moliere, a Byron y los faraones constructores, a Shakespeare y Goethe, a Mozart y Beethoven, a Musset, a Stendhal, a Chopin, a Bach y los Románticos alemanes, a los reyes de Francia, a los dux de Venecia y la civilización etrusca, la sublime sobriedad del arte Románico y las locuras del Renacimiento, a Erasmo y Descartes, a Spinoza y Racine, los esplendores de la Ilustración francesa y la grandeza de los duques de Borgoña de la segunda generación, en pocas palabras, todo lo que se amontonaba en su propia cabeza, con la esperanza de convertir a su discípulo en un verdadero erudito. Le enseñó también algunas interesantes nociones de matemáticas, así como de ciencias físicas y naturales, pero sobre todo lo inició en la historia de las piedras preciosas, por las que sentía una pasión tan fuerte como la que le inspiraba la producción vitícola de su tierra natal. Gracias a su celo, a los dieciocho años el joven Morosini hablaba cinco idiomas, sabía distinguir una amatista de una turmalina, un berilo de un corindón, una pirita de cobre de una pepita de oro y, en otro plano, un vino de Meursault de uno de Chassagne Montrachet, sin olvidar, aunque con una pizca de condescendencia, un Orvieto de un Lacryma Christi. Naturalmente, el antro de Celina interesó al preceptor. Sostuvo con la cocinera asombrosas justas oratorias interrumpidas por degustaciones discretas, pero sin faltar nunca a las reglas del decoro. Resultado: delgado como un personaje de Octave Feuillet al llegar a Venecia, Guy Buteau había adquirido unas redondeces casi eclesiásticas cuando el príncipe Enrico le comunicó que estaba pensando en enviar a su hijo a un establecimiento educativo suizo. El pobre muchacho se quedó consternado por la noticia, pero se recuperó enseguida al enterarse de que no tendría que separarse de un hombre de su categoría. De preceptor, pasó a ser bibliotecario. O sea, entró en el paraíso, y sólo abandonaba su gran obra sobre la sociedad veneciana en el siglo XV para apreciar las suculencias que brotaban de las manos de Celina como de un inagotable cuerno de la abundancia.

Tras la muerte de su padre como consecuencia de una caída del caballo en el bosque de Rambouillet mientras cazaba ciervos con la intrépida duquesa de Uzès, Aldo no introdujo ningún cambio en el orden establecido. Todo el mundo quería al señor Buteau in casa Morosini y a nadie le pasaba por la cabeza que pudiera marcharse algún día. Hizo falta la guerra para privar al amable muchacho de su agradable sinecura. Desgraciadamente, no se sabía qué había sido de él. Dado por desaparecido en el frente de Chemin des Dames, dedujeron que había encontrado una muerte oscura y tanto más gloriosa. De repente, olvidando sus interminables discusiones, Celina lo lloró como si fuera un hermano e inventó una tarta de grosellas negras a la que puso su nombre.

Cuando la góndola atracó al pie de la escalera donde ella esperaba, Celina abrió con asombro los ojos, inmediatamente anegados de lágrimas, y luego, profiriendo una especie de berrido que hizo asomarse a muchos a las ventanas y zambullirse de pena a una gaviota ocupada en pescar, se echó al cuello de su «pequeño príncipe», como seguía llamándolo pese a su elevada estatura.

¡Madonna Santissima! ¡Cómo me lo han dejado esos descreídos! ¡No es posible que me lo hayan maltratado así!… ¡Mi niño! ¡Mi Aldino! Si hubiera justicia en este mundo ruin…

—Y la hay, Celina, puesto que Austria y Alemania han sido vencidas.

—¡Eso no es suficiente!

Besado, mimado, bañado en lágrimas, arrastrado sobre el oleaje de un vasto pecho sin que cesara un instante el vocero vengador de su «nodriza», Morosini se encontró sentado en la cocina, en su taburete de antaño, sin comprender cómo había podido atravesar el gran vestíbulo, el cortile y la antecocina del palacio sin ver nada. Una taza de café humeaba ya delante de él, mientras la opulenta mujer untaba con mantequilla unos panecillos que acababa de sacar del horno.

—¡Bebe, come! —ordenó—. Después hablaremos.

Aldo aspiró con los ojos entornados la sublime infusión, se obligó a comer una tostada para complacerla, pues la emoción le había quitado el apetito, y degustó tres aromáticas tazas. Luego apartó la vajilla y apoyó los codos en la mesa.

—Ahora háblame de mi madre, Celina. Quiero saber cómo ocurrió.

La napolitana se quedó inmóvil delante de uno de los aparadores donde estaba guardando diversos objetos. Su espalda se tensó como si la hubiera alcanzado un proyectil. Luego, la mujer exhaló un largo suspiro.

—¿Qué quieres que te diga? —dijo sin volverse.

—Pues todo, porque no sé nada. En tu carta no eras muy explícita.

—Escribir nunca ha sido mi fuerte, pero no quería que te enteraras de esa desgracia por otros. Me parecía que a través de mí te haría sufrir menos. Además, Zaccaria estaba demasiado afectado para garabatear tres palabras seguidas. Pese a las apariencias, es un hombre muy sensible.

Aldo se levantó, se acercó a ella y la rodeó por los hombros con afecto, emocionado al notar el temblor producido por la tristeza que la embargaba.

—Estabas en lo cierto, Celina. Nadie me conoce mejor que tú, pero ahora ven a sentarte y cuéntame. Todavía no consigo creérmelo.

Le acercó una silla y ella se sentó sacando un pañuelo para secarse los ojos. Luego se sonó y finalmente suspiró.

—No hay gran cosa que contar. ¡Todo fue tan rápido! Esa tarde, tu prima Adriana vino a tomar el té, y de repente, la princesa se encontró mal. No le dolía nada, pero estaba muy cansada. La señora Adriana insistió en que se acostara y la acompañó a su habitación. Cuando bajó al cabo de un rato, dijo que Su Alteza no cenaría, pero que debería prepararle una tila.

»Subí en cuanto la infusión estuvo preparada, pero tu pobre madre no quiso tomársela. Incluso dijo, un poco enfadada, que la señora Adriana era una cabezota y que se empeñaba en que tomara algo cuando ella no tenía ganas. Yo contesté que mi tila endulzada con miel la relajaría y que, en cualquier caso, no le veía buena cara, pero me di cuenta de que la molestaba; quería que la dejaran dormir, Así que dejé la taza en la mesilla de noche, salí después de desearle que pasara una buena noche y le aconsejé a Livia que no la molestara. Pero a la mañana siguiente, cuando Livia subió con la bandeja del desayuno, la oí gritar y llorar. Zaccaria y yo subimos enseguida… y vimos que la señora Isabelle nos había dejado y que… ¡oh, Dios mío!

Aldo la dejó llorar un momento sobre su hombro, luchando contra su propio dolor, y luego preguntó:

—¿Quién es Livia?

—La mayor de las dos muchachas que has visto al llegar. Ella y Frisca sustituyen, con nosotros dos, al personal de antes; los hombres se fueron a la guerra y algunas de las mujeres, demasiado mayores o demasiado preocupadas, decidieron irse con sus familias. Además, era imposible mantener tanto personal. Venturina, la doncella de tu madre, murió de la gripe y la sustituyó Livia. Una buena chica que hace bien su trabajo; la princesa estaba contenta.

—¿Qué dijo el médico? Ya sé que mi madre nunca lo llamaba, pero, dadas las circunstancias, debisteis de llamar al doctor Graziani, ¿no?

—Está paralítico desde hace dos años y no se mueve del sillón. El que vino dijo que había sido un ataque cardíaco.

—Eso no tiene sentido. Mi madre jamás había padecido del corazón, y desde la muerte de mi padre llevaba una vida bastante austera.

—Lo sé, pero, como dijo el doctor, basta una vez…

Zaccaria, que no había querido obligar a su mujer a compartir ese primer rato con el que ella consideraba su hijo, entró en ese instante. Los ojos enrojecidos de Celina y el semblante apenado de Aldo le indicaron de qué estaban hablando. Inmediatamente, su emoción se sumó a la de ellos:

—Un golpe tremendo para nosotros, don Aldo. El alma de este palacio se marchó con nuestra querida princesa.

—Las lágrimas pugnaban por salir, pero se rehízo para anunciar que el señor Massaria, el notario, acababa de telefonear para preguntar si el príncipe Morosini no tenía inconveniente en recibirlo a última hora de la mañana, si es que no estaba demasiado cansado por el viaje.

Un tanto sorprendido y preocupado por semejante prisa, Aldo aceptó esa primera visita: a las once y media estaría muy bien; así tendría tiempo de asearse con calma.

—El baño está a punto —anunció Zaccaria, que empezaba a recuperar su tono solemne—. Ayudaré a Su Excelencia.

—¡Ni hablar! En el lugar del que vengo he aprendido a arreglármelas solo. Tú intenta encontrar en mi guardarropa algo que me quede más o menos bien.

Contrariado, el mayordomo salió de la cocina. Morosini se dirigió de nuevo a Celina para hacerle una última pregunta: ¿sabía si la condesa Vendramin había vuelto a Venecia?

El semblante de Celina perdió súbitamente toda su expresividad. Irguió la espalda, sacó el pecho como una gallina ofendida y declaró que no tenía ni idea, pero que, gracias a Dios, había pocas posibilidades.

Morosini se limitó a sonreír; esperaba una respuesta de ese tipo. De modo bastante inexplicable, Celina, que más bien tenía tendencia a alentar sus aventuras con damas, detestaba a Dianora Vendramin. Sin conocerla, por supuesto, sino basándose en las habladurías y por el hecho de ser extranjera. Pese a la vocación cosmopolita de Venecia, la gente humilde profesaba por «los del norte» una antipatía que la larga ocupación austríaca explicaba en parte, y Dianora era danesa.